Cameron descubrió que no le quedaba otra solución que tomar un avión que salía de Sydney a las siete de la tarde, con escalas en Darwin, Singapur, Bangkok, Nueva Delhi, Teherán, Estambul, Atenas y Londres. No había nada más rápido que aquel horrible saltamontes. Con el fin de reunir las fuerzas necesarias para semejante viaje, decidió no partir hasta el día siguiente. Por lo menos de esta forma podría descansar un poco. Las últimas horas que pasó en el observatorio las dedicó a dormir y a leer. Hizo anotaciones y cálculos en un cuaderno negro de tapas duras que siempre llevaba consigo, y envió dos telegramas a Madeleine: uno a Escocia y otro a Ginebra. El que estaba dirigido a Escocia le decía que se quedara allí. El que estaba dirigido a Ginebra le decía que viajara urgentemente a Escocia.
Cuando partió al día siguiente, el objeto situado en el centro galáctico había aumentado su brillo hasta una magnitud visual de aproximadamente -11 y estaba intensamente azul. Traducido en energía, esto significaba que emitía unos 1046 ergios por segundo en forma de luz visible, lo que habría sido razonable si la galaxia perteneciera en aquel momento al tipo Seyfert extremo, aproximándose a la condición de un quasar auténtico. Dicho en otras palabras, el brillo visual del objeto era más o menos un quinto del de la luna llena. Brillaba y centelleaba incluso en pleno día.
El viaje de Cameron duró bastante más de veinticuatro horas. Su avión se pasó en el aeródromo de Heathrow poco antes de las doce del segundo día.
—Has llegado a tiempo —comentó Mallinson frente al control de la aduana—. Nos esperan a las dos y cuarto.
La reunión se celebró en el Departamento de Medio Ambiente. El ministro en persona ocupaba la presidencia. Aparentemen te, Mallinson iba a desempeñar la función de secretario. El ministro empezó por dar la bienvenida a todos las presentes y recorrió el perímetro de la mesa presentando a los asistentes, cuyos nombres no tardó en olvidar Cameron. Pero notó que en la comisión parecía haber pocos representantes de la ciencia física. Realmente, los participantes provenían de campos muy diversas —agricultura, medio ambiente, medicina, sociología— y sólo un químico y el propio Cameron ejercían la representación de las exactas. Se sintió bastante seguro de que podría recordar el nombre del químico. Lo cierto era que se sentía mal, rematadamente mal.
La comisión dedicó la primera media hora a discutir sus puntos de referencia. Después, sus integrantes abordaron el primer tema de la agenda: las posibles efectos ambientales del reciente fenómeno celeste. La noticia se había propagado, el objeto en cuestión no era una supernova, sino un quasar. El ministro les anunció que obraba en su poder, un informe del Observatorio Real de Greenwich, según el cual el brillo del objeto había seguido aumentando y en aquel momento equivalía al de la luna llena. Cameron se preguntó cómo podían saberlo, y entonces se dio cuenta de que el objeto sería levemente visible sobre el horizonte sur incluso para los observatorios situados en Gran Bretaña. Si la latitud era de 51° norte y el centro galáctico estaba en los 29° sur, el objeto transitaría a diez grados por encima del horizonte. No estaría «arriba» durante mucho tiempo, pero al ser tan brillante como la luna llena no sería difícil practicar una medición rápida.
Entonces abordaron el que parecía ser el punto crítico de la reunión: el grave efecto fisiológico que sufrirían quienes miraran aquel brillante punto de luz. El hombre de la calle sería muy propenso a observarlo directamente, y era probable que eso le lesionase la retina. Aunque el objeto fuera apenas tan brillante como la Luna, la luminosidad de ésta no se hallaba concentrada en un punto. Ahí residía la clave del problema. También era cierto que el objeto sólo resultaba fugazmente visible a última hora de la tarde, pero no podían fiarse de tal circunstancia. La comisión empezó a discutir la mejor forma de difundir avisos al público, y se resolvió que había que tomar medidas urgentemente. Se acordó aconsejar al público que no mirara el objeto celeste, excepto a través de un fragmento de película velada. También se decidió solicitar a los fabricantes película comercial que pusieran sus existencias a disposición del Gobierno.
Cameron hizo anotaciones en su cuaderno durante toda esta discusión, de la que casi no hizo caso. Luego su interés volvió a encauzarse hacia la reunión cuando el presidente le preguntó:
—¿Tiene algún comentario que hacer, doctor Cameron? Aún no ha emitido su opinión.
Incluso antes de abrir la boca, Cameron se dio cuenta de que su circunspección, la circunspección de acero que había logrado mantener en presencia de los ingleses durante tantos años, estaba a punto de naufragar. ¿Por qué eran tan petulantes? ¿Por qué derrochaban tanto tiempo y tantos esfuerzos en formulismos?
—Me gustaría preguntarle al señor médico que está sentado dos lugares a mi derecha si puede tener la amabilidad de decirme cuál es el diámetro de la pupila del ojo humano —dijo para empezar.
La pregunta pareció coger a todos por sorpresa. El señor médico aludido se esmeró por responder.
—Bien, eso depende mucho de la intensidad de la luz. Con paca intensidad puede ser casi de un centímetro. A plena luz del sol se reduce a uno o dos milímetros.
—Me lo figuraba. Naturalmente, nunca puede ser de quince centímetros. Ése era el sentido de mi pregunta.
—No sigo su razonamiento, doctor Cameron —dijo el ministro, fríamente.
—La longitud de onda de la luz es de unos cinco mil angstrom —explicó Cameron—. Si calculo que la pupila del ojo tiene un diámetro de hasta un centímetro, caben veinte mil longitudes de onda a lo ancho. Con ese número, el ojo es incapaz de transportar un punto luminoso lejano a un foco sobre la retina dentro de una dimensión de menos de diez segundos de arco. Eso significa que el ojo es físicamente incapaz de distinguir entre un punto luminoso concreto y un disco luminoso de unos diez segundos de radio. Dicho disco tendría un ángulo sólido menor que el disco del Sol por un factor de aproximadamente diez mil. Sin embargo, como el Sol es más brillante que la Luna llena por un factor de aproximadamente un millón, resulta que la iluminación de la retina por el quasar será menor, por un factor cien, que el efecto de la plena luz del sol. En consecuencia, el efecto del quasar no será tan perjudicial como ha venido diciendo esta comisión. Creo que las deliberaciones en que hemos invertido esta última hora han sido erradas e inútiles, porque esta comisión no entiende la diferencia que hay entre óptica física y óptica geométrica.
—¡Haberlo dicho antes! —replicó el ministro, en tono aún más frío.
Cameron se levantó de su silla.
—No soy un maestro de física elemental —gruñó—. Y si lo fuera, reservaría mis enseñanzas para alumnos dotados de una razonable humildad. No las desperdiciaría con hombres que se arrogan autoridad para asesorar y mandar a los demás, pero que en realidad saben muy poco o nada.
Hubo un murmullo general alrededor de la mesa.
—¡Silencio! —rugió Cameron, irguiéndose con energía—. He pasado una hora y media escuchando sus monsergas. Ahora ustedes me escucharán durante cinco minutos. Se ha producido una explosión en el núcleo de nuestra galaxia. En muchas otras galaxias se han observado explosiones análogas. Si ésta se parece a una de las de menor envergadura, los efectos ambientales sobre la Tierra serán relativamente reducidos. Pero si resulta ser una de las mayores, toda nuestra atmósfera será arrancada de la superficie de la Tierra como si fuese un papel de seda. En no demasiado tiempo, caballeros, todos estaremos muertos, nosotros y él resto de los seres vivientes.
Pronunciado su pequeño discurso, Cameron recogió su cuaderno de apuntes y su maletín, y abandonó el recinto. Poco después salía a la calle.
Tomó un taxi hasta la Royal Society. Una vez allí, subió al tercer piso y llamó a la puerta de la vivienda del ama de llaves. Tuvo suerte, porque ella pudo ofrecerle una habitación. No era una de las mejores, pero Cameron no se preocupó demasiado, puesto que tenía el propósito de tomar el tren nocturno rumbo a Escocia. Una vez instalado, lo primero que hizo fue telefonear a Madeleine y descubrió, complacido, que ya estaba en Kintail. Le dijo que llegaría al día siguiente a Kyle of Lochalsh, en el tren de las doce. Se desnudó, se duchó para eliminar de su sistema nervioso una parte del cansancio y se dejó caer en la cama…, tal como había hecho antes de salir de Australia.
Un golpecito suave en la puerta le despertó. Cameron consultó el reloj y vio que eran apenas las seis y media.
—Sí, ¿qué sucede? —preguntó, malhumorado.
La voz del ama de llaves respondió diciendo que un señor quería verle. Cameron profirió una maldición, lamentando no haber ido a un hotel donde no pudieran localizarlo, se echó una bata sobre los hombros y abrió la puerta de un tirón violento. Era Mallinson.
—¿Puedo pasar?
—Espero que sea algo urgente e importante, Henry.
—El primer ministro desea verte.
—¿Otra reunión?
—Te ha invitado a cenar. Tengo entendido que estarán presentes el físico Sir Arthur Mansfield, y Guy Renfrew, que es profesor de radioastronomía en la Universidad de Bristol.
—¿Ésa es toda la dotación? —preguntó burlonamente Cameron, mientras empezaba a afeitarse.
—Lo lamento, pero tu arrebato de esta tarde ha sido una incorrección imperdonable.
—¡Ah, el pobre hombrecillo! —dijo Cameron en gaélico, hablando consigo mismo frente al espejo.
—¿Qué has dicho?
—Que será mejor que dejes de hacerte el tonto, Henry. Es probable que dentro de un par de semanas estés muerto.
—Entonces es aún más necesario que siga comportándome como siempre.
Cameron terminó de afeitarse y empezó a vestirse.
—Tu punto de vista tiene algún fundamento —confesó—. Pero lleva implícita la suposición de que siempre has hecho lo que querías.
—¿Acaso tú no?
—En parte sí, pero sólo en parte. He hecho lo que me dejaban hacer.
—Eso vale para todos.
Cameron se ajustó la corbata y empezó a meter los pijamas y los artículos de aseo en una de las maletas. Cogió una camisa y también la metió allí, haciendo presión. Después siguió a Mallinson escaleras abajo. Tenían pocas probabilidades de conseguir un taxi a aquella hora de la tarde, por lo que Cameron dejó sus maletas al portero y se dispuso a recorrer a pie el kilómetro y medio que les separaba de la residencia del primer ministro en Downing Street. Mallinson consiguió que les franquearan la entrada del número diez. Cuando uno de los conserjes se hizo cargo de Cameron, Mallinson le tendió la mano.
—Bien, viejo amigo, posiblemente ésta sea la despedida definitiva.
Cameron apretó con fuerza la mano tendida, pero aflojó la presión cuando vio que Mallinson esbozaba un gesto de dolor.
—Creí que te quedarías, Henry.
—Esta noche no.
—Entonces, quizás éste sea realmente un adiós definitivo. Me iré en tren esta noche.
—Comprendo. ¿Hasta qué punto puedes estar seguro de lo que va a ocurrir?
—No puedo estar seguro. Creo que es más peligroso de lo que dije hoy, aunque quizá todo se reduzca al peligro de quemaduras graves por radiaciones. Trata de permanecer el mayor tiempo posible en lugares cerrados. Recuerda que el peligro es totalmente invisible.
Mallinson se fue, y Cameron permaneció un rato inmóvil, meneando la cabeza. Su época de estudiante había quedado muy atrás. En cambio, faltaba muy poco para el holocausto futuro. El conserje le pasó a un secretario, y éste le condujo escaleras arriba, hasta un despacho donde el primer ministro ya estaba conversando con sir Arthur Mansfield.
—¡Ah, Cameron! —dijo el primer ministro, adelantándose. Después de intercambiar un apretón de manos, preguntó—:
—¿Quiere beber algo?
—Whisky, por favor.
—¿Con agua o con hielo?
—Solo.
—Un oriundo de los Highlands desde el principio al fin, ¿eh?
—Algo parecido.
Cameron estrechó la mano de Mansfield.
—Me han dicho que esta tarde ha dado su opinión con bastante franqueza, Cameron —dijo éste, un hombrecillo canoso. Cameron se había encontrado ya varias veces con Mansfield, y como siempre tuvo que hacer un esfuerzo para no reír.
—Estaba cansado después del viaje —dijo, a modo de explicación.
—En realidad, es mejor que haya procedido así —recalcó el primer ministro—. De lo contrario, no me habrían comunicado tan pronto el aspecto dramático del problema. A menudo es útil reaccionar con vehemencia cuando uno sostiene ideas vehementes, aunque debo confesar que yo pocas veces tengo valor para comportarme así.
Hicieron pasar a Guy Renfrew, el profesor de Bristol. Éste portaba un delgado maletín, al que parecía dispuesto a aferrarse como si en ello le fuera la vida. Era de estatura mediana, bastante grueso, y más joven que lo que Cameron había supuesto. Sus gafas con armazón de acero armonizaban con la tonalidad grisácea de su cabello. Le pidió al primer ministro un jerez, que a juicio de Cameron era uno de los mejores brebajes para enjuagarse la boca.
—He pensado que sería mejor cenar bastante temprano, digamos a las siete. Después podremos hablar —explicó el primer ministro.
Durante la cena, Cameron hizo un esfuerzo por seguir la charla intrascendente, pero sólo volvió a controlar sus ideas cuando sirvieron el café y el oporto. Fue este último el que le hizo dar un súbito respingo, porque Cameron catalogaba dicho brebaje entre las siete abominaciones del mundo. Se sobresaltó cuando el primer ministro le pasó la botella y la empujó rápidamente en dirección a Mansfield, quien, a juzgar por sus gestos ávidos, era un fanático de esa bebida.
—¿Desea tomar otra cosa? —preguntó el perspicaz primer ministro.
—Sinceramente no, señor. Mi metabolismo está desquiciado. El comentario acerca de los oriundos de los Highlands había molestado a Cameron. No quería exagerar con el whisky.
—Entonces, sugiero que demos comienzo a nuestra discusión. Esta tarde, doctor Cameron, ha tenido lugar una reunión durante la cual usted formuló determinados asertos. Me pareció conveniente participar sus opiniones a los señores Renfrew y Mansfield.
—¿Me permite ir a buscar mi maletín, señor? —preguntó Renfrew.
—Sí, por supuesto.
Renfrew regresó en seguida a la mesa, llevando de nuevo su maletín. Los demás esperaron que lo abriera. Sacó del interior varias hojas llenas de fórmulas y operaciones y una fotografía astronómica que le ofreció al primer ministro.
—Esto es una galaxia que ha explotado. Como verán, las corrientes de materia han sido despedidas hacia el exterior, siguiendo las direcciones polares —dijo.
—Extraordinario —murmuró el primer ministro—. ¿De modo que esto es lo que le ha sucedido a nuestra galaxia?
—En mi opinión, sí.
—¿Está de acuerdo, Cameron?
—No.
—¿Por qué no?
—Tal vez me resultará más fácil explicarlo después de que el profesor Renfrew haya expuesto su teoría —respondió Cameron.
—Bien —empezó Renfrew—, lo que me llamó la atención fue, naturalmente, la afirmación del doctor Cameron en el sentido de que las partículas del centro saldrían proyectadas hacia fuera, en dirección al sistema solar, y luego azotarían la atmósfera de la Tierra.
—¿Y bien? —intervino el primer ministro.
—Si esto sucediera en el vacío, todo ocurriría tal como lo ha pronosticado el doctor Cameron. Pero hay gas, gas interestelar, a lo largo del plano de la galaxia. El gas servirá de escudo eficaz.
—¿Qué dice usted de esto, Cameron?
—¿Cuánto gas? ¿Cuánto, por sección unitaria? Un centigramo para una columna con una sección transversal de un centímetro cuadrado.
Mansfield y el primer ministro se volvieron hacia Renfrew. Cameron intuyó que Mansfield se limitaría a seguir el desarrollo de la polémica entre él y Renfrew. No le importaría demasiado por la argumentación en sí.
—No voy a discrepar de esa cifra —confesó Renfrew.
—Las partículas con mucha energía atraviesan fácilmente un centigramo de hidrógeno —afirmó Cameron, sonriendo.
—¡Ah, sí! —continuó Renfrew, alzando la voz—. Pero olvida el campo magnético.
—Quizá debería explicarles al primer ministro y a Sir Arthur Mansfield por qué cree que el campo magnético modifica los datos del problema.
—Las partículas que tienden a alejarse del centro son retenidas por el gas por acción del campo magnético. Por tanto, el flujo centrípeto de partículas se ve obligado a arrastrar el gas consigo. Lo cual frena el flujo, produciendo un efecto amortiguador. Fíjense, es exactamente lo que ocurrió en este caso. —Renfrew levantó la fotografía—. El flujo centrípeto ha sido contenido aquí, en el plano de la galaxia, por lo que se expandió necesariamente hacia las direcciones polares, produciendo todas estas proyecciones.
El primer ministro miró fijamente a Cameron.
—¿Está de acuerdo, Cameron?
—El caso de esta galaxia no se parece al que se registra nuestra.
—¿Por qué no? —preguntó Renfrew.
—El problema es complicado —empezó a decir Cameron, tranquilamente—, pero haré lo posible por explicarlo, y sírvanse acordar que durante toda mi vida me he ocupado, precisamente, de la contención y el control de partículas de este tipo mediante campos magnéticos. El argumento del profesor Renfrew implica una hipótesis crítica: que la corriente que fluye a través del gas ambiental, la corriente responsable del campo magnético, tiene un valor dado e invariable.
—Disculpe… —le interrumpió Renfrew.
—Excepto en la medida en que el gas es empujado por el flujo de partículas de alta velocidad —continuó Cameron, haciendo caso omiso a la interrupción—. Esta hipótesis sería correcta si la inductancia magnética del sistema total fuera grande en comparación con la energía de las partículas. Pero cuando la inductancia resulta ser pequeña, las corrientes pasan a ser controladas por las partículas, que en la realidad aniquilan las corrientes iniciales.
—¿Qué sucede entonces? —preguntó el primer ministro.
—Las partículas de alta velocidad pasan a través del gas como si no existiera un campo magnético.
—Entonces volvemos a usted, profesor Renfrew —dijo el primer ministro.
—No veo cómo es posible aniquilar las corrientes…
—Los detalles exactos de lo que ocurre son complicados, como ya he dicho. Una manera sencilla de plantearlo sería la siguiente —dijo Cameron—. Supongamos que el flujo contiene una fuente poderosa de fuerza electromotriz. Ésta anula los campos eléctricos que impulsan a las corrientes originarias. Luego, según la ley de Ohm, la intensidad pasa a cero.
Cameron miró a su alrededor, se recostó contra el respaldo de su silla, y reanudó la exposición:
—El controlar estas partículas con un campo magnético de poca energía ligado a un gas difuso es tan imposible como tratar de controlar la explosión de una granada con un saco de papel. —Rió eufóricamente, volviéndose hacia el primer ministro—. Creo que ahora tomaré ese trago que me ofreció, señor.
El primer ministro hizo una seña. AL instante, un camarero depositó un vaso de whisky puro y una botella de agua a la derecha de Cameron. Éste prescindió del agua, levantó el vaso de whisky y apuró su contenido de un solo trago. Disfrutó al ver la expresión de espanto que apareció en el rostro de Mansfield, y observó al físico con mal disimulado desprecio mientras éste sorbía el oporto.
El primer ministro reaccionó con valentía, aunque ya se daba cuenta de que se encontraba ante una situación muy difícil.
—Pero ¿qué opina de esto? —preguntó, levantando la foto que había traído Renfrew.
—En este caso, la inductancia es del mismo orden de magnitud que la energía relativista. O sea, que se dan casualmente las condiciones implícitas en la argumentación del profesor Renfrew —explicó Cameron marcando las palabras—. Pero cualquiera que se tome el trabajo de estudiar los datos, como seguramente habrá hecho el profesor Renfrew, se dará cuenta de que se trata de un fenómeno de poca importancia. En la escala de las explosiones, ésa fue bastante pequeña.
—A mí no me parece tan pequeña —replicó el primer ministro.
—Lo cual no hace más que subrayar la portentosa magnitud y gravedad del problema a que se enfrenta nuestra galaxia.
El alcohol afectaba a Cameron de una sola manera: le inducía a utilizar un vocabulario más pomposo.
—Sigo sin entender cómo sabe usted que el caso de nuestra galaxia es distinto al que nos muestra esa fotografía —insistió Renfrew.
—En la reunión de hoy dije que si la explosión de nuestra galaxia ha sido de gran envergadura, los efectos serán catastróficos.
Cameron se volvió y sus ojos se encontraron con los del camarero. Señaló su vaso. Pocos segundos después habían vuelto a escanciarle una ración de whisky. Como sabía que todos esperaban a ver cómo lo vaciaba de un trago, no tocó el vaso.
—Además —agregó—, el grupo de estudio de rayos cósmicos de la Universidad de Sydney ya ha descubierto que las partículas están empezando a llegar a la Tierra. Esto demuestra que la explosión ha sido de gran envergadura.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó el primer ministro, con ansiedad.
—Muy sencillo, señor. Telefoneé a la Universidad de Sydney el último día que estuve en Australia. Dos jóvenes miembros del grupo de estudio fueron a reunirse conmigo en el aeropuerto. Pasé un par de horas con ellos.
—¿Eran conscientes de la importancia de lo que estaban descubriendo?
—En el sentido ambiental, ni por asomo.
—¿Usted se lo dijo?
—No.
—¡Gracias a Dios!
—¿Por qué?
—Porque al menos de momento no tendremos una situación de pánico colectivo.
«Es increíble —pensó Cameron—. Van a estar muertos dentro de diez días, y sólo piensan en las costumbres y prejuicios de siempre. Nada de pánico en las calles, nada de multitudes ante las puertas». Levantó el vaso y contempló el whisky al contraluz. Todos le miraban, esperando que bebiera. De modo que volvió a depositarlo sobre la mesa, con un ligero golpe, y dijo:
—¿No tenemos una estación de rayos cósmicos en este país? ¿En Havarah Park, según creo recordar? ¿Qué están observando los muchachos de Havarah Park?
El primer ministro miró a Mansfield con expresión interrogante. Cameron comprobó, satisfecho, que Mansfield nunca había oído hablar de Havarah Park.
—¿Puedo utilizar el teléfono, señor? —preguntó Cameron, poniéndose en pie.
—¡Ah, no! Yo me ocuparé de averiguarlo —exclamó Mansfield.
Salió como una bala del salón. Cameron observó que aquéllas eran las primeras palabras que aquel hombre había pronunciado.
Apenas se hubo ido Mansfield, Cameron tomó la botella de oporto, llenó el vaso de Mansfield, y luego se la pasó al primer ministro.
—Una buena bebida si tiene una cabeza resistente, señor. Pero mala para los riñones.
Cameron se dio cuenta de que esa simple maniobra había bastado para silenciar el comentario que se disponía a hacer Renfrew.
—¿Cómo marchan últimamente las cosas por Bristol, profesor Renfrew? —prosiguió Cameron, cada vez más satisfecho—. Usted ha estudiado en Oxford, ¿no es cierto, señor? —preguntó luego, dirigiéndose al primer ministro.
AL ver que le quitaban así la iniciativa, el primer ministro respondió:
—Supongo que ya no piensa en el proyecto de Ginebra.
—Ya he cruzado ese puente, señor. Sucede lo mismo que con la vida.
—¿A qué se refiere?
—A la necesidad de acostumbrarse a la idea de que llegará inexorablemente el día en que uno dejará de existir. Es extraño, pero muy pocas personas cruzan ese puente. Claro que ahora estarán muertas antes de que se den cuenta de lo que pasa.
—No entiendo cómo puede estar tan seguro de eso —exclamó Renfrew, con vehemencia.
—Es precisamente su problema, ¿verdad, profesor Renfrew? Usted no quiere cruzar ese puente, y seguirá negando la verdad hasta el último aliento de su existencia.
—Ésta no es una observación cortés, Cameron —le amonestó el primer ministro.
—Cuando faltan apenas diez días para morir, señor, la cortesía se convierte en una noción desprovista de significado. Mansfield regresó al salón.
—¿Y bien? —preguntó Cameron.
—Estaban cambiando el sistema —empezó a decir. Cuando oyó la interjección nada disimulada de Cameron, se apresuró a agregar—: Pero desde que se produjo la explosión han vuelto a salir al aire.
—¿Con qué resultados?
—De un momento a otro tendré noticias definitivas. Cameron acarició la idea de beber el whisky de un trago para rematar aquel instante crítico, pero decidió que sin duda más tarde se presentaría una oportunidad mejor.
—Tendrá tiempo de beber otro vaso de oporto —comentó.
—¿Cuánto cree que tardarán en llegar esas noticias? —preguntó el primer ministro.
—Llegarán de un momento a otro —contestó Mansfield, mirando vagamente a su alrededor.
Renfrew empezó a carraspear y Cameron comprendió que se avecinaba otra ofensiva.
—Aunque lo que el doctor Cameron ha dicho hasta ahora sea correcto —empezó a argumentar Renfrew—, queda pendiente otra pregunta.
—¿De qué se trata?
—Usted no puede afirmar con seguridad que las partículas se desplazan a la velocidad de la luz. De modo que tampoco pueden llegar aquí tan rápidamente como la luz.
—Omitiendo las situaciones de Cerenkov, estoy de acuerdo. —A una distancia tan grande, la diferencia de velocidad de las partículas hará que lleguen en momentos distintos.
—En efecto.
—Y si las partículas que bombardean la Tierra se diseminan a lo largo de un espectro cronológico considerable, no podrán causar grandes daños. Sólo si llegaran a la Tierra simultáneamente…
—Creo que ése es un buen argumento —exclamó Mansfield. Cameron clavó la vista en el suelo durante largo rato, hasta estar seguro de que contaba con la atención de sus interlocutores.
—Si la energía, que llamaré E, de una partícula, se mide en términos de su masa en reposo, y si E es bastante grande, la velocidad de la partícula sólo difiere de la velocidad de la luz en una fracción dada por el inverso del doble de E al cuadrado. Esto significa que el tiempo de viaje difiere en una fracción de este orden. El viaje de la luz de la explosión que nos ocupa es de aproximadamente treinta mil años. De modo que las partículas se rezagarán un año respecto de la luz cuando E sea aproximadamente cien, se rezagarán diez días cuando E sea aproximadamente setecientos, y se rezagarán apenas un día cuando E sea aproximadamente dos mil. —Se volvió hacia Renfrew—. ¿Desea verificar esto antes de continuar?
Renfrew sacó una estilográfica y trabajó un rato sobre las hojas de papel que había sacado de su maletín.
—¿Cuánta energía corresponde a la magnitud E?
—Más de la que cualquiera podría suponer —continuó Cameron—. El espectro de energía diferencial de una distribución típica de partículas se aproxima al inverso de E a la dos coma cinco. Esto significa que la fracción de la energía total que excede de cualquier E particular se aproxima a su inverso a la cero coma cinco. Si asignamos a E un valor de mil, estaría en juego aproximadamente una trigésima parte de la energía total.
—En resumen… —preguntó Mansfield.
—Pues que el tres por ciento del flujo total llegará a la Tierra en los próximos diez días.
La frente del primer ministro estaba surcada por una profunda arruga de preocupación cuando inquirió:
—¿Eso es suficiente para causar daños?
—Sí, basta para causar daños graves, para producir serios riesgos de lesiones por radiación. Pero ignoro hasta qué extremo llegará el efecto final… Aún no cuento con una buena estimación de la energía total irradiada por la explosión.
—¿Cuáles son las posibilidades?
—Para que se produzca un desplazamiento de toda la atmósfera terrestre hacia arriba, se necesitaría un flujo de aproximadamente un billón de ergios por centímetro cuadrado. Suponiendo una emisión isótropa de la explosión, Y recordando la distancia a que estamos situados de ella, el total en el centro de la galaxia tendría que ser de aproximadamente un tres por diez a la cincuenta y nueve ergios.
—¿Es posible esa cantidad de energía? —preguntó el primer ministro.
—Según los documentos que consulté en Australia, las explosiones más potentes de las galaxias superan esa cifra. Cameron creyó que Renfrew intentaría rebatir este último aserto, pero el científico ya parecía sumido en desesperación.
—¿Cómo podremos averiguarlo? —dijo el primer ministro.
—Practicando observaciones que, por su naturaleza, es posible realizar en Havarah Park —respondió Cameron.
En aquel momento apareció un asistente con un sobre para Mansfield. Éste desgarró el borde, extrajo una hoja de papel, leyó el mensaje y luego exclamó:
—¡Viene de Havarah Park! Es del profesor Albright. Dice que todos los instrumentos funcionan ya, y obtienen buenos resultados resultados.
—¡Buenos resultados! —bramó el primer ministro— ¿qué diablos significa eso?
—Es obvio que están recibiendo un potente flujo de partículas. Pero exactamente cuánto… Bien, supongo que para averiguarlo tendremos que ir en persona.
—Si yo estuviera en su lugar, no me atrevería a decirlo por teléfono —murmuró Cameron…
—¿Tendremos que ir a Havarah Park?
—No, señor. Creo que no me he explicado bien. Es cierto que de esa manera conseguiríamos la información que deseamos, pero…
—Pero ¿qué?
—Es posible que los ayudantes del profesor Albright estén en condiciones de decirnos más o menos lo que sucede aquí, a nivel del suelo. Pero tendrían que realizar un trabajo, muy minucioso, tal vez practicando algunas mediciones, para descubrir lo que realmente nos interesa: la intensidad y el espectro de las partículas en la alta atmósfera.
Cameron siguió moviendo la cabeza.
—Me parece que lo averiguaremos en menos tiempo, por la vía empírica —agregó.
—¿Quiere que nos limitemos a esperar? —preguntó el primer ministro, visiblemente desalentado.
—Así es, señor. Será mejor que nos resignemos, a ver qué sucede.
Cameron miró intencionadamente a Mansfield y después a Renfrew.
—Tengo que tomar el tren nocturno para Glasgow —concluyó.
El primer ministro captó en seguida la insinuación.
—Puede ir en mi coche a la estación de Euston, Cameron. Yo no lo necesitaré. Permita que le acompañe hasta abajo. Cameron y el primer ministro salieron de la habitación, dejando a Mansfield, que sorbía su oporto, y a Renfrew, que estaba enfrascado en sus cálculos.
—Lamento mi comportamiento de hoy, señor, pero es posible que haya servido para alertarle a usted uno o dos días antes y ganar tiempo respecto a las medidas a tomar.
—¿Y qué medidas le parecen más urgentes?
—Sobre todo, proteger a la población contra las lesiones por radiación…, en caso de que no se produzca una catástrofe total.
—¿Eso es todo lo que se puede hacer?
—Si tuviéramos tiempo, podríamos organizar un sistema de refugios subterráneos. Con reservas suficientes de energía nuclear se podría sobrevivir a un encierro muy largo.
—¿A usted no le interesaría…?
—Si hubiera tiempo, tal vez sí.
—¿Y no cree…?
—No.
—Yo podría intentarlo.
—Seguramente lo hará, señor. En cierto sentido, está obligado a hacerlo.
—¿Y usted?
—Quiero pasar mis últimos días en la tierra de mis antepasados. Quizás esto le parezca lúgubremente céltico, pero estoy decidido a luchar para sobrevivir hasta el último momento, tal como lo hicieron mis antepasados.
—Usted parece dar por sentado el final.
—Tengo un presentimiento.
—Lúgubremente céltico.
—Sí.
Los dos hombres intercambiaron un apretón de manos.
—Lamento que nos deje, Cameron. Me habría gustado tenerlo aquí.
—Yo también lo lamento, señor, pero mi propio país tiene prioridad. Quizá me necesiten allí.
Cameron partió en dirección al automóvil que le estaba aguardando. Le indico al chofer que fuera primero a Carlton House Terrace, en busca de las maletas, y después a Euston.
Una hora más tarde, el tren de Glasgow se puso lentamente en marcha. Cameron se hundió en su asiento, totalmente exhausto, consciente sólo a medias de que en aquel momento franqueaba el umbral de una vida absolutamente nueva, una vida en la cual sus conocimientos científicos no le resultarían muy útiles.