10.- Después de la catástrofe

La temperatura empezó a subir, pero seguía siendo demasiado baja para que se iniciara el deshielo. La luz diurna ya asomaba y se extinguía normalmente. La pequeña comunidad establecida al sur del lago tenía combustible y víveres suficientes para satisfacer sus necesidades inmediatas. Pero en seguida se plantearon problemas que Cameron no había previsto. Duncan Fraser acudió a él.

—Deberíamos ocuparnos de enterrar los muertos, doctor —dijo, rascándose la cabeza por debajo del inevitable gorro de cazador—, pero el suelo está duro como la piedra.

La solución se le ocurrió a Cameron casi al instante. Con el frío los cadáveres no se descompondrían peligrosamente, pero era inimaginable dejarlos en las casas. Y abandonarlos fuera, sobre la nieve, tampoco sería bueno para la moral de la comunidad.

—Tiene suficiente leña, Duncan. Incinere los cadáveres.

El tono de Cameron fue firme y categórico. Sabía que en aquellas circunstancias tendría que ser enérgico y claro, para vencer los prejuicios arraigados acerca del trato que era justo y correcto dispensar a los muertos.

Obedecieron sus instrucciones y alzaron una pira funeraria, pero lo hicieron de mala gana. A continuación les hizo depositar los cadáveres sobre la leña y se dirigió en gaélico a la pequeña comunidad. Habló con elocuencia, porque recordaba el sermón del sacerdote de Peer Gynt, y porque sabía que disertar en tal estilo era mejor que pronunciar una oración. Finalmente ordenó que prendieran fuego a la leña.

Cuando las llamas se elevaron le dijo a Duncan:

—Ahora comprenderá por qué los vikingos quemaban a sus muertos.

—Sí, doctor, pero ellos eran paganos.

Cameron se dijo a sí mismo que no volvería a dar más explicaciones innecesarias.

El Eilean Donan Castle se había derrumbado. Cameron pensó en la posibilidad de cruzar el lago hasta Durnic. El hielo era muy firme cerca de la orilla, pero sospechaba que hacia el centro podría haber grietas, provocadas por el agua más cálida que se elevaba desde el fondo. Decidió que sería absurdo correr el riesgo.

Un par de días más tarde, Hamish Chisholm apareció en la casa acompañado por otros dos hombres.

—Vimos la fogata que habían encendido —explicó Chisholm. A continuación presentó a Willy MacDonald y Tom Murray, y le aseguró a Cameron que eran hombres muy fuertes para manejar una barca.

—No servirán de gran cosa las barcas hasta que se descongele el lago —comentó Cameron.

—Es cierto —asintió MacDonald, un hombre bajo, nervudo, de mediana edad, como la mayoría de los que habían sobrevivido gracias a su contextura durante las últimas semanas.

Murray también asintió con un movimiento de cabeza y aspiró con fuerza.

—Será mejor que entren en la casa; allí no hace frío —dijo Cameron—. ¿Cómo está MacKenzie?

—Fue a la comarca de Glenelg.

—Está muy bien instalado, Cameron —comentó Chisholm cuando estuvieron dentro de la casa.

—Tuvimos suerte, al quedar resguardados sobre esta orilla del lago. De lo contrario la casa habría quedado sepultada.

—Sí —respondió MacDonald, que seguía luciendo su gorra de lana. Cameron pensó que no se la quitaba nunca, ni bajo techo ni a la intemperie, lo mismo que Tom Murray parecía mordisquear su pipa a todas horas.

—¿Vinieron a pie? —preguntó Cameron.

—En el último tramo. Por este lado no hay camino hasta el puente Shiel —respondió Chisholm con una tensión reveladora en los ojos, que parecían más intensamente azules que antes.

Conseguimos desplazarnos con un Land-Rover por el otro lado, con algunos problemas. El motor no está bien.

Cameron sonrió con amargura.

—No creo que haya muchos vehículos con los motores a punto. Tengo uno, pero no pasaremos con él hasta Shiel. Al menos, no por un tiempo.

Madeleine sirvió un poco de café. Chisholm se levantó bruscamente para ayudarla a transportar la bandeja. Después se volvió hacia Cameron.

—Usted siempre parece prever el futuro. Supongo que por eso hemos venido.

—Creo que el mejor refugio sería Dornie —empezó a decir Cameron.

—No es tan cómodo como esto.

—No, pero esta casa es inútil como centro de comunicaciones. ¿Queda algo aprovechable en Dornie?

—En la aldea misma, algunas de las casas. Tenemos gente en el hotel Ardelve.

—¿Y la escuela?

—Sigue en pie —intervino Murray.

—¿Podríamos habilitarla?

—Supongo que sí —asintió Chisholrn.

—Entonces, lo haremos, Chisholm. Quiero que pongan en orden la escuela. Nos encontraremos en Shiel dentro de dos días.

—¿Tiene algún plan, doctor? —preguntó MacDonald.

—Sí, tengo un plan, pero hoy no hablaré de eso. Reúnan a diez de los mejores hombres que puedan encontrar. Llévenlos a la escuela. Quiero que también estén el maestro y el médico.

Chrisholm removió su café.

—Si usted sabe lo que conviene hacer, Cameron, le seguiremos —dijo.

Como ya había decidido no dar explicaciones, Cameron se abstuvo de decirles que esperaba una oportunidad semejante desde hacía tiempo, más o menos desde que salió de Australia. Las cosas iban viniendo por sus pasos contados.

Madeleine no tenía ganas de abandonar su casa, de modo que Cameron le presentó la alternativa de quedarse allí o acompañarle a Dornie. Obligada a optar, resolvió ir a Dornie.

Dos días más tarde, ella y Cameron recorrieron a pie los siete kilómetros y medio que separaban Letterfearn del puente Shiel. Madeleine intuyó que estaban en los comienzos de una nueva vida, para la que no se hallaba demasiado preparada. Mientras cruzaban el bosque helado se sintió muy unida psicológicamente a su esposo, como no habría de volver a estarlo durante muchos de los meses siguientes.

Hamish Chisholm les esperaba en Shiel. Luego necesitaron una hora y media para recorrer los quince kilómetros que había hasta Dornie. Cameron y Chisholm tuvieron que llenar tres veces de agua el radiador rajado del Land-Rover.

Dejaron a Madeleine en el hotel Ardelve. Cuando el Land-Rover volvió a partir, Cameron vio la expresión desolada que había en su rostro y pensó que habría sido mejor para ella quedarse en Letterfearn.

Había unos veinte hombres reunidos en el aula de la escuela. Chisholm citó en voz alta sus nombres. Y curiosamente, Cameron comprendió que no los olvidaría, tal vez porque en aquel momento era realmente importante conocerlos a todos. Le alegró ver que Toddy MacKenzie había regresado de la comarca de Glenelg. Toddy le saludó con una inclinación de cabeza, porque no hacían falta presentaciones, y continuó liando un cigarrillo. Cameron dejó caer sobre el escritorio la mochila que había traído consigo, y se sentó frente a los hombres. Se había propuesto hablar en gaélico, pero pensó que quizás uno o dos podrían no entenderlo muy bien, de modo que empezó en inglés:

—Doctor Nicolson, usted tiene prioridad absoluta. Voy a pedirle que organice la parte sanitaria.

—Ya había pensado en eso, sobre todo respecto al sistema que utilizaremos para enviar a la gente a Fort William.

—Transcurrirá mucho tiempo antes de que pueda enviar otro paciente a Fort William —respondió Cameron, con voz seca y potente—. Ahora estamos limitados a nuestros propias recursos.

—Pero durante todos estos años he confiado en la posibilidad de remitir los casos graves a…

—Lo sé. Por eso no dispone de muchos medios, y ésa es precisamente la razón de que le haya concedido prioridad absoluta. Ya conocemos el aspecto negativo. Veamos ahora el positivo. Quizá tendrá más refuerzos de los previstos. Me refiero a los médicos que trabajaban en el sur, y que habrán vuelto a su tierra al ver que las cosas se ponían feas. No creo que quedemos reducidos a usted y tal vez al médico de Kyle. Pienso que podrá reunir un grupo bastante numeroso. Y por ahí debemos empezar. Averigüe cuántos médicos tenemos. Recorra la comarca hasta donde pueda, en todas direcciones. Consiga una relación de enfermeras diplomadas.

—No habrá problemas —asintió Nicolson.

—¿Quiere decir que hay suficientes enfermeras?

—De eso estoy seguro.

—Bien. Cuando vea con claridad la situación, reúna a los médicos y a algunas enfermeras, y calcule de cuántas farmacias podemos disponer.

—Es probable que nos veamos obligados a practicar algunos saqueos.

—Sí, es probable, y le aconsejo que si necesita ayuda se ponga en contacto con Hamish Chisholm. Hamish, usted le prestará al doctor Nicolson toda la ayuda material que necesite.

Chisholm asintió. Cameron captó el alivio general, y comprendió que había adoptado el tono adecuado.

—Ahora usted, señor Hamilton.

Hamilton, el maestro, se sorprendió al oír que le mencionaban tan pronto.

—Le he traído esto. Será mejor que lo examine —continuó Cameron.

Cameron le indicó la mochila. Hamilton se adelantó con movimientos desmañados y la abrió. Hurgó un momento en su interior y por fin sacó un mapa militar. En todo el salón aparecieron anchas sonrisas.

—Estos mapas no tienen precio, señor Hamilton. Quizás en alguna tienda aislada encontrará uno o dos mapas locales, pero éstos abarcan toda la región de los Highlands. Lo que le pido, señor Hamilton, es que redacte un censo, una lista exhaustiva de todas las personas y de todas las granjas.

—¿Quiere decir una especie de empadronamiento? —preguntó Hamilton, que había captado la idea en seguida.

—Se trata precisamente de eso. Es un trabajo muy urgente. Mientras usted no acabe, señor Hamilton, no podremos saber con exactitud cuáles son nuestros recursos totales, y tampoco sabremos hasta dónde abarca nuestra responsabilidad. Pida todos los colaboradores que necesite. Usted sabrá mejor que yo quiénes son las personas apropiadas para esta tarea.

Hamilton asintió con la cabeza.

—Hay algo más —agregó Cameron—. Trate de organizar una biblioteca. Necesitaremos toda clase de manuales sencillos. Si no hay una persona responsable de guardarlos, pronto se dispersarán y perderán. Lo mismo vale para todo tipo de libros. ¿Entiende?

—Por supuesto —respondió Hamilton, con una sonrisa.

—Sargento Forsythe —continuó Cameron, con un gesto hacia un hombre que vestía un estropeado uniforme policial—. Usted sabe mejor que cualquiera de nosotros hasta qué punto son necesarios la ley y el orden, las normas claras, para que la gente pueda convivir y trabajar unida.

—Pero ¿cuál es la ley, señor Cameron? Eso es lo que me he preguntado durante estos últimos días.

—¿No ha recibido instrucciones?

—Ni una palabra.

—Bien, sargento. Ya sabemos que están cortadas algunas líneas telefónicas, pero habrá escuchado la radio.

—Ése es precisamente el problema —exclamó Forsythe—. La radio está muda.

—Así pues, ¿usted se ha preguntado cuál va a ser la ley que deberá aplicar en este territorio?

—Sí, eso me he preguntado.

—No habrá hora de cierre para las tabernas. Eso se lo digo yo, hombre —manifestó Tom Murray, sin dejar de morder su pipa.

—Seré yo quien determine cuál es la ley, sargento —intervino Cameron, con voz potente—. Mientras nuestras vidas estén amenazadas, no habrá propiedad privada: ni casas, ni barcas, ni animales, ni combustible, ni alimentos… Todo debe pertenecer a la comunidad.

—¿Y la ropa que llevo puesta, doctor? —preguntó una voz. Cameron sonrió, pero su expresión no era divertida.

—La segunda ley será el empleo de una dosis de sentido común —dijo.

—Es mucho pedir —murmuró Chisholm.

—Le recuerdo, Hamish, que tiene usted almacenada una buena provisión de patatas de siembra, tal vez porque yo le dije que las comprara. Dentro de pocos meses las plantará, suponiendo que tenga suerte y se derrita la nieve. Cuando llegue el verano cosechará esas patatas…, si la suerte le sigue acompañando. —Cameron agitó un dedo en dirección a Chisholm—. Para entonces, Hamish, estará muy hambriento. Sin duda habría preferido comerse su provisión, pero si lo hiciera, ninguno de nosotros volvería a ver jamás una patata fresca.

Cameron se puso en pie y recorrió el salón con la mirada, dominando al auditorio con su estatura y con la fuerza de su personalidad.

—Aquí hay dueños de barcas —prosiguió—. Cuando se derrita el hielo, saldrán a pescar. Hay hombres que tienen tiendas en Kyle, con existencias de víveres. Esos hombres todavía pueden comer, pero se morirán de hambre cuando se les agoten las reservas. Es posible que haya entre ustedes algunos que tengan de todo: víveres, embarcaciones, ganado, semillas… Pero permitan que les diga algo: no podrán conservar ni sus víveres, ni sus embarcaciones, ni sus animales, ni sus semillas, sin la protección del sargento Forsythe.

Forsythe hizo un movimiento afirmativo con la cabeza.

—El Cameron tiene razón —dijo, con tono muy convencido.

Era la primera vez que alguien empleaba el tradicional apelativo: «El Cameron».

—Por ahora —continuó Cameron—, todos hemos tenido más suerte de la que cualquiera de ustedes supone. Todavía tenemos reservas de alimentos, ropas y combustible. Esas reservas no podrán renovarse jamás. Entiéndanlo, señores: ¡jamás!

—Usted propone utilizar esos recursos para reanudar la actividad —dijo Chisholm.

—Desde luego —tronó Cameron—, para reanudar la actividad. No habrá segundas oportunidades. —Se volvió de nuevo hacia el policía—. Sargento Forsythe, usted será nuestro jefe de intendencia. Será el responsable de todas las reservas.

—¿Tanto del petróleo como de los alimentos?

—Sí.

—¿Y quién ejerce la máxima autoridad?

—La ejerzo yo.

—Ahora ya sé cuáles son las normas —asintió Forsythe. Cameron se volvió nuevamente hacia Hamish Chisholm.

—Y ahora me ocuparé de ustedes, los granjeros y aparceros. ¿Cuál es la situación del ganado?

—Es mala —farfulló Chisholm—. Hay algunas vacas desmandadas y unas pocas ovejas.

—Reúnan todas las ovejas en un solo rebaño. El hielo próximo a la orilla será el que se derretirá primero y allí podrán comer algo.

—¿Y las vacas?

—Durante muchos meses no habrá pastos naturales. Si hay suficiente forraje donde están ahora, déjenlas allí. De lo contrario, trasladen las vacas adonde haya forraje…, o viceversa.

—¿Para eso podremos utilizar gasolina?

—Para transportar forraje, sí. Para reunir a los animales no, a menos que se trate de un caso de urgencia.

—¿Qué debemos entender como urgencia?

—La alternativa de que el animal viva o muera. —Cameron se volvió hacia MacKenzie—. ¿Ha estado usted en Glenelg?

—Sí.

Cameron se dijo que MacKenzic tenía más de nómada que de granjero.

—Toddy, quiero que vigilen el camino que pasa más allá de Cluanie. Creo que en este momento está muy inundado, pero tarde o temprano será la vía de acceso que utilizarán los forasteros.

—¿Quiere que los detengamos, doctor Cameron?

—Si llegan individualmente o en parejas, o si son de los nuestros, no. Si vienen en grupos, sí.

—¿Y cómo puedo detener a un grupo de hombres?

—Con sus propios hombres. ¿Qué otro recurso queda?

—¿Con armas de fuego?

—Sí, con armas de fuego.

Toddy MacKenzie guardó silencio, con el cigarrillo medio consumido colgando de la comisura de sus labios, y se pasó la gorra de tela de la coronilla a la frente.

—Le entiendo, doctor Cameron —dijo luego.

Una voz se elevó en el fondo del salón:

—Doctor Cameron, soy técnico de la Oficina de Correos. Me llamo Halliday, Jim Halliday. No soy nativo de esta región. Estaba trabajando aquí por casualidad.

—¿Y bien?

—El señor Chisholm me pidió que reuniera una colección de motores eléctricos.

—¡Ah! Me alegra esa noticia, señor Halliday. Ya hablaremos cuando termine la asamblea.

Cameron sabía que había dirigido con acierto la reunión y no tenía ningún sentido prolongarla. Varios de los hombres estaban ansiosos por empezar a trabajar, de modo que se puso en pie y le hizo una seña a Halliday. Éste se adelantó.

—Hablemos de los motores eléctricos, señor Halliday.

—Sí, he conseguido una docena, en muy buenas condiciones.

—Será mejor que venga conmigo. Quiero ir al hotel Ardelve. Ya en camino, Cameron abarcó el lago con un gesto del brazo.

—Ya ve cuál es el problema de las comunicaciones —dijo.

—Carecemos de hombres y equipos suficientes para restablecer el funcionamiento de los teléfonos.

—No, pero creo que podremos adelantar bastante utilizando simples walkie-talkies. Si los encontramos en numero suficiente. Con suerte, tal vez podamos reunir una docena de equipos.

—¿Y los utilizaremos desde puntos estratégicos?

—A corto plazo los alimentaremos con pilas —prosiguió Cameron—. Más adelante se nos agotarán las pilas y el combustible para los grupos electrógenos. Entonces tendremos que pensar en los generadores de viento.

—¿Molinos de viento conectados con pequeñas dínamos? —apuntó Halliday.

—Que sacaremos de los automóviles —concluyó Cameron.

—Eso introducirá un cambio radical en la organización comunitaria.

—¿Puede hacerlo? Desde el punto de vista técnico, quiero decir.

—Por supuesto. Es mi especialidad.

—Pues hable con el sargento Forsythe. Pídale lo que necesite.

Madeleine le esperaba en el hotel.

—Esto es una pocilga —exclamó con vehemencia, dirigiéndose a Cameron.

—Claro que sí. ¿Y por qué no la arreglamos? —respondió Cameron.

Se miraron durante largo rato, preguntándose qué había sucedido y pensando, cada uno de ellos, que el otro estaba un poco desequilibrado.