9.- El infierno

Madeleine le esperaba en Inverness, no en Kyle, como él suponía. Tenía una expresión de niña satisfecha, reveladora de que algo bueno había sucedido. Esto resultó ser que ya tenía el nuevo Range-Rover. Cameron lo contempló con atención. Era irónico que les hubieran entregado el vehículo en aquel momento. Mientras examinaba la espaciosa plataforma de carga, se le ocurrió una idea.

Él y Madeleine se trasladaron al Royal Hibernian Bank, en donde retiró de su cuenta una suma considerable. A continuación recorrieron las tiendas de Inverness comprando gran cantidad de provisiones, hasta que la parte trasera del Rover estuvo completamente llena. Finalmente, Cameron se dirigió hacia el puerto, al local de la compañía que transportaba gas a Kintail. Encontró a un chófer y le dio una propina de cinco libras, con la promesa de otras cinco, si le llevaba, no un contenedor grande, sino un camión repleto de contenedores. Cameron insistió en que hiciera la entrega antes del anochecer.

Emprendieron el trayecto de Inverness a Glen Shiel, por el mismo camino por el que lo habían hecho un mes atrás. ¿Hacía apenas un mes? Un caleidoscopio de rostros desfiló por el cerebro de Cameron: Fielding, Mallinson, Nygaard, Almond y sus ayudantes, el primer ministro. Todo parecía un sueño. La realidad residía en Glen Shiel y en los acontecimientos que iban a traer los próximos días.

—¿Es grave? —preguntó Madeleine.

—Sí. Tendremos que permanecer encerrados para evitar la radiación. Por esa razón compré tantas provisiones.

—En el sur hay incendios por todas partes. Lo dijeron esta mañana en el boletín de noticias.

—¿En el sur?

—No en el sur de Inglaterra, sino en el hemisferio austral y en lugares como California.

—¿Cómo ha sucedido?

—Incendios en el cielo. Espero que pasen las fotografías esta noche.

Cameron volvió a sumirse en el silencio mientras Madeleine conducía. Simuló quedarse dormida para poder pensar con más calma. Los incendios en el cielo indicaban muy grandes cantidades de energía estaban bombardeando la capa superior de la atmósfera. Por grandes cantidades entendía algo comparable a la del Sol. No había reflexionado mucho acerca de las características que asumirían las primeras etapas del fenómeno. Hasta ese momento había vivido preocupado por la pavorosa perspectiva de la desaparición de la atmósfera. Paro sin duda estallarían tormentas con poderosas descargas eléctricas. Y haría mucho calor. Empezó a preocuparse por el tejando de madera de su casa.

Hay muchos torrentes que bajan de la cordillera Mam Ratagan al lago Druid. Uno de ellos pasaba cerca de la vivienda de Cameron. Apenas él y Madeleine llegaron a casa, Cameron fue a estudiar el arroyo, mientras pensaba que sería absurdo dejar que el edificio ardiera cuando corría tanta agua en las inmediaciones. Pero era increíblemente poco lo que se podía hacer sin ayuda de maquinaria pesada. En consecuencia, después de un rápido almuerzo, optó por otro plan de acción.

Había comprado dos cascos de metal en Irwertness, y con la cabeza protegida por uno de ellos, tendió un tramo de cañería flexible desde el grifo de agua de la cocina hasta el tejado de la casa. El agua potable que utilizaban, venía de un manantial situado en lo alto del cerro, por lo que traía bastante presión para subir al techo. Lo importante era sujetar, sólidamente la cañería al tejado para que no se desprendiera, aunque soplasen fuertes vientos huracanados. Hizo un buen trabajo Y cuando terminó ya anochecía. Entonces llegó el camión con el pesado cargamento de gas. Cameron le entregó al chófer las prometidas cinco libras y Madeleine le convidó a una taza de té. Poco después el vehículo partió rumbo a Letterfearn. Mientras Cameron se sentaba para tomar también una taza de té, se dijo que habían ejecutado con razonable pericia las primeras decisiones. Pensó que convendría desmontar los canalones del tejado, para que el agua discurriera por toda la superficie de las paredes exteriores. Así, los costados de la casa estarían tan protegidos como la parte superior.

Aquella noche las noticias distaron mucho de ser tranquilizadoras. Las tormentas de fuego ya habían empezado a asolar la totalidad de la Tierra, con excepción del casquete situado al norte de los 45° de latitud. Lo cual era consecuencia directa de la relación entre el centro galáctico y la orientación de la Tierra. En la pantalla del televisor aparecieron imágenes que bastaron a Cameron para convencerse de que la energía incidente en la capa superior de la atmósfera ya debía ser comparable al flujo solar. Semejante bombardeo de partículas produciría ciertamente movimientos atmosféricos devastadores al cabo de muy pocos días. La situación era mala, sobre todo si se pensaba que en las altas esferas del Gobierno debía imperar el deseo de ocultar las noticias más alarmantes.

Cameron pasó un par de horas realizando cálculos. Comprobó que desde hacía tiempo había intuido aquellos resultados. Las partículas que bombardeaban la Tierra debían tener una energía de por lo menos 10¹2 voltios, porque de lo contrario no habrían llegado tan pronto, y su trayectoria tenía que ser esencialmente rectilínea, sin que el campo magnético de la Tierra las desviara demasiado. Esto suponía una zona de protección total para las latitudes situadas al norte de los sesenta y un grados. Glen Shiel estaba a cincuenta y siete grados, lo cual significaba que durante un breve período diario, las partículas bombardearían la capa superior de la atmósfera con una incidencia mínima de cuatro grados. Para ángulos tan próximos a la horizontal, la atmósfera sería casi opaca y suministraría una fuerte protección, por lo cual no habría necesidad de adoptar medidas especiales contra los peligros de la radiación.

La situación sería catastróficamente distinta más cerca del ecuador. En razón del efecto de cascada de los electrones, el flujo de éstos en la parte alta de la atmósfera sería del orden de 109 por centímetro cuadrado y por segundo. O sea, una cifra diez millones de veces superior a los niveles tolerables. La atmósfera brindaría alguna protección al nivel del mar, pero ésta sería insuficiente para salvar a todo ser vivo que no estuviera protegido por gruesos blindajes. Incluso en el sur de Inglaterra la situación sería bastante mala.

Cameron se preguntó hasta qué punto la percepción instintiva de tales hechos habría influido en su decisión de no quedarse en Londres. Pero en seguida pensó que no representaba una gran ventaja eludir la muerte por radiación, si toda la atmósfera se convertía en una tormenta de fuego. Las grandes poblaciones del mundo ya estaban condenadas, pero también lo estaría todo lo demás al cabo de muy pocos días. En el norte de Escocia, donde se hallaba él, la vida seguiría desarrollándose de manera más o menos normal durante un breve plazo y el desenlace se produciría fulminantemente.

El viento empezó a soplar alrededor de las nueve de la noche. Cameron y Madeleine se habían acostado temprano. Después de sesenta horas de tensión física y mental, él no tardó en quedarse dormido. Sin embargo, el viento no tardó en despertarle. Era un huracán que alternativamente zumbaba, gemía y aullaba. Cameron comprendió de inmediato de qué se trataba. En el sur el aire se estaba calentando demasiado. La presión se elevaría y se produciría una expansión explosiva hacia el norte, que superaría los acostumbrados efectos geostróficos de contención. Mientras él y Madeleine escuchaban, acostados en la cama, el viento se hizo aún más intenso. El aire de aquella noche de noviembre era cálido; parecía soplar desde la boca de un horno cósmico.

La casa crujía como un barco en alta mar. Temiendo que se viniera abajo, Cameron y Madeleine se vistieron en la oscuridad, puesto que ya se había cortado el suministro de electricidad. Cameron sabía que el viento debía provenir del sur. En dicha dirección se levantaba la mole del Mam Ratagan, de modo que aquélla era la corriente de sotavento. No quiso imaginar lo que estaría ocurriendo en las localidades que miraban directamente al sur. Allí sólo las más sólidas casas de piedra resistirían al primer embate.

Después de permanecer sentados en la cama durante una hora, desvelados y atentas a los daños que pudiera sufrir la casa, volvieron a dormirse.

Cuando Cameron se despertó ya había amanecido. Encontró a Madeleine en la cocina, preparando el desayuno. Obviamente la instalación de gas todavía funcionaba, cosa que le sorprendió. Fuera, el viento aún soplaba con fuerza, pero ya no producía aquel ruido atronador.

La electricidad seguía cortada, y como el tendido era aéreo, Cameron comprendió que no debía tener demasiadas esperanzas de que fuese posible repararlo: el viento habría derribado los postes en una veintena de lugares menos protegidos. Le explicó a Madeleine que debía tener cerrada la nevera, y después desayunó, pensando que trataría de restablecer el funcionamiento del viejo grupo electrógeno auxiliar. No lo usaban desde que la instalación de la casa fue conectada a la red general, dos años atrás.

Cameron blasfemó mientras asentaba la base de la pesada máquina sobre sus fundamentos de hormigón. La atornilló y alineó la dínamo. Al ponerse en pie y erguirse recordó la última vez que habían hecho aquel trabajo. Fue MacTavish, el viejo de Morvich que sufría de bocio, quien lo hizo. En aquella época reinaba la normalidad, y el señor sabio no había tenido que ensuciarse las manos.

Verificó la instalación con el nivel de burbuja y descubrió que pese a sus esfuerzos el eje de la dínamo no estaba bien alineado. Por consiguiente, tuvo que dedicar una exasperante hora a buscar cuñas para desplazarla. Ya casi había concluido el trabajo, y se hallaba comprobando si había bastante combustible en el depósito, cuando oyó que se acercaba un vehículo. Al salir del pequeño cobertizo vio que Duncan Fraser se apeaba de su viejo Land-Rover. Inclinándose para marchar contra el viento, el recién llegado fue a reunirse con él.

—Tom MacLean ha sufrido un accidente.

—¿Qué ha ocurrido?

—Estábamos sacando unos árboles que obstruían el camino. Uno de ellos se desplomó sobre Tom.

—¿Cómo se encuentra?

—No está bien, doctor Cameron. Pensé…

—¿Sí?

—Habría que llevarlo a Fort William. Tal vez con el nuevo vehículo de usted… En él podría viajar tumbado.

Cameron montó en el Range-Rover, lo puso en marcha, y siguió al Land-Rover de Duncan por el camino que conducía a Letterfearn. Al otro lado de la aldea divisó un grupo de hombres reunidos alrededor del pobre MacLean. Cameron se dio cuenta de que el árbol había caído sobre sus piernas. Sus acompañantes habían conseguido levantar el tronco haciendo palanca con varias ramas gruesas. Dos mujeres de la aldea habían traído sábanas que de alguna manera metieron debajo de MacLean. Cuando llegaron junto al grupo, las dos mujeres estaban atando las sábanas a dos palos para improvisar unas parihuelas. Sin perder tiempo en conversaciones, Cameron abrió la plataforma del Range-Rover. Evidentemente MacLean sufría fuertes dolores, porque lanzó un alarido cuando le movieron para introducirlo en el vehículo. Cameron vio que una de las mujeres era la madre de Tom.

—Vale más una fractura que una lesión interna —le dijo Cameron. Pensó en llevar a Duncan consigo, pero decidió que MacLean viajaría mejor si iban solos.

—¿Se lo dirás a mi esposa, Duncan?

El interpelado asintió con un movimiento de cabeza.

—¿Hay más árboles caídos?

—Ninguno a este lado del puente Shiel, doctor —respondió uno de los hombres. Cameron le reconoció. Era uno de los cazadores con quienes había discutido aquel día, a comienzos de octubre, en la ladera del Saddle.

Incluso en buenas condiciones, el viaje hasta Fort William habría sido difícil. Cameron tuvo que reducir velocidad y dar volantazos para evitar los baches y reducir al mínimo el traqueteo. Cada vez que el vehículo se zarandeaba, MacLean lanzaba un grito de dolor. En medio del fuerte viento, el viaje fue abominable, sobre todo por la necesidad de hacer alto muchas veces para apartar algún obstáculo. Cameron estaba convencido de que tarde o temprano encontraría en el camino algo que él solo no podría quitar. Se maldecía a sí mismo por no haberse llevado a Duncan, y se repetía que habría sido más prudente sujetar a MacLean de alguna manera, para que no se moviera tanto.

Suspiró con alivio cuando enfiló el vehículo hacia la entrada del hospital. Dos enfermeros sacaron a MacLean con maniobras expertas. Cameron comprobó una vez más lo importante que era el saber hacer bien un trabajo, aunque fuese fácil en apariencia. Siguió a los enfermeros hasta la sala de urgencias del hospital. Allí apareció un joven cirujano y Cameron describió lo mejor posible las circunstancias en que se había producido el accidente, después se volvió hacia el herido.

—Ahora estarás bien atendido, Tom. Pronto estarás otra vez con nosotros.

MacLean esbozó una sonrisa.

La tarde de noviembre casi había concluido cuando Cameron emprendió el viaje de regreso. En los suburbios de Fort William decidió llenar el depósito del vehículo, porque era imposible prever cuándo faltaría gasolina en Glen Shiel. Al llegar a la gasolinera notó que el aire del crepúsculo era húmedo y caliginoso.

—¿Quiere llenarlo? —le preguntó al empleado.

—Sí —respondió el hombre, poniendo en marcha la bomba—. Esto no me gusta —agregó, mirando el cielo—. No es normal.

—Últimamente son pocas las cosas normales —asintió Cameron.

—¿Va hacia Fort Augustus?

—Sí.

—Hace aproximadamente una hora pasó por aquí una joven…

—¿A pie?

—No, pero creo que no irá muy lejos con su coche.

Cameron pagó la gasolina con un billete grande. Mientras le daba el cambio, el empleado dijo:

—Es una linda muchacha. No le resultará difícil reconocerla. Cameron enfiló hacia el norte en medio de la creciente oscuridad. Atravesó el puente Spean y subió la cuesta por donde se iba al monumento a los caídos de la guerra. Casi tres kilómetros después del desvío que llevaba a Gairlochy, vio un viejo automóvil detenido junto al camino. Al llegar a su altura, frenó:

—¿Alguna dificultad? —exclamó.

—No, pero se me están agotando los recursos —respondió una voz femenina. Una silueta salió de la oscuridad y se acercó al automóvil de Cameron—. Te quedaré agradecida si me llevas a Fort Augustus.

Cameron se había propuesto desviarse en Invergarry, camino de Glen Shiel, pero también podía ir por el camino de Invermoriston.

—Sube —dijo—. ¿Cómo te llamas?

—Janet.

Cameron redujo la velocidad apenas llegaron a los espesos bosques próximos a Letterfindlay.

—¿De regreso a casa? —le preguntó a la joven.

—Sí. Esperaba poder llegar esta noche, pero ahora creo que no será posible.

—Difícilmente conseguirás que te arreglen el coche antes de mañana por la mañana.

—Lo sé. Me quedaré en Fort Augustus. Allí hay un albergue estudiantil.

—¿Vienes de muy lejos?

—De Edimburgo. Estudio allí.

—¿En la Universidad?

—Sí.

—¿Cómo van las cosas en Edimburgo?

—Hay mucho pánico, si te refieres a eso.

—¿Por el problema de la galaxia? —Sí.

—Entiendo. Por eso decidiste volver a casa.

—Sí.

Aunque estaban en medio de un espeso bosque, y el sol se había puesto hacía casi una hora, en el ambiente flotaba un resplandor luminoso, como si acabara de asomar la Luna. Cameron sabía que el cuerpo celeste debía aparecer en un punto muy bajo del cielo meridional. Sin embargo, no había previsto aquel fulgor que abarcaba todo el horizonte visible cuando salieron del bosque, pocos kilómetros antes de llegar a Invergarry. Lo invadía todo en grandes lenguas de fuego. Reinaba un bochorno que les dio la impresión de estar encerradas en un horno sin límites.

Cameron conocía la causa del fenómeno; sabía que aquello no era excesivamente peligroso, pero no dejaba de preguntarse si habría cometido algún error en sus cálculos. Pensó que aquella joven debía refugiarse pronto en casa, y no perder el tiempo con un automóvil decrépito.

—¿Dónde vives?

—Cerca de Cannich.

—Te llevaré hasta allí —dijo, con una resolución súbita. Se sintió culpable por no haber intentado poner nuevamente en marcha el coche de la joven. Pero siempre era arriesgado meterse a componer un automóvil desconocido a oscuras.

—¿A qué se debe todo esto? —preguntó Janet en tono tranquilo.

—¿Qué estudias? ¿Ciencias?

—No. Historia, filosofía y literatura. ¿Qué va a suceder? —insistió ella.

—Aún no lo sabe nadie.

—¿Será grave?

—Bastante grave. Tu casa ¿es vieja o nueva?

—Vieja, es una cabaña.

—Excelente. Cuando llegues allí métete dentro y no salgas.

—¿Cuánto durará?

—No mucho.

—¿Y cuánto es mucho?

—Dos o tres semanas. Quizás un mes.

—No es demasiado.

—No, lo soportarás muy bien. ¿Por qué no te fuiste con tu novio?

—No lo tengo, o al menos no para eso —respondió la joven.

—¿No tienes suficiente intimidad con él?

—No.

La tormenta que Cameron había temido estalló al norte de Fort Augustus. Una lluvia caliente azotaba el camino frente a ellos, brillando a la luz de los faros. El cielo también refulgía. Eran relámpagos corrientes, pero de una intensidad excepcional. Cameron sabía que tenían su origen en el choque devastador del frente caliente y húmedo del sur con el aire frío del norte.

El camino que llevaba al desvío a Cannich parecía interminable, hasta el punto de que a Cameron le pareció verse condenado a seguir conduciendo a oscuras durante toda la eternidad.

En el camino de Cannich encontraron obstáculos: piedras y ramas, que les obligaron a hacer alto una y otra vez. Pronto estuvieron empapados. Cuando llegaron a la aldea de Cannich la joven se inclinó hacia él y dijo:

—Toma por la derecha.

Era el camino de Struy. Hacía poco, Cameron y Madeleine habían pasado por allí. Con un presentimiento, Cameron gritó para dominar el aullido del viento:

—¿Dónde vives exactamente?

—En Strathfarrar.

Era absurdo seguir pensando en vengarse por la muerte del perro, pero la idea flotaba en la mente de Cameron cuando detuvo el vehículo frente al mismo portón que le había detenido un mes atrás.

—Debe estar cerrado —dijo la joven—. Lo abriré.

La muchacha abrió con decisión la portezuela del vehículo. Carneron la siguió con la mirada mientras ella iba hacia la caseta del guarda, trastabillando e inclinada bajo la lluvia. Se produjo la inevitable demora, pero por fin el portón quedó abierto. Cameron intuyó que la mujer que lo sostenía para que no golpease debía ser la misma anciana que le cerró el paso la otra vez. La muchacha regresó al vehículo.

—La señora MacCrea no cerrará. Así podrás salir luego.

De nuevo, el estrecho camino que conducía al oeste pareció prolongarse una eternidad, que fue de tensión para Cameron. Conducir en medio de la tormenta era casi como hacerlo en medio de una espesa niebla. Por fin Janet señaló un lugar.

—Allí delante puedes dar la vuelta.

Encontró el lugar y detuvo el vehículo. La joven no hizo ningún ademán para apearse, por lo que él cortó el contacto.

—Será horrible, ¿verdad? —susurró ella con ansiedad.

Cameron vaciló.

—Voy a morir —continuó ella—. Todos vamos a morir. Le tomó del brazo, apretando con fuerza.

—Yo no… —empezó a decir Cameron.

La tentación era demasiado fuerte. Abrazó a la joven y la ayudó a pasar a la parte posterior del vehículo.

—Debo irme —jadeó ella al cabo de un rato, mientras ponía en orden sus ropas.

Cameron quiso detenerla, sin mucha convicción, pero ella le rechazó con cierta brusquedad.

—No, no. Debo irme —insistió.

Cameron comprendió que en aquel instante acababa de disiparse la influencia superficial de la sociedad permisiva, que tal vez ella había asimilado durante sus dos años de estancia en Edimburgo. Ahora volvía a ser una pueblerina de los Highlands, intimidada por los hombres, intimidada por el mundo.

Volvió al portón próximo a Struy. Como sabía que no estaba cerrado con llave, no se molestó en hacer salir a la anciana de su caseta. El viento azotó el portón cuando él lo abrió, empujándolo. Lo soltó, obedeciendo a una idea súbita, y lo dejó a merced del huracán. El portón giró hacia atrás, batiendo con fuerza, y se estrelló violentamente contra el poste. Al comprobar que llegarían a romperse los goznes, Cameron repitió la operación una y otra vez. A la tercera el portón se resquebrajó. Pero, aunque estaba muy deteriorado, aún permanecía fuertemente colgado de sus bisagras. Convencido de que no podía romperlo a mano, subió al Rover, puso el vehículo en primera, avanzó hacia el portón, aceleró el motor y desembragó. El vehículo embistió con fuerza y derritió el portón. Cameron lo dejó tumbado tras él. Así aprenderían a vallar un camino público.

Era casi medianoche cuando llegó a Glen Shiel. La decisión más difícil fue la de no tomar el atajo de Glen Moriston. Resolvió que lo mejor sería utilizar los caminos que más probablemente estuvieran despejadas. Ello significó perder tiempo por Fort Augustus hasta Invergarry. En la cumbre, sobre Cluanie, hubo momentos en que creyó que el viento podría arrastrar fuera del camino incluso al pesado Range-Rover. Tuvo que recorrer la mayor parte del trayecto a poca velocidad.

Cameron se detuvo un instante en la cabaña de Duncan Fraser pura decirle a éste que Tom estaba a salvo en el hospital, y le pidió que transmitiera la noticia a la señora MacLean. Después, temiendo por su propia casa, recorrió los tres kilómetros restantes. Al llegar vio que Madeleine le esperaba.

Apenas tuvo tiempo de cambiarse de ropa y secarse antes de que ella tuviera lista la comida. Comió con avidez. No se había dado cuenta de lo hambriento que estaba. Después se metió en la rama, pero no para dormir. Madeleine se tendió en seguida a su lado, besándolo con una vehemencia que no recordaba en ella.

—Pensé que te habría ocurrido algún accidente —susurró Madeleine.

Cameron la atrajo hacia sí sin ningún remordimiento. Durmió hasta tarde a pesar del calor, que aumentaba de hora en hora. Después del desayuno volvió a ocuparse de la dínamo. Seguía sin haber suministro de corriente eléctrica. El grupo electrógeno les permitiría prescindir de las velas, que Madeleine había utilizado la noche anterior, y aquello le servía de distracción.

Estaba dando los últimos toques a la máquina cuando un Land-Rover se detuvo bruscamente en el camino que pasaba junto a la casa. Cameron se dijo que debía de ser Duncan Fraser en busca de más noticias acerca de Tom MacLean, por lo que se frotó las manas con un trapo y echó a andar en dirección al vehículo.

Como había supuesto, era Duncan, pero le acompañaban dos hombres jóvenes que llevaban botas de goma, pantalones de pana, jerseis y gorras de lana.

—Éste es Hamish Chisholm —dijo Duncan, señalando al más bajo de los dos.

Hamish era fornido, de ojos azules, tez blanca y una barba de grandes dimensiones.

—Y éste, Toddy MacKenzie —concluyó Duncan.

MacKenzie era un hombre corpulento, no mucho más bajo que Cameron, y al igual que éste iba afeitado.

—Hemos venido a verle en representación de los aparceros de la comarca, doctor Cameron —anunció Chisholm. Cameron mostró su mano manchada de aceite.

—No les daré la mano —se disculpó—. Será mejor que entren.

Madeleine les sirvió café.

—Queremos que nos diga lo que debemos hacer —empezó Chisholm.

—Explíquenme bien las cosas —respondió Cameron—. Ustedes tienen una asociación de aparceros…, ya he oído hablar de eso. —Vio que MacKenzie y Chisholm asentían con una inclinación de cabeza—. ¿Cuántas son? ¿Qué importancia tiene la asociación?

—Tenemos afiliados en todo el condado. Pero…

—Eso es lo que deseaba saber. De modo que, si es necesario, podrían realizar un trabajo a gran escala.

—Exactamente, doctor Cameron. Pero ¿qué clase de trabajo? Eso es lo que hemos venido a preguntarle.

—Pongamos las cosas en claro desde el principio. Estamos en una situación de emergencia.

—Sí, es realmente mala en el sur —asintió MacKenzie.

—Parece que se proponen trasladar al Gobierno de Londres —intervino Duncan.

—¿Lo ha oído en las noticias? —preguntó Cameron.

—Sí —afirmó Duncan en tono categórico.

—Pues tendrán que cuidar que toda la población esté debidamente resguardada…

—Ya hemos empezado a ocuparnos de eso, doctor Cameron le interrumpió Chisholm.

—Vamos a anotar las cosas de las que debemos ocuparnos —dijo Cameron.

Cogió una hoja de papel y escribió:

  1. Refugio
  2. Alimentos y combustible
  3. Ganado
  4. Embarcaciones
  5. Armas de fuego
  6. Motores y máquinas
  7. Semillas.

—Menciono las cosas a medida que se me ocurren, no por orden de prioridad —explicó.

—Usted lo describe como si se tratara de un asedio, doctor Cameron —exclamó Chisholm.

—Si ustedes no pensaran igual no habrían venido aquí, ¿verdad?

—Eso también es cierto —confesó MacKenzie, aspirando una bocanada de aire—. No me gusta el día —agregó en gaélico.

—El de mañana le gustará aún menos —comentó Cameron en la misma lengua.

—¡Cómo! ¡Habla el gaélico, doctor!

—Sí, y opino que tal vez tengamos que volver a hablarlo.

—¿Qué quiere decir con eso, doctor? —preguntó Chisholm.

Cameron guardó silencio y caminó hasta el ancho ventanal que daba al lago.

—Va a pasar mucho tiempo antes de que vuelvan a ver a un terrateniente del sur —afirmó.

—¿Es por eso que ha mencionado las armas, doctor? —inquirió MacKenzie.

—Cuando todo esto termine, si todavía vivimos, no nos quedará sino aquello que podamos retener. Háganselo saber a todos los hombres que residen alrededor de este lago. Preveo una gran invasión de gente del sur, una avalancha que se precipitará sobre nosotros por todos los valles, desde Inverness hasta Fort William.

Hubo un largo silencio mientras los aparceros reflexionaban sobre aquella afirmación.

—¿Y los automóviles, señor Cameron? No ha dicho nada acerca de los automóviles y camiones.

Cameron enarcó sus tupidas cejas.

—Quédense con sus preciosos automóviles, si quieren —gruñó—. Pero ¿hasta cuándo creen que podrán usarlos?

—¿Se refiere a la falta de gasolina?

—Desde luego.

—En Kyle habrá una buena reserva de gasolina y petróleo.

—Será mejor guardarla para los casos de emergencia. El transbordador de Strome es más importante. Sin él, nos quedaremos aislados del norte.

—El camino nuevo…

—El camino de Attadale quedará intransitable. Seguramente ya está bloqueado —comentó Cameron, mirando por la ventana.

—Sí, siempre dijimos que estaba en un mal lugar —asintió MacKenzie.

—Pero el municipio no quiso escuchar nuestras objeciones —agregó Duncan.

—Un montón de brutos de Inverness —completó Chisholm, con pasión, mientras su barba danzaba en todas direcciones.

MacKenzie empezó a liar lentamente un cigarrillo.

—¿Le molesta, doctor? —preguntó.

—No, continúe.

—Lo que usted nos dice, doctor —continuó MacKenzie—, es que hemos de defendernos solos, ¿no?

—Lo que les digo es que se preparen.

—Sí, le entiendo. Prepararse para lo peor.

Cameron se abstuvo de explicarle a MacKenzie que él les aconsejaba prepararse para lo mejor. Lo peor escapaba a los alcances de su imaginación.

Acompañó a los tres hombres hasta el Land-Rover. Cuando se fueron, Cameron volvió a su trabajo en el generador. Accionó la manivela y el aparato se puso en marcha. Empezaba a verificar los voltajes cuando oyó gritar a Madeleine.

—¡Basta, por favor! —masculló para sus adentros, y salió del cobertizo para ir a reunirse con su mujer, preguntándose qué diablos ocurriría esa vez.

La encontró en el jardín situado detrás de la casa.

—¡Mira estas rosas! —exclamó Madeleine—. Casi parece una exposición floral.

Cameron comprendió que el calor favorecía el desarrollo de las flores que deberían haber brotado en la primavera. Los azafranes se erguían, saliendo de su letargo invernal. Madeleine empezó a cortar las rosas.

—¿Cuando llegará la hora? —preguntó de pronto.

—¿Qué hora? —inquirió Cameron, tratando de eludir la respuesta.

—La hora de morir. Eso es lo que ha ocurrido en otros lugares. Es solo cuestión de tiempo ¿verdad? Como aquella película sobre la bomba atómica: «La hora final».

—No lo sé.

—Lo sabes, ¡claro que lo sabes! Te lo leo en la cara. No permitirás que tenga una muerte dolorosa, ¿no es cierto? Tengo dos frascos de píldoras somníferas.

Cameron la tomó por los hombros.

—Oye: no estaría arreglando esta vieja máquina si creyera que es tan grave, ¿no te parece? Te propongo que prepares un pequeño almuerzo.

Madeleine volvió a la casa, pensando que todo lo que cabía esperar de su marido era precisamente que arreglase la vieja máquina, aunque la muerte en persona estuviera avanzando por el camino. Hizo cuanto pudo por sacarse la idea de la cabeza, pero las noticias de la mañana seguían dando vueltas en su mente. Pensó en la conveniencia de volver a conectar el transistor, pero desechó la idea. Se sentía acalorada y fue a darse una ducha.

Cameron decidió probar el arranque automático. Apretó un interruptor y el motor cobró vida, rugiendo y despidiendo un chorro de humo negro por el escape. Entonces desconectó el motor y fue a comprobar si la cañería que había montado sobre tejado seguía en su sitio. Empalmó un difusor de agua del jardín con el extremo de la cañería, bajó y abrió el grifo de la cocina. El difusor refrescaría un poco el ambiente, aunque la atmósfera ya era muy húmeda.

Madeleine había salido de la ducha, conque se lavó el polvo y la grasa del motor y se sentó a comer un almuerzo compuesto principalmente por una ensalada. Pensó que por la tarde estudiaría si era posible utilizar la electricidad del grupo para alimentar la nevera.

Aproximadamente a las dos unas nubes espesas crearon una lóbrega penumbra. Cameron fue hasta la orilla del lago. Tenía el presentimiento de que el nivel del agua debía de haber aumentado. Si el calor intenso derretía los casquetes polares, casi todas las casas que rodeaban el lago quedarían inundadas. Ésa su otra causa posible de desastre. Pensó que lo mejor sería estudiar cuánta energía se necesitaba para provocar semejante fenómeno. En aquel momento se extendía sobre el cielo una luminosidad sobrecogedora. Se aproximaba otra tormenta. Cameron deseó no tener que volver a salir aquella noche con el coche. Entró en la casa y, tras una serie de cálculos, no tardó en comprobar que los casquetes polares no se derretirían, o por lo menos no se derretirían lo suficiente como para provocar una acusada elevación del nivel del mar.

Estalló la tormenta. Durante un rato Cameron se sintió incapaz de permanecer sentado. Impaciente, volvió a poner en marcha la dínamo. Funcionaba bien, por lo que volvió a apagarla. Revisó la cañería instalada en el tejado. Empezó a pasearse a oscuras, frente al ventanal. Probó el transistor, pero ya fuera debido a las fuertes descargas eléctricas, o porque la BBC había dejado de transmitir, no consiguió sintonizar ninguna emisora. A continuación se dejó caer en una silla y se limitó a contemplar la tormenta. De pronto divisó una luz difusa sobre la orilla opuesta del lago y comprendió que era un incendio provocado por un rayo.

Durante los tres días siguientes el calor siguió haciéndose cada vez más intenso y el moho empezó a crecer por todas partes. Un malsano olor dulzón invadió la casa. En tales circunstancias, Cameron no se atrevió a encender el generador porque temía que el aislante fuera insuficiente. De modo que vivieron constantemente en la oscuridad o la semioscuridad, esto último durante las pocas horas en que el Sol estaba alto, tras la espesa capa de nubes.

No se podía hacer nada más. Cameron había comprendido que, si bien su dramático pronóstico de que la atmósfera sería barrida, resultaría finalmente correcto, ellas iban a morir mucho antes. La temperatura se había elevado por encima de la corporal y como la humedad era del cien por cien, la muerte por postración térmica no estaba lejana. Para empezar, Cameron lamentó no haber comprado un termómetro corriente. Bajo los efectos del delirio, la idea que atormentaba su mente era que si pudiera medir su temperatura corporal todo se habría resuelto. El pulso le retumbaba en los oídos; sus sentidos estaban embotados y no percibían más que una sorda palpitación biológica. Madeleine se levantó con dificultad para ir a buscar las píldoras somníferas que, en su opinión, lo solucionarían todo. Hizo un desesperado esfuerzo por alcanzarlas, pero después de su débil intento tuvo que desistir.

En aquel momento todo estaba absolutamente oscuro. Ni siquiera a mediodía quedaba un atisbo de luz.

Se encontraban a cincuenta y siete grados de latitud norte, la latitud favorecida por las condiciones invernales y por la circunstancia de quedar casi completamente de espaldas al objeto infernal situado en el centro de la galaxia. En las zonas ecuatoriales y subtropicales las temperaturas se habían elevado muy por encima de los límites tolerables. En los países desarrollados, la gente sobreviviría con la ayuda de las instalaciones de aire acondicionado, en los pocos lugares donde aún funcionaba el suministro de electricidad. Sin embargo, pocas de esas personas habían escapado a la radiación mortífera que ya penetraba en la atmósfera con una intensidad tremendamente superior a la dosis máxima que pueden soportar los seres humanos. Los gobiernos de algunos países habían conseguido refugiarse bajo tierra, y también seguían sobreviviendo gracias al aire acondicionado. Entre todos los pueblos, los esquimales del extremo norte eran los que se encontraban en una posición más favorable. Sin embargo, incluso los esquimales se vieron muy perjudicados por el deshielo prematuro de los ríos y campos de nieve, circunstancia que los aisló de sus rutas tradicionales y casi todas sus fuentes normales de alimentos. El pulso de la vida palpitaba débilmente en la Tierra. Las criaturas más afectadas eran las del aire, y las que menos los animales marinos.

Las horas discurrían poco a poco en medio de las tinieblas. Lentamente, al cabo de varios días, la temperatura disminuyó de grado en grado. A medida que descendía la temperatura, la fiebre que atormentaba el cerebro de Cameron también fue atenuándose. Su mente salió de las sombras a través de las mismas fases que había seguido al entrar: pasó primero por la frenética búsqueda de un termómetro, luego tomó conciencia de su desequilibrio, y súbitamente, como si alguien hubiera accionado un interruptor, regresó al pensamiento coherente. Temió por Madeleine, hasta comprobar que su corazón seguía latiendo. Buscó a tientas los dos frascos de somníferos. Cuando los encontró los arrojó al fondo de la habitación y se dejó caer, exhausto.

Después de un largo intervalo, Cameron volvió a despertar. Ya se encontraba mucho mejor. Fuera llovía torrencialmente y aún reinaba la oscuridad. Sacudió a Madeleine hasta despertarla, siempre con el temor de que hubiera ingerido una dosis excesiva de pastillas.

—¿Dónde estamos? —susurró ella, entreabriendo los ojos.

—En casa.

—¿Estamos muertos?

—No, no estamos muertos.

—¿Por qué está todo tan oscuro?

—No lo sé.

—¿Qué le pasa a la cama? Está mojada…

—Es el sudor y la humedad.

—Tenemos que cambiarlo todo —apremió ella con un hilo de voz.

Cameron recorrió la habitación a tientas, hasta que encontró una linterna; Madeleine la utilizó para buscar las velas, y por fin tuvieron luz.

En la casa todo estaba húmedo, pero por lo menos encontraron sábanas y pijamas limpios, que, aunque mojados, eran mejores que los que tenían. Madeleine intentó preparar algo caliente, pero no había gas. Cameron descubrió que la llama piloto se había apagado, y volvió a encenderla sin dificultades. Temiendo que se hubiera producido un escape, revisó toda la cañería desde la casa hasta el gran cilindro exterior. Comprobó que la lluvia era torrencial. Entonces volvieron a la cama, y bebieron cacao caliente. Al cabo de pocos minutos volvieron a dormirse.

Cuando Cameron se despertó de nuevo la lluvia retumbaba como un redoble continuo. Por alguna razón la temperatura exterior estaba bajando. El aire caliente, cargado con una cantidad inmensa de vapor de agua, se precipitaba en forma de lluvia y enfriaba el aire.

Como la oscuridad seguía siendo total, Cameron sintió la necesidad de saber la hora, pero los tres relojes de la casa estaban parados. Puso en marcha el suyo, poniendo arbitrariamente las manecillas en las doce. Preparó tostadas y una Jarra de té.

La lluvia parecía haber amainado algo, aunque seguía siendo copiosa. Cameron se devanó los sesos preguntándose qué podía hacer a continuación, pero como no encontró ninguna tarea urgente volvió a la cama. Se volvió a dormir. Su reloj marcaba casi las seis. Cuando despertó, la lluvia era mucho menos intensa.

Pasaron horas sin que se disipara la oscuridad.

—¿Por qué está todo tan oscuro? —preguntaba una y otra vez Madeleine.

Cameron se limitó a contestar que lo ignoraba, y era cierto. Para entonces su reloj ya había funcionado casi durante un día completo, y aún no había señales de luz.

Aunque la temperatura bajaba grado a grado, en un momento dado, se produjo un cambio drástico: pasaron del calor al frío. Solucionaron con facilidad el problema encendiendo la calefacción central, que secó gradualmente la humedad de la casa. El olor dulzón fue haciéndose más débil.

Dejó de llover. Tumbados en la cama, oyeron que el arroyo cercano rugía en medio de la oscuridad exterior. Cameron se preguntó por qué no había previsto que el arroyo se desbordara, inundara la casa y tal vez la arrastrase al lago. Pero ya era demasiado tarde para preocuparse por eso. Por fortuna, el agua recorría una pendiente muy pronunciada. Sin duda debió acelerar su caída para compensar el aumento de caudal…, y aquélla era la razón por la cual rugía de forma tan estruendosa.

La temperatura siguió bajando. Cameron se puso sus ropas de montaña y salió a comprobar la provisión de gas. Sabía que el contenedor que alimentaba la casa ya debía estar casi vacío. Decidió conectar uno de los que había hecho traer recientemente de Inverness. Concluida esta tarea, miró al ennegrecido cielo. Le sorprendió no ver estrellas, porque ya no era posible que la atmósfera contuviese mucha humedad. Una vez más lamentó no haber tenido la precaución de comprar un termómetro.

La temperatura siguió bajando. Al principio resultaba muy agradable poder pasearse en pijama por la casa dotada de calefacción central. Más tarde se acostumbraron a permanecer abrigados las veinticuatro horas del día.

Cameron estaba tumbado en la cama, intrigado por la larga y continua oscuridad, cuando oyó unos golpes furiosos. Había llegado a pensar que él y Madeleine eran los dos únicos sobrevivientes de toda la Tierra, por lo que, cuando continuaron los golpes, empuñó la linterna casi aterrado. Al abrir la puerta vio que se trataba de Duncan Fraser.

—Hace frío, doctor —susurró éste.

—Pase.

Fraser cruzó el umbral, trastabillando, y Cameron cerró la puerta.

—¿Qué sucede? —preguntó.

—El frío, doctor Cameron. Hace demasiado para los ancianos.

Cameron comprendió que en las viejas casas de piedra debía reinar un frío pavoroso.

—¿Puede traerlos aquí?

—A eso venía… ¿Seguro que no le molesta?

—¿Pueden caminar?

—No todos.

—¿Funciona el Land-Rover?

—No consigo ponerlo en marcha. El aceite espeso.

—Traiga a cuantos estén en condiciones de caminar, Duncan. Veré si consigo poner en marcha mi vehículo.

—¿Dónde les pondremos? —preguntó Madeleine, apenas se hubo ido Duncan.

—Los que estén enfermos en las camas; para los demás tenemos el suelo —gruñó Cameron.

—Y, ¿qué van a comer?

—Es una suerte que hayamos almacenado una buena reserva, ¿verdad?

Cameron sacó agua caliente de la casa y la derramó sobre el motor del coche. Repitió la operación tres veces, hasta ver que se le estaba congelando sobre las manos, por lo que entró en la casa y esperó. Como Duncan tardaba mucho, Cameron volvió al Range-Rover. El agua caliente había ayudado a reducir la viscosidad del aceite frío del motor y pudo ponerlo en marcha al cabo de varias tentativas. Transcurridas algunas horas, Duncan apareció acompañado de una docena de personas. Todas cruzaron a tropezones el umbral, buscando el calor de la casa. Madeleine había preparado té caliente para todos. A continuación Duncan y Cameron subieron al coche.

—El camino está en malas condiciones, Hay hielo por todas partes, doctor.

El viaje fue tan lento, como penoso, además casi estéril. Duncan sabía cuáles eran las casas donde necesitaban ayuda. Pero excepto en la última parada, el auxilio llegó demasiado tarde. Los más ancianos no habían podido soportar el calor abrasador o el frío despiadado. En la última casa, Cameron se sorprendió al oír el llanto de una criatura.

—El hijo de Kathy MacIver nació durante la lluvia —explicó Duncan.

—¿Sin médico? —preguntó Cameron.

—Había una enfermera, la señora MacDonald.

—¿Dónde está la señora MacDonald?

—Estaba en una de las casas que acabamos de visitar. Arroparon al bebé con todo lo que pudieron encontrar y Duncan lo transportó hasta el vehículo. Cameron le siguió con Kathy MacIver. Esta última iba arrebujada en el chaquetón que le había prestado el científico.

El viaje de regreso por el hielo no fue más fácil que la ida. Continuamente corrían peligro de patinar. Cameron y Fraser estaban en condiciones de seguir a pie, y probablemente Kathy MacIver también, pero el bebé no habría sobrevivido sin el refugio que les daba el vehículo.

Duncan le pidió que se detuviera. Cameron pensó que podía haber un obstáculo delante, frenó demasiado rápidamente y apenas pudo controlar la dirección.

—Han quedado algunas cosas en la casa —dijo Duncan. Cameron se apeó, furioso; anduvo hasta la puerta de la casa y a la luz del vehículo vio varias lámparas de queroseno y una lata de cincuenta litros. Depositó las lámparas en la plataforma del coche y después llamó a Duncan.

—Será mejor que me ayude con el queroseno.

Fraser se apeó por la puerta del conductor, y tiritó al caminar para reunirse con Cameron frente a la casa. Transportaron juntos la pesada lata hasta el vehículo. Cameron aún estaba enojado cuando partieron nuevamente. Pero valía más aquel estado de ánimo que su aprensión anterior, y de todos modos la última parte del viaje fue menos difícil.

Cuando llegaron a su casa, acompañó a Kathy MacIver y al bebé hasta el interior, recuperó el chaquetón y salió otra vez para ayudar a Duncan a transportar el queroseno. De hecho, tenía que agradecerle a Duncan el poder disponer de luz, aunque habría sido mejor transportar primero a la criatura y luego ir por las lámparas en un segundo viaje. Cameron sabía que ahora era necesario tomar con acierto incluso las decisiones de menor envergadura. Hasta aquel momento, los pequeños errores se pagaban con pequeñas incomodidades. En el futuro, si había tal futuro, los pequeños errores podrían resultar catastróficos. Por ese motivo pidió a Duncan que le ayudara a cargar el queroseno. Cameron no quería arriesgarse a sufrir una lesión porque, por insignificante que ésta fuera, podía significar la muerte en aquellas circunstancias.

Cuando descubrió que no se había hecho nada para ayudar a aquella gente, sobre todo a los ancianos, que sufrían más crudamente los efectos del frío, ordenó que se dieran un baño caliente en lugar de acurrucarse sobre una silla o sobre el suelo. Luego dejó que Madeleine se encargara de buscar medios para secarlas —toallas, cortinas, poco importaba— y se encerró con una de las lámparas en un pequeño estudio. Su trabajo consistía en prevenir la próxima dificultad. Si la temperatura continuaba bajando, tarde o temprano el gas líquido se congelaría y se quedarían sin calefacción.

Cameron buscó en un libro de química la temperatura de congelación del butano. Descubrió que era muy baja; por tanto, el verdadero problema estaría en el deficiente aislamiento térmico de la casa, y no en la provisión de gas. Puesto que no era posible volver a construir la casa, no tenía arreglo. Siguió preguntándose cuál era el origen de aquella oscuridad que parecía eterna. Era como si la Tierra hubiera sido disparada lejos del Sol. Además, ¿por qué no eran visibles todavía las estrellas?

Una tenue luminosidad se extendió poco a poco por el cielo oriental, la luminosidad de una mañana de fines de noviembre. Habían transcurrido cinco días desde que los habitantes de Letterfearn se refugiaron en la casa de Cameron, período durante el cual él expresó a menudo —aunque para sus adentros— la esperanza de no tener que volver a oír jamás de cerca los chillidos de un bebé.

Hacía poco que la claridad había llegado a Glen Shiel cuando Cameron salió al encuentro del aire apacible. Anduvo hasta la orilla del lago, haciendo crujir con sus botas la nieve helada. El espectáculo que contemplo al mirar hacia lo alto del valle era portentoso hasta extremos hasta extremos inconcebibles. Aquello parecía una nueva glaciación. La cordillera La cordillera Five Sisters estaba cubierta de un manto blanco desde la cima hasta la base. También lo estaban el Beinn Fhada y las montañas situadas al norte de Morvich. Sobre el propio lago se había formado una gruesa capa de hielo. Era un mundo desolado, blanco como una mortaja. A Cameron le resultó difícil convencerse de que aquella tierra pudiera resucitar algún día.