Los demás volvieron al comedor de uno en uno o por parejas. A las doce y media de la noche ya estaban todos allí. Eran nueve, incluyendo a Almond, Nygaard y Cameron. Habían efectuado tres observaciones del objeto situado en el centro galáctico. Su color había sido sometido a una medición fotoeléctrica en uno de los telescopios pequeños. Cameron creyó entender que tenía un índice de color + 1,7. Al parecer esto significaba que el objeto era muy rojo, cosa que a Cameron le pareció evidente. Almond había obtenido el espectro y lo colocó sobre un visor de diapositivas, que Cook y Gaynor habían traído consigo. El espectro estaba montado sobre una lámina de vidrio de unos quince centímetros de longitud. Los astrónomos se congregaron muy excitados alrededor de él.
—Completamente continuo, sin rayas —exclamó Almond, feliz por su comentario.
Cameron no entendía semejante derroche de entusiasmo, por lo que comentó:
—Quiere decir que está desprovisto de información.
—De ninguna manera —replicó Almond—. Es idéntico al espectro de una supernova. Por eso sabemos que es una supernova. Si fuera Marte, veríamos luz solar reflejada, con rayas de Fraunhofer.
Entonces Gaynor colocó una gran placa de vidrio sobre el visor. Medía unos treinta centímetros de lado.
—Es de mala calidad —explicó Cook—, porque la obtuvimos apenas por encima del horizonte.
La placa del Schmidt de 70 milímetros estaba muy sobreexpuesta en lo que concernía al objeto en sí. La imagen fotográfica se había expandido hasta que el objeto se convirtió en una gran mancha irregular de varios milímetros de diámetro. Pero, aunque fuese imperfecta como placa astronómica, Cameron observó que tenía un aspecto muy raro. No en la parte del objeto propiamente dicho, sino en el campo circundante. Sin vacilar, apartó a los astrónomos y se inclinó sobre la placa.
—¿Esto son estrellas? —preguntó.
—Sí —respondió Cook—. Se distinguen por su estructura granulosa.
—¿Estrellas corrientes?
—En el núcleo de la galaxia la densidad de estrellas es mucho mayor que en las demás zonas —explicó Almond.
—Sí, pero se ven muchas más inmediatamente alrededor del objeto que en la parte más alejada.
Como decía Cameron, la placa estaba tachonada de estrellas alrededor del objeto, pero el brillo era mucho más tenue en la periferia.
—Éste es un halo, Cameron —comentó Nygaard.
—Pero eso ¿no significa que miramos por una especie de agujero? —insistió Cameron.
—Exactamente —asintió Almond—. Hemos tenido suerte. Casualmente hay un agujero en dirección a la supernova. De lo contrario no sería tan brillante.
—Ya veo. Casualmente hay un agujero —murmuró Cameron.
—Bien, hagamos un pequeño cálculo —continuó Almond—. El objeto debe tener una magnitud de aproximadamente menos dos. Aún no lo hemos medido, pero debe ser más o menos ésa, porque lo confundí con Marte. El módulo de distancia del centro galáctico viene a ser de más quince, lo que da menos diecisiete para la supernova. Y eso es bastante correcto. Tal vez un poco corto, pero bastante correcto.
—Seguramente su brillo aumentará en una o dos magnitudes, doctor Almond —agregó Cook.
—No me extrañaría.
—Así pues, ¿cree que es cierto… que hay una ventana?
—Es evidente. En circunstancias normales se produciría un oscurecimiento de magnitud cuatro a ocho, por el polvo. —Almond se frotó las manos—. Esto es precisamente lo que yo esperaba. Ahora le podremos sacar verdadero provecho al telescopio de tres mil ochocientos milímetros. —Hizo una pausa y después agregó—: Pero ahora la supernova se ha ocultado, de modo que no veo ninguna razón para no continuar con nuestro programa habitual de observaciones. Hasta mañana no podremos hacer nada más al respecto.
Al cabo de pocos minutos todos ya se habían ido del comedor para acudir a sus respectivos telescopios. Sólo quedaban Cameron y Nygaard. El resfriado de éste parecía haber desaparecido como por ensalmo, de modo que al fin y al cabo era posible que su origen fuese psicosomático.
—¿Quiere tomar un trago? —preguntó Cameron, escanciando generosamente whisky en dos vasos.
—Bien, quizá sí. Ahora me siento mejor. En realidad nunca pensé que duraría mucho.
—¿Por qué volvieron todos corriendo a sus telescopios precisamente ahora?
—Yo volveré corriendo al mío apenas termine la maldita conferencia —respondió Nygaard.
Cameron resopló con sarcasmo.
—En física —dijo—, planeamos las cosas. Las planeamos con meses de anticipación…, con años de anticipación. A veces, los experimentos que deseamos realizar exigen el empleo de un aparato totalmente nuevo. Y puede que éste cueste cientos de millones de dólares y que tengamos que mendigar a una docena de gobiernos durante uno, dos o tres años para obtenerlos. Pero ustedes, los astrónomos, no planean, sino que corren de un lado a otro como conejos decapitados. Observad, observad y observad, y todo os será revelado.
—Lo cual no es mala idea. —Mientras no sea totalmente ingenua.
—Temo que no le entiendo.
—Significa que el universo no es algo sencillo, como un reloj, al cual basta quitarle la tapa posterior para ver cómo funciona. Para entender el universo, hay momentos en que es menester sentarse un rato y pensar.
Cameron apuró el vaso de un solo trago.
—Sigo sin entenderle.
—Significa que no acepto la explicación disparatada de Almond acerca de ese agujero. Apareció ahí por pura casualidad, ¿no es cierto? Si le cuesta conciliar el sueño, sugiero que dedique una hora a pensar cómo apareció.
—Para mí resulta incomprensible.
—Y para mí también; por eso estoy pensando en el problema.
Cameron se preguntó si le convenía beber otro whisky. Resolvió que no, se despidió de Nygaard con poca ceremonia y regresó a su cuarto. No tardó en acostarse y una vez más se durmió casi en seguida.
A la mañana siguiente Nygaard y Cameron fueron los únicos que bajaron a desayunar. Poco después un automóvil les condujo a Wombat Springs, y de allí al pequeño aeródromo de la meseta, donde les aguardaba el avión que les llevaría a Sydney. Cuando el avión despegó, Cameron dijo:
—Olvidé preguntar a qué escala habían tomado esa placa.
—¿Cuál?
—La grande.
—Si es la misma del levantamiento de Palomar, viene a ser de un minuto de arco por milímetro.
—¿Y cuánto cree que medía eso que ellos llaman agujero? ¿Un par de centímetros de diámetro?
—Supongo que sí.
—¿Entonces el agujero ocupaba unos veinte minutos de arco?
—Más o menos.
Cameron consultó una hoja que había llenado de cálculos durante la hora previa al desayuno.
—¿En qué piensa? —preguntó Nygaard.
—No son más que garabatos. Lo que me gustaría saber en realidad es si se podrían encontrar otras fotografías, fotografías antiguas, de ese agujero.
—¿Quiere decir anteriores a la aparición de la supernova?
—Sí.
—Es una buena idea, Cameron. Puede que el levantamiento de Palomar llegue hasta un punto tan austral como éste. Sí, es probable que sea así. De todos modos deben existir algunas viejas placas de exploración de Harvard. Y los neozelandeses del observatorio de Lick terminaron un levantamiento hace uno e dos años. Creo que podremos hallar algo cuando lleguemos a Sydney.
—Tal vez habríamos podido descubrir algo anoche, si no hubieran regresado todos corriendo a sus telescopios.
—No dejaré pasar eso, Cameron. Esta mañana no. Me siento mejor que anoche. Permítame explicar cómo se trabaja con un gran telescopio. Empiece por el hecho de que el año tiene trescientos sesenta y cinco noches. ¿Está de acuerdo?
—Lo acepto.
—Incluso en el mejor emplazamiento, en cualquier lugar de la Tierra, sólo una noche de cada cuatro es realmente apropiada. De modo que ya nos quedan sólo noventa noches útiles, noventa noches por año. ¿Está de acuerdo?
—Continúe.
—Los trabajos delicados, aquéllos que conciernen a objetos difíciles y lejanos, no se pueden realizar cuando la Luna está alta. De modo que descontemos también las noches de luna, lo cual nos reduce a cuarenta y cinco noches. Quizá podría decir sesenta, incluyendo lo que los astrónomos llaman «tiempo gris». Con sólo diez astrónomos trabajando en condiciones realmente buenas, la proporción es de sólo seis noches al año para cada uno. ¿Le extraña que traten de exprimir hasta el último minuto de esas noches?
Cameron reflexionó un momento y después dijo:
—En ese caso, me parece aún más necesario preverlo todo con mucha minuciosidad.
Al comprobar que no conseguía nada, Nygaard decidió volver al tema de la supernova.
—No será fácil investigar ese agujero —comentó.
—¿Por qué no?
—No se obtuvo la posición exacta, y será peor que buscar una aguja en un pajar. Conviene telefonear al Observatorio. Ellos podrán tomar las medidas sobre la placa.
—Podrán, pero no lo harán.
—¿Por qué no?
—Porque están durmiendo…, o comiendo —rezongó Cameron.
—Si no le molesta que se lo diga, hoy está de pésimo humor.
—Lo sé. Me siento intranquilo.
—¿Intranquilo? ¿Por qué?
Cameron se limitó a encogerse de hombros.
Un automóvil les esperaba en el aeropuerto Mascot. Viajando por un intrincado laberinto de calles, necesitaron bastante tiempo para atravesar la ciudad desde el lado sur hasta el norte. Por fin, avanzaron a más velocidad por una amplia carretera y llegaron al suburbio de Epping poco antes de la una del mediodía. Su meta era la sede central de la División Radiofónica de la CSIRO en Epping. Les condujeron en seguida a la oficina del director, el doctor Wallis, un hombre corpulento de ojos soñolientos, a quien Cameron encontró parecido a Fielding.
—Celebro que hayan llegado al fin, señores. Esto es algo extraordinario, ¿verdad?
—¿Ya tiene noticias?
—¿De la supernova? Claro que sí. Hemos recibido una llamada de Mount Bogung. Todo el mundo habla de eso. Los diarios y la radio no nos han dejado en paz durante toda la mañana. Quieren saber lo que haremos.
—Lo que deberían hacer es observarla —apuntó Cameron.
—Entre mis muchachos hay una poderosa corriente de opinión en ese sentido —asintió Wallis—. Tenemos dudas acerca de la conferencia.
—¿Qué dudas?
—Bien, es un asunto embarazoso, doctor Cameron. Teniendo en cuenta las molestias que les hemos dado a usted y al señor Nygaard al traerlos hasta aquí… Pero no parece muy razonable perder dos días sentados, discutiendo acerca de un telescopio que no recibiremos hasta dentro de dos años.
—Cuando podrían estar observando —concluyó Cameron.
—Exactamente. Estas cosas pasan una vez en mil años.
—Voy a ser sincero —manifestó Nygaard, con firmeza—. Preferiría volver a Australia una docena de veces, con tal de no quedarme calentando sillas y perdiendo tiempo en mis actividades.
—¿De modo que quiere tomar el avión de la noche? —preguntó Wallis.
—Sí.
—Bien. He aquí lo que sugiero: ahora iremos con algunos de mis muchachos a almorzar tranquilamente. Mientras comemos, una de las empleadas les reservará plaza. Si nos dejan sus pasajes, nos ocuparemos de todo.
—A mí me gustaría regresar a Mount Bogung, doctor Wallis —comentó súbitamente Cameron.
—Tiene la fiebre de la observación —comentó Nygaard, sonriendo.
—¿Está seguro de…? —empezó a preguntar Wallis.
—Claro que estoy seguro —gruñó Cameron.
Wallis consultó su reloj y después salió de la oficina. Volvió al cabo de unos instantes.
—Si se da prisa, doctor Cameron, llegará a tiempo de coger el avión de la tarde. He pedido un automóvil. Será mejor que vaya directamente.
—Lamento causarle tantas molestias.
—En absoluto. Somos nosotros quienes le hemos molestado a usted, al hacerlo venir desde Inglaterra.
—Entonces me despediré. —Cameron se volvió hacia Nyoaard. Los dos hombres intercambiaron un apretón de manos.
—Ha sido un placer acompañarle —dijo Nygaard.
Le deseo una buena observación, cuando esté otra vez con sus telescopios.
Gracias.
Cameron se fue y Nygaard se volvió hacia Wallis.
—Es un tipo interesante, pero demasiado pendenciero.
—Es su sangre escocesa.
—Sea lo que fuere, lo lleva dentro. Y descubrió la supernova de una manera extraña.
Durante el viaje de regreso a Mount Bogung, Cameron no dejó de reflexionar acerca de su repentino cambio de planes. Tenía poco tiempo para perderlo yendo y viniendo por las montañas de Australia. Sin embargo, por algún motivo, necesitaba saber cuál había sido el aspecto del centro galáctico antes de que produjera el fenómeno.
El regreso de Cameron no fue una sorpresa, porque la secretaria de Wallis había telefoneado a Mount Bogung anunciando su llegada. Aquella noche, por la radio de onda corta que comunicaba el Observatorio con la sede central de Canberra, habían circulado una serie de mensajes que habían sacado de quicio a Almond.
Almond estaba muy harto de lo que parecía ser una invasión premeditada de su montaña. El hecho de que dos muníficos gobiernos hubieran invertido diez millones de libras en los equipos allí instalados no le conmovía demasiado. Como casi todos los científicos que trabajaban con instrumentos muy costosos, pagados por el erario público, Almond consideraba que el telescopio era su telescopio y que la montaña era su montaña.
Recibió al doctor Cameron en la escalinata del avión.
—Me alegra tenerle otra vez aquí, doctor Cameron.
—Quise verificar algunos detalles con su ayuda, antes de regresar a Europa.
—¿Científicos o administrativos?
—Científicos. ¿Por qué habrían de ser administrativos?
—¡Ah! Creí que tal vez los británicos le encargaron que actuase en representación de ellos.
—Me lo pidieron con relación al radiotelescopio milimétrico.
—Eso va lo sé. Quise decir en lo mío.
—Tal vez será mejor que me lo explique.
—Los australianos y los británicos tenemos un acuerdo de uso mancomunado a tiempo igual.
—Entiendo.
—Obviamente, a nosotros nos resulta mucho más fácil organizar nuestra parte.
—Porque están sobre el terreno.
—Sí, y sobre todo en un momento como éste, cuando se presenta una urgencia.
—¿Cuánto tardaría en llegar el personal de Inglaterra? —gruñó Cameron—. ¿Cuarenta y ocho horas?
—Es posible. Pero las resoluciones de los británicos pasan por una serie de comités. Tardan meses en reaccionar.
—Y ¿dónde está el problema? Almond agitó una hoja de papel.
—Aquí. Tres individuos de Pasadena, de los Observatorios Hale. Llegarán mañana.
—¿Y bien?
—Para utilizar tiempo adjudicado a los británicos.
—Se diría que nuestra gente ha reaccionado.
—Voy a decirle lo que han hecho —exclamó Almond en tono de indignación—. Negociaron un acuerdo de intercambio de horas. Un lapso de observación aquí, en el telescopio de tres mil ochocientos milímetros, a cambio de un lapso de observación en Palomar, en el telescopio de cuatro mil quinientos milímetros. ¡Excelente negocio!
Cameron recordó la disertación de Nygaard acerca de la escasez de tiempo disponible en los telescopios.
—Bien, si este fenómeno de la supernova es tan arrollador que los ingleses no pueden aprovechar debidamente el tiempo que les corresponde en su telescopio, me parece muy razonable recurrir a un intercambio en condiciones ventajosas.
—¡Oiga! —tronó Almond con su voz de bajo más potente—. Esto es algo muy importante para nosotros, los del sur. Es lo que esperábamos. Para eso construimos el telescopio.
Como la cooperación internacional era la savia vital en el mundo de Cameron, no alcanzó a entender el punto de vista de Almond.
—Y ahora nos echan a esos tiburones de Pasadena —concluyó Almond, indignado.
—¿Por qué no trabajan con sus propios telescopios los americanos?
Almond le miró, como si no diera crédito a lo que acababa de escuchar.
—Por la latitud —dijo, con el tono que habría empleado para hablarle a un niño—. El centro galáctico está en declinación menos veintinueve. Pasadena a treinta y cuatro grados norte. De nudo que el centro transita a sesenta y tres por debajo del cenit. Y desde el punto de vista de ellos es peor, porque el objeto queda a baja altura en el cielo nocturno.
Cameron decidió cambiar de tema.
—Anoche, cuando obtuvo el espectro, ¿anotó la posición?
—Por supuesto. Figura en el libro de observaciones.
—¿La verificó?
—¿Para qué?
—Para comprobar que se trata realmente del centro galáctico.
—Mire, he trabajado hasta la madrugada. Después revelé mis placas. A continuación dormí cinco horas. Luego tomé el desayuno, distrayéndome durante media hora. Más tarde llegó esto.
—Volvió a exhibir la hoja de papel.
—Me gustaría comprobarlo —insistió Cameron, tenazmente.
—¿Ahora?
—Sí. ¿Podría acompañarme alguien?
—Le llevaré personalmente. AL fin y al cabo, la placa es mía. Cameron comprendía la susceptibilidad de Almond. La responsabilidad que supone el dirigir cualquier institución de gran envergadura basta para producir agotamiento psicológico. El director tiene que tener ojos en la cara y en la nuca. En la cara para no perder de vista el programa científico, y en la nuca para vigilar el mundo exterior con todas sus intenciones y presiones de naturaleza no científica. Era comprensible que su regreso y sus preguntas molestasen a aquel hombre.
Almond le condujo a una oficina sita en el segundo piso del edificio donde estaba emplazado el gran telescopio. Abrió un destartalado cuaderno de anotaciones y dijo:
—Ascensión recta de diecisiete horas y cuarenta y cuatro minutos. Declinación de menos veintiocho grados y cincuenta y cinco minutos. Eso está próximo al centro. Puede confiar en mi palabra. Pero lo verificaré.
Después de observar brevemente un manual, asintió:
—Sí, eso es, dentro de la precisión de mis anotaciones…, hasta una fracción de minuto de arco. Esta noche podré estudiarlo mejor. Aunque podría hacerlo ahora mismo.
—¿Vale la pena observarlo a la luz del día?
—No por medios ópticos. El equipo de Sydney está trabajando ahora en infrarrojo.
—¿No practicaron un levantamiento del cielo hace veinte años?
—Sí, el de Palomar. Quizá valdría la pena echar un vistazo a la placa de Palomar de esta región.
Cameron se abstuvo de hacer comentarios.
Almond necesitó pocos minutos para encontrar la copia de la placa original de Palomar. La colocó hábilmente, sobre un tablero luminoso, con una lupa de pocos aumentos enfocada sobre la parte que les interesaba.
—¡Dios mío! —exclamó.
—¿Qué sucede?
—No hay ni rastro del halo luminoso de estrellas.
Almond se apartó de la mesa y Cameron ocupó su lugar frente a la lupa. No había que ser experto para reconocer un campo amorfo, sin la menor señal del agujero que se veía con tanta nitidez sobre la placa tomada la noche anterior.
—Ha ocurrido en menos de veinte años —dijo Almond.
De súbito, Almond salió de la oficina. Cameron le siguió hasta la biblioteca y le vio hojear un enorme volumen de imágenes fotográficas del cielo.
—El levantamiento de Nueva Zelanda es más reciente, y tampoco se ven señales del objeto.
Cameron miró por encima del hombro de Almond.
—¿Cuándo tomaron esta placa?
—No estoy seguro. Calculo que hace pocos años, entre cinco y diez.
—De modo que el agujero es muy reciente.
—Sí. Me pregunto si podría ser debido a la presión de las radiaciones procedentes de la supernova.
Descendieron lenta y pensativamente a la planta baja y salieron al sector asfaltado del lado sur.
—Debemos estar como a una hora y media después del paso meridiano —murmuró Almond, mirando el cielo. Apretó impulsivamente el brazo de Cameron y exclamó—: ¡Allí está!
Cameron vio el objeto con facilidad, siguiendo la dirección del brazo de Almond.
—Es muy brillante —comentó.
—Más brillante que anoche. Ahora se parece más a Venus que a Marte. Pero eso es lo normal.
—¿A qué se refiere?
Al aumento del brillo. Por lo general se necesitan unos tres días para que una supernova llegue a su cenit.
En el comedor encontraron a un grupo de astrónomos que conversaban con animación. La discusión era de naturaleza técnica. Cameron no quiso interrumpirlos y se conformó con sacar de la charla toda la información posible. Según parecía, la luminosidad de la supernova aumentaba a gran velocidad. Esto era totalmente válido para la gama del infrarrojo. Almond les habló del agujero, y la hipótesis de la presión de las radiaciones pareció contar con la aprobación general.
—Pero ¿presión de las radiaciones sobre qué? ¿Sobre el gas? —preguntó Cameron al fin.
—¡Claro que no! Sobre el polvo —exclamó un joven astrónomo, atónito ante el hecho de que un científico famoso ignorase algo tan sencillo.
—¿Qué dimensión tienen esas partículas de polvo? —insistió Cameron.
—Tal vez una décima de micra —respondió Tom Cook.
—¿Y cuál sería su masa, entonces? ¿Diez a la menos quince grumos?
—Aproximadamente —asintió Almond.
—No entiendo cómo la presión de las radiaciones puede desplazar partículas con semejante masa a la velocidad de la luz.
—Nadie pensaba en la velocidad de la luz.
—No se puede explicar ese agujero si no es pensando en la velocidad de la luz —afirmó Cameron en tono seco y dogmático.
—No veo…
Cameron tomó un cuaderno sobre el que alguien había estado garabateando. Mientras se disponía a escribir, murmuró:
—Es lástima que no tengan un encerado.
—Quizá convenga traer uno —asintió Almond.
Dos de los observadores se retiraron, y diez minutos más tarde un encerado de metro por metro y medio quedaba montado sobre un caballete, en el centro del comedor. Cameron se irguió ante a él.
—Ante todo, necesito algunas cifras. ¿Qué extensión tiene la región opaca vecina al centro galáctico?
—Un kiloparsec.
—No sé qué es eso.
—Diez a la veintiuna centímetros. No, más que eso. Digamos el triple.
—¿A qué distancia estamos del centro galáctico? —A tres por diez a la veintidós centímetros.
—Bien, ahora podemos empezar. Dibujemos una esfera de radio r, para representar la región opaca, y llamemos d a la distancia desde el centro.
Cameron dibujó sobre el encerado el siguiente diagrama:
Estrellas visibles dentro del cono.
Después continuó diciendo:
—Estamos mirando el interior de lo que fue una parte de la esfera opaca, un agujero representado por un cono cuyo vértice tiene un ángulo de unos veinte minutos de arco.
—No entiendo por qué sólo esa parte cónica de la esfera se volvió transparente —intervino Cook.
—Eso sucedió porque en algún momento debió de producirse una súbita explosión de la supernova. Pero el polvo opaco tuvo que ser eliminado a la velocidad de la luz. Sencillamente no se puede expulsar mediante la presión de las radiaciones a una velocidad menor. Una velocidad menor no habría generado este cono, y de todos modos habría tardado demasiado tiempo en producirse…, por lo menos un tiempo r/v, siendo v la velocidad del polvo. ¿A qué velocidad calculan que podría ser arrastrado el polvo por la presión de las radiaciones?
—Digamos a mil kilómetros por segundo —respondió Almond.
—Muy bien, de modo que el cociente de r por v, con r igual a tres por diez a la veintiuno centímetros y v igual a diez a la ocho centímetros por segundo, es tres por diez a la trece segundos. ¿Cuánto es eso? Un millón de años. De modo que se necesitarían por lo menos un millón de años para producir un agujero vacío.
—Pero ¿por qué es tan distinto cuando el fenómeno se produce a la velocidad de la luz? —insistió Cook.
—Si todo ocurre a la velocidad de la luz, preguntemos cuánto tarda en producirse un cono excepcionalmente cerrado, de Angulo prácticamente cero. Bien, justo el tiempo que se necesita para que la luz viaje desde la supernova hasta nosotros, d/c, siendo c la velocidad de la luz. De modo que después de un lapso igual a d/c esperamos estar en condiciones de observar a lo largo de la visual directa tendida hasta la supernova. A lo largo de la recta que va de S a U.
Cameron dibujó un segundo diagrama:
—Ahora preguntemos cuánto tiempo deberá transcurrir antes de que podamos observar una estrella situada en A. La respuesta es… —y escribió:
(SA —I -AU)/c.
Según el teorema de Pitágoras —prosiguió— tenemos que:
SA2 = SN2 - I - AN2; AU2 = NU2 + AN2
Para un cono como éste, AN es necesariamente una distancia pequeña cuando se la compara con NU, de modo que:
AU = NU + (1 / 2 * AN2 / NU)
Con suficiente aproximación. Y siempre que el punto A esté situado de manera tal que SA sea grande en comparación con AN, tenemos:
SA = SN + (1 / 2 * AN / SN)
También con bastante aproximación. En consecuencia:
SA + AU = NU + SN + ((1 / 2 * AN2 / NU * SN) * (NU + SN)) = d { I + (1 / 2 * AN2 / NU * SN)}
»Dividiendo por c, comprobamos que la luz de la estrella A llega a U, es decir, a nosotros, en un tiempo igual a:
d * AN2 / 2cNU * SN
Después de que la luz de las estrellas situadas a lo largo de SU llegó por primera vez a U. Expresada esta diferencia de tiempo como δt, tenemos:
c δt = d * AN2 / 2*NU*SN
»A esta altura recordaremos que:
θ = AN / NU
Es la mitad del ángulo de nuestro cono, de manera que:
c δt = (1 / 2) * d θ2 * (NU / SN) = (1 / 2 ) * (d2 θ2 / r)
A se expresa en radianes. Para un cono cuyo medio ángulo es de aproximadamente diez minutos, e al cuadrado es de aproximadamente diez a la menos cinco, y con la razón d/r igual a diez obtenemos:
c δt = (1 / 2) * 10-4 d
»Finalmente, sustituyendo por los valores que habíamos dicho tenemos que:
c δt es aproximadamente diez a la dieciocho centímetros.
—Eso es más o menos un año luz —dijo alguien.
—Lo cual significa —concluyó Cameron— que se necesitaría aproximadamente un año para que se abra el agujero.
—Muy bien, Cameron. —Almond había saltado de su silla y se paseaba por la sala—. Esto explica cómo se abrió el agujero en el escaso tiempo que ha transcurrido desde el levantamiento de Nueva Zelanda. Ahora el problema consiste en determinar como es posible que algo que proviene de la supernova, y que se propaga a la velocidad de la luz, haya eliminado el polvo galáctico.
—Se evaporó —exclamó el joven que ya había hablado anteriormente—. El flujo de radiación de la supernova tiene que haberlo evaporado.
Entre los astrónomos se produjo una inmediata reacción de júbilo, tal como siempre ocurre entre los científicos cuando vislumbran una parte de la verdad. Todos bebieron un vaso de cerveza, en una larga pausa de relajación mental. Momento que fue aprovechado por la señora Hambly para servirles la cena.
Al principio comieron en silencio, pensativos, pero de pronto todos parecieron tener prisa por volver a sus instrumentos. Almond le prestó a Cameron un juego de llaves para que pudiera circular libremente por las instalaciones.
—Pero no vaya encendiendo luces —le advirtió Almond. Apenas miraron hacia el centro galáctico, situado en la zona occidental del cielo, se dieron cuenta de que la luminosidad del cuerpo celeste había aumentado considerablemente desde la noche anterior. Cameron pensó que Almond había acertado al compararlo con Venus, y no con Marte. Era más luminoso, y ahora estaba menos rojo.
Cameron vagabundeó de un instrumento a otro. En aquel momento le interesaba saber todo lo que pudieran descubrir los observadores. Pero la información que recibía en cada uno de los telescopios era limitada. Y entonces se retiraba para ir a fastidiar a otro lugar. Hacia la medianoche el centro galáctico volvió a ocultarse bajo el horizonte occidental y todos pudieron descansar. Se reunieron en una de las habitaciones situadas en el segundo piso del edificio del gran telescopio. Un auxiliar del turno de noche había calentado un poco de sopa. Después de tomar la primera cucharada, Almond dijo:
—He tropezado con un problema.
—¿De qué se trata, doctor Almond? —preguntó Tom Cook.
—No creo que la radiación de la supernova tenga suficiente potencia para evaporar el polvo.
—¿Cómo llegó a semejante conclusión?
—Se trata de lo siguiente. Anoche calculamos que tenía una magnitud de menas diecisiete, pero ahora tiene menos veinte.
—¿Porque aumentó su brillo?
—Sí. Recuerde que al Sol le corresponde menos veintisiete.
—A la distancia de la Tierra.
—Así es. De modo que si viéramos la supernova desde una distancia de aproximadamente un parsec, nos parecería más o menos tan brillante como nos parece el Sol cuando lo vemos desde la Tierra. A tal distancia, las partículas de polvo deberían estar más o menos tan calientes como la Tierra. Es decir, alrededor de los trescientos grados Kelvin. Eso no basta para evaporarlas.
—A menos que sean de hielo, y no de silicatos —argumentó Cook.
—Sí, pero no se trata realmente de un parsec. Tenemos evaporación a lo largo de centenares de parsecs. Ni siquiera el hielo podría servir de explicación.
—Entonces se plantea otro problema, doctor Almond —intervino el astrónomo más joven.
—¿De qué se trata?
—Es un poco difícil de explicar, pero tiene relación con la secuencia temporal de los hechos. El doctor Cameron atribuyó la formación del agujero a una súbita explosión procedente de la supernova. Calculó que el agujero tardó aproximadamente un año en formarse.
—Desde nuestra perspectiva —agregó Cameron—. Visto desde otras direcciones de la galaxia el agujero sería distinto. —Muy bien, pero su primera explosión, la que condujo a la evaporación del polvo, ¿no habría debido producirse más o menos un año antes de la que observamos ahora?
—Pienso que sí —respondió Cameron.
—Entonces, ¿por qué no la vimos? Hubo un largo silencio, que finalmente rompió Cook.
—Porque en ese momento no se había evaporado el polvo.
—Eso es relativamente cierto —admitió el joven—, pero deberíamos haber visto algo, cuando el polvo se disipó parcialmente.
—Tiene razón —dijo Cameron—. Seguramente hubo explosiones, separadas por un lapso de alrededor de un año. Por algún motivo no vimos la primera, aunque bastó para evaporar el polvo.
El grupo se dispersó bajo el peso de aquel misterio, y los observadores volvieron a sus instrumentos. Cameron pasó otro par de horas husmeando en la biblioteca. Entonces, cuando el reloj marcó las tres menos veinticinco, decidió irse a dormir.
Despertó a mediodía. Después de afeitarse, ducharse y vestirse, bajó al comedor para tomar «el desayuno de los astrónomos». Le había divertido comprobar que, si bien los observadores ingerían la primera comida del día a la hora del almuerzo, la consideraban igualmente un desayuno, con tocino y huevos, pan tostado y mermelada. Vio que Almond estaba satisfecho por algo. Cuando le preguntó de qué se trataba, Almond sonrió.
—Los tipos de Pasadena… —empezó a decir.
—¿No vendrán?
—Hasta mañana. Equivocaron la fecha. Apuesto a que alguien olvidó la diferencia horaria.
En ese momento entró el joven astrónomo.
—¿Se le ocurrieron nuevas ideas, doctor Cameron? —inquirió a modo de saludo.
—Anoche, después de que ustedes volvieran a sus telescopios, hice algunas averiguaciones —manifestó Cameron—. A mi juicio, la cantidad total de polvo evaporada no fue muy grande.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Bien, si uno proyectara la cantidad total de polvo…
—¿El que había antes de que se produjera la evaporación? —le interrumpió Almond.
—Efectivamente. Sí uno proyectara sobre un plano la cantidad total de polvo, no tendría más que entre un microgramo y una décima de microgramo por centímetro cuadrado.
—Eso es prácticamente exacto —afirmó Almond.
—No se necesitan muchas partículas de alta velocidad para atomizar esa cantidad de polvo.
—¿Partículas de velocidad próxima a la de la luz?
—Sí. Calculo que una energía total de las partículas de alrededor de diez a la ocho ergios por centímetro cuadrado sería suficiente.
—Entiendo. La esfera opaca de que usted hablaba ayer…, ¿qué radio tenía? Tres por diez a la veintiún centímetros, lo que da un área proyectada de aproximadamente diez a la cuarenta y tres centímetros cuadrados. De modo que se necesitarían diez a la cincuenta y un ergios para la primera explosión…, una buena cantidad de trabajo en forma de partículas —concluyó Almond.
—¿Eso no es demasiado? —preguntó Cameron.
—Está dentro de lo aceptable, pero es bastante.
—Con la salvedad de que esta supernova parece demasiado brillante —intervino Tom Cook.
—Ha aumentado aún más —anunció Bill Gaynor, que acababa de entrar—. No he dormido. Permanecí levantado hasta que apareció por el este, hace más o menos una hora.
—¿Qué magnitud tiene ahora?
—Yo diría que aproximadamente es de menos ocho. Hubo un coro de murmullos en el comedor.
—Se parece más a un maldito quasar que a una supernova —dijo alguien.
Un largo silencio siguió al comentario. Finalmente, Almond se encargó de romperlo.
—Esto explicaría algo que me tenía muy preocupado.
—¿De qué se trata, doctor Almond? —preguntó Gaynor, con los ojos enrojecidos por la falta de sueño.
—Se trata del porqué la posición del objeto coincidía tan exactamente con el centro galáctico. En realidad es obvio, ¿verdad? El centro de la galaxia ha estallado.
La voz profunda de Almond había cobrado un acento grave cuando pronunció este aserto.
—Como una galaxia Seyfert. Dios mío, nos hemos convertido en una galaxia Seyfert —exclamó Cook con entusiasmo. Almond se volvió de nuevo hacia Cameron.
—Sí, y ello haría mucho más lógicas esas partículas de las que habla usted. Esto tiene que ser correcto.
Fue precisamente en ese instante cuando entró en el comedor el mecánico que había paseado a Cameron por los alrededores.
—Hay un mensaje para usted, doctor Cameron.
Cameron desplegó la hoja y vio que se trataba de un telegrama de Londres. Decía:
SOLICITAMOS REGRESE INMEDIATAMENTE A LONDRES. SU PRESENCIA URGENTEMENTE NECESARIA PARA COMISIÓN MINISTERIAL DE INVESTIGACIÓN SOBRE EFECTOS AMBIENTALES DE RECIENTE SUPERNOVA.
MALLINSON