Cameron se despertó doce horas más tarde, aproximadamente a las dos de la mañana. Comió un poco de chocolate —siempre llevaba consigo una tableta cuando viajaba—, y después se durmió hasta las cinco. Entonces decidió levantarse.
Cuando salió amanecía, y se encontró con una mañana soleada. Tardó media hora en llegar, dando un paseo hasta el futuro emplazamiento del radiotelescopio. En aquel lugar las rocas estaban un poco cuarteadas, lo que le hizo reflexionar acerca de la calidad de los cimientos. Sin embargo, aquel problema tendría solución si se ponía suficiente empeño. El efecto del viaje, y del salto de horarios, le producía una sensación de mareo, como si estuviera ligeramente embriagado. Se sentó y pasó largo rato contemplando el paisaje que se extendía hacia el sur.
Por último, inició el regreso a lo largo de la loma que formaba la columna dorsal de la montaña. Él siempre había creído que los astrónomos elegían sus emplazamientos en lugares desérticos, por lo que le sorprendió encontrar el centro de la astronomía australiana en un lugar tan fértil. Se detuvo junto a la cúpula del reflector de 3800 milímetros. Espió por las ventanas de un edificio largo que resultó ser un taller de mantenimiento. Era pequeño, según los patrones de la física nuclear. A continuación regresó hacia la cabaña, donde descubrió que la encargada estaba en plena actividad. La mujer le sirvió en seguida un plato de tocino y huevos y una taza de café caliente.
Cameron se enteró por la señora Hambly de que los «astrónomos» no «bajarían» a tomar el desayuno. Dormían porque habían estado toda la noche trabajando. Cameron dedujo que los «astrónomos» debían ser los que utilizaban los telescopios ópticos. Los radioastrónomos de Sydney «bajarían» a tomar el desayuno, sin duda, a juzgar por la forma en que habían devorado el almuerzo el día anterior.
Nygaard fue el primero en aparecer, ya que él también notaba el cambio de horario. Cameron dedicó algunos minutos a repasar la lista de nombres, asociándolos con las fisonomías en la medida en que conservaba un recuerdo de estas últimas. Después Nigaard le comunicó la apabullante noticia de que el plan consistía en volar todos juntos a Sydney, a primera hora de la tarde, a fin de prepararse para una conferencia importante que iba a tener lugar el día siguiente en la Organización de Investigación Científica e Industrial del Commonwealth (CSIRO).
—¡Al diablo con la conferencia importante! —refunfuñó Cameron. Estaba a punto de agregar que entre los radioastrónomos y los canguros prefería a éstos, pero en aquel momento entraron dos de los infortunados radioastrónomos. Cameron los identificó sin demasiada seguridad como Ken Wright y Doug Harrison.
—Acabo de saber que se ha previsto regresar hoy a Sydney —comentó Cameron, partidario de romper hostilidades inmediatamente.
—Así es —respondió Harrison, vertiendo un tazón lleno de leche sobre copos de maíz.
—¿No hay un avión de Wombat Springs a Sydney mañana por la mañana?
—Sí, pero no llegaríamos a tiempo para el comienzo de la conferencia.
—Además, usted necesitará mucho tiempo para revisar los argumentos británicos —agregó Wright con una sonrisa. Posiblemente en Mount Bogung hubiera un volcán extinguido, pero Cameron sentía otro dentro de sí, y éste muy activo.
—¿Resultaría gravemente perjudicada la causa de la ciencia si la reunión empezase un par de horas más tarde? —preguntó, con fingida cortesía.
—No, pero al jefe no le gustaría —respondió Harrison.
—Le decía al doctor Cameron que no me encuentro muy bien —intervino Nygaard—. Le quedaré muy agradecido si telefonea a Sydney y explica que necesito realmente un día de descanso…, para recuperarme.
Cameron empezó a enrojecer y salió apresuradamente. Un momento después Nygaard se reunía con él.
—¿Por qué diablos ha dicho eso? —preguntó Cameron.
—Yo soy el representante de ellos, ¿no es verdad? Cameron lo pensó un momento antes de asentir.
—Usted sería buen diplomático.
—¿Le parece? —sonrió Nygaard—. Ésta es la verdadera paradoja de mi país: el ciudadano normal es bastante amable y diplomático, desde el punto de vista del sentido común, y en cambio nuestros diplomáticos de carrera son pésimos.
—Para contestarle en el lenguaje de otros tiempos: vaya si tiene razón.
—Escuche, tengo un producto que según dicen facilita la adaptación al nuevo horario —continuó Nygaard—. Es una especie de sal de potasio que refuerza los iones de la sangre. Ignoro si es verdad, pero si quiere puede probarlo.
—No me perjudicará —comentó Cameron con amargura.
Nygaard sacó un frasco de pildoritas blancas y Cameron se tragó cuatro. Se preguntaba si sería realmente útil saturarse de potasio, cuando Nygaard estornudó ruidosamente.
—No era sólo por diplomacia —dijo Nygaard—. Sabía que iba a pasarme esto.
Volvió a estornudar y se sonó con un puñado de pañuelos de papel.
—Es el viaje —gruñó Cameron—. Modifica el equilibrio orgánico y abre las compuertas a las sabandijas que llevamos dentro.
—Gracias por la opinión —dijo Nygaard, sonriendo entre el amasijo de papel—. Dentro de pocas horas estaré bien. Es una enfermedad que dura un día. Ya me ha sucedido otras veces después de un viaje largo. Siempre me pregunto si es psicosomático —murmuró, y acto seguido soltó otra andanada de estornudos.
Cameron volvió a paso rápido al comedor.
—Es imposible que el doctor Nygaard viaje hoy a Sydney. Le ha atacado un virus y calculo que la afección durará veinticuatro horas —les informó a los cinco radioastrónomos allí congregados: Ken Wright, Doug Harrison y otros tres.
—Entonces, habrá que cancelar la reunión —dijo Harrison.
—Estábamos repasando el programa de la conferencia —explicó uno de los tres cuyo nombre Cameron no conseguía recordar—. Con una pequeña modificación, podríamos eliminar de la primera sesión matutina los temas que les interesan a usted y al doctor Nygaard.
—Pensábamos hablar del telescopio en sí antes de abordar los problemas que nos proponemos resolver con su ayuda. Pero supongo que podríamos ocuparnos de los problemas en primer lugar —dijo otro.
—No es mal sistema para empezar. Así es como hago yo las cosas —asintió Cameron.
—Pero pensamos que si mañana por la mañana hay un coche esperando la llegada de su avión, podremos tenerlos en el laboratorio a la hora del almuerzo. Entonces discutiremos el asunto de la estructura por la tarde.
—Me parece buena idea…, siempre que el doctor Nygaard no tenga a esa hora una fiebre demasiado alta.
Cameron vio que los planos del telescopio estaban desplegados sobre la mesa.
—Dicho sea de paso —agregó—, esta noche me he despertado varias veces. Soplaba un viento bastante fuerte.
El silencio que siguió a estas palabras le demostró que había tocado un punto delicado.
—¿El viento no afectará a la estructura deformable que ustedes proponen?
—No la perjudicará más que a la propuesta británica —replicó Ken Wright.
—Además, el viento no sopla siempre —dijo otro.
—Sopla con frecuencia suficiente para que los astrónomos ópticos hayan procurado reducir al mínimo la abertura de la cúpula de su telescopio. ¿Por qué quieren ustedes instalarse aquí, en la cima de la montaña, en vez de hacerlo a menos altura? —preguntó Cameron.
—La absorción atmosférica y las distorsiones de fase nos obligan a optar por la mayor altura posible —explicó Harrison.
En ese momento la señora Hambly pidió que desocuparan la mesa, porque tenía que empezar a prepararla para el almuerzo. Se acercaba el mediodía, y el día anterior habían comido mucho más tarde. Pero la señora Hambly quería servir el almuerzo antes de que los radioastrónomos tomaran el avión para Sydney.
—No hay razón para que nos quedemos —dijo uno de ellos—. Además, nosotros hemos de llegar al laboratorio a tiempo para la conferencia.
Esto hizo que Cameron se sintiera un poco culpable, lo cual le demostró que el potasio surtía efecto.
Después del almuerzo, Cameron se despidió de los radioastrónomos después de acompañarlos hasta los coches para expiar de alguna manera su anterior desconsideración. A continuación fue a su cuarto e intentó leer una monografía que describía un nuevo método para enfocar partículas de alta energía. Pero no pudo concentrarse. En consecuencia, preguntó a la señora Hambly si alguien estaría dispuesto a llevarle en coche hasta los territorios ubicados al suroeste, aquellos que había visto a lo lejos durante su caminata matutina. La señora Hambly no tardó en encontrar a un joven mecánico del taller que tendría mucho gusto en complacerle.
Tomaron un automóvil pequeño, bajaron por el camino y enfilaron hacia el oeste, en dirección contraria a Wombat Springs. Pronto se encontraron en un terreno que no se parecía a ninguno de los que Cameron había visto hasta entonces. Era como un parque de ondulaciones interminables, jalonado de pequeñas arboledas de color verde oscuro.
El joven ardía en deseos de mostrarle todo cuanto quisiera ver, y Cameron hacía detener el coche continuamente para examinar un arbusto o un árbol, para observar un pájaro exótico, o para escalar una roca de aspecto curioso. De modo que cuando regresaron ya anochecía.
En el comedor halló una serie de rostros totalmente desconocidos. Era el turno de noche, de los que trabajaban en los telescopios ópticos. Uno de los hombres, bastante más bajo que Cameron, se adelantó.
—John Almond —exclamó tendiéndole la mano.
El nombre le resultó en seguida familiar a Cameron. Almond era director del Observatorio de Mount Bogung, y tenía la incómoda misión de entendérselas con los gobiernos de Australia y Gran Bretaña, copropietarios del gran reflector de 3800 mm. También debía tratar a las mil y una personas e instituciones diversas que intentaban meter las narices en el Observatorio. Sin embargo, conseguía superar con aparente desenvoltura aquella incesante carrera de obstáculos.
A menudo, Cameron se preguntaba hasta qué punto la carrera de un hombre podía depender de su aspecto físico. Estaba seguro de que dependía mucho, si no del aspecto físico, por lo menos de alguna condición llamativa ajena a la ciencia. Su propia carrera había sido influida en buena medida por su estatura, un metro ochenta y cinco. Sus lejanos antepasados llegaron a Escocia desde Irlanda, donde, en una época aún más remota, existió un pueblo que se caracterizaba por una poco frecuente combinación de ojos claros y cabello oscuro. Según algunos antropólogos, debió ser una raza precéltica. La estatura de Cameron, sus ojos claros y su cabello oscuro, hacían que destacara inmediatamente. Lo cual debió favorecerle, sin duda.
¿Qué decir, entonces, de John Almond? Éste, con su estatura mediana, y dotado de unos rasgos vulgares, carecía de tal ventaja. Pero sus primeras palabras le hicieron saber a Cameron cual era la cualidad que había hecho sobresalir a Almond, a pesar de su juventud. Era la voz, una voz profunda de timbre particular. Claro que, sin verdadera aptitud científica, la voz no habría bastado; pero la aptitud científica sin la voz tampoco habría sido suficiente. Ésta, sumada a la inteligencia y a los conocimientos, dominaría las reuniones de directivos con una seguridad que la inteligencia y los conocimientos no hubieran podido lograr por sí solos.
—Me sorprende que admita a los radioastrónomos aquí en su montaña, doctor Almond. Este proyecto ¿no hará peligrar algunas de sus subvenciones?
—Haría peligrar aún más mis relaciones públicas, si me comportara de otro modo.
—Supongo que sabe por qué estoy aquí.
—Desde luego. Para dar su opinión sobre la viabilidad de dos planes, el británico y el australiano. Ésa es la misión que les han encomendado a usted y al doctor Nygaard. Por cierto, ¿bajará él a cenar? Me han dicho que está un poco indispuesto.
La señora Humbly intervino entonces para decir que el «pobre señor» no bajaría y que ella le había llevado a su habitación un plato de sopa y algunas «cositas». A continuación les preguntó si deseaban empezar a cenar.
—No diré que no. Tengo una larga noche por delante —respondió Almond sonriendo—. Y ahora permítame presentarle a estos señores. El doctor Cameron… Ly Davis, de Sydney, Tom Cook y Bill Gaynor, de Gran Bretaña, ambos trabajan con el telescopio británico de mil doscientos milímetros; y los demás son de Canberra: Jim Tucker, Alf Maddocks y Joyn Weymore.
La cena concluyó pronto, porque la mayoría de los hombres querían llegar a sus respectivos telescopios y verificar si los preparativos para la noche estaban en orden. Salieron, y dejaron solos a Almond y Cameron.
—Yo también debería irme —explicó el primero—, pero antes quiero charlar con usted. Si se va por la mañana, no tendré otra oportunidad.
—Supongo que le interesa el nuevo radiotelescopio… Comprenda que para mí todavía está sub judice; aunque deseo escuchar todo lo que quiera decirme al respecto. Sobre el viento, por ejemplo.
—¡Ah! Ya lo ha notado —sonrió Almond.
—Por supuesto. Anoche aullaba como un alma en pena.
—Sinceramente, no le veo demasiado futuro al proyecto. Tienen problemas de localización y de diseño. Desde el punto de vista científico, sería mucho más sensato emplazarlo en Chile.
—¿No ocurre lo mismo con el reflector de tres mil ochocientos milímetros?
—¡Bah! Por lo que concierne a éste, yo siempre he pensado que fue una decisión arriesgada. Hubo que tomar la estabilidad política de Australia y dejar las ventajas astronómicas de Chile.
—¿Por qué es distinto el caso del radiotelescopio?
—Porque este radiotelescopio cuesta mucho menos que un reflector.
—De modo que el riesgo financiero sería menos importante en Chile.
—Así es.
—Suponga que alguien arguyese a favor de uno mucho más pequeño y para frecuencias más altas.
—Entonces las cosas cambiarían radicalmente.
Cameron apuró el café de un trago, según su costumbre, como si estuviera bebiendo whisky. Luego preguntó:
—¿En qué sentido?
—Bien, en primer lugar, sería más interesante…, desde mi punto de vista. Nos sería mucho más útil para la clase de trabajo que estamos realizando.
—Sobre moléculas interestelares, ¿no?
—Gas y moléculas. Y desde luego, una antena más pequeña seria una empresa más barata.
—¿Usted la preferiría?
—Francamente, sí. Pero tal vez mis intereses personales influyen demasiado en opinión.
—Hay otras personas a quienes parece gustarles la idea.
Almond reflexionó brevemente.
—Creo que casi todo el mundo, a excepción de los radioastrónomos, lo preferiría.
Cameron guardó silencio, esperando que Almond explicase aquella aparente paradoja.
—A ellos no les gustan mucho las nuevas técnicas que utilizan estos receptores de muy alta frecuencia. La radioastronomía siempre ha descansado sólidamente en la tecnología del radar. Esto es distinto, más parecido a la física del estado sólido, o mejor una especie de fastidiosa combinación de estado sólido y electrónica avanzada. Muy poca gente está familiarizada con eso.
—Nunca hubiera imaginado que fuese tan grave —comentó Cameron frunciendo el ceño. Aquél era un punto de vista nuevo.
—Tal vez no lo sea para ustedes, los especialistas en física nuclear —respondió Almond—, pero es grave para nosotros. La astronomía va entre cinco y diez años a la zaga de la física nuclear. Luego le enseñaré nuestro telescopio de tres mil ochocientos milímetros. Verá que está totalmente controlado por ordenadores. Muchos de nuestros resultados aparecen en lectura digital. Son cosas que los especialistas en física nuclear aprendieron a hacer diez años atrás. Nos estamos modernizando con rapidez, pero hemos tenido que vencer un siglo o más de prejuicios. Para eso se necesita tiempo.
Almond se puso en pie, preparado para empezar su trabajo nocturno. Cameron le siguió. Lejos de las luces, en un pequeño claro del bosque, los dos hombres elevaron la vista hacia el cielo.
—¿Conoce el hemisferio austral? —preguntó Almond.
—No, pero tampoco puedo decir que conozca el septentrional. Excepto algunas constelaciones como la Osa Mayor.
—Es bastante extraño que en el sur no tengamos una constelación tan característica como ésa. Nuestras constelaciones —suelen ser cadenas de estrellas nada más, como Centauro en el extremo oeste, o Hidra, que ahora está baja. La diferencia viene a ser como la que existe entre las dos caras de la Luna.
—¿Cómo es eso?
—En la otra cara de la Luna —explicó Almond—, la que no vemos desde la Tierra, no hay grandes zonas oscuras, de las que llamamos «mares».
—¿Hay alguna explicación?
—En Estadas Unidos hay un tipo que dice que lo entiende. Yo estoy seguro de no entenderlo.
Cameron recordó un pasaje de su conversación con Nygaard. Era típico de Cameron el evocar los detalles insólitos, como si necesitase grabarlos en su cerebro en disposición ordenada.
—Cuando abordé esta cuestión de las altas frecuencias, si me permite volver sobre el tema, alguien comentó que una antena de trece metros emplazada aquí, en Mount Bogung, dejaría fuera de juego la de doce, que está emplazada en Kitt Peak. En mi país, otra persona apuntó en la misma dirección cuando dijo que el sur tiene más ventajas. ¿Cuál es la razón?
Sopló una ráfaga de viento. Cameron vio que el cabello de su compañero se agitaba.
—Desde aquí se domina el centro de la galaxia. Es el conglomerado de moléculas más rico y pasa casi sobre nuestras cabezas. ¡Mire!
Almond señaló la Vía Láctea. Cameron la vio como un gran arco sobre el cielo. En la dirección hacia la que apuntaba Almond, descubrió un luminoso punto rojo.
—¿Y eso…?
—Debe ser Marte. Nunca recuerdo la posición exacta de los planetas; aquí no nos ocupamos de ellos. Pero se le reconoce por el color rojo y el brillo. ¿Por qué no viene esta noche a la cúpula grande, dentro de un rato? Ahora tengo que preparar mi programa, pero si viene poco después de medianoche, le mostraré el telescopio. Más o menos a esa hora interrumpimos el trabajo para tomar un bocadillo.
Almond se perdió en la oscuridad.
«No dudo que interrumpan el trabajo para tomar un bocadillo», pensó Cameron. Aquellos astrónomos comían a todas horas. Volvió a contemplar la Vía Láctea. Luego se alejó unos setecientos u ochocientos metros de todas las luces artificiales. Entonces el cielo se oscureció y apareció salpicado de estrellas en todas direcciones. Levantó de nuevo la vista hacia Marte, y entonces volvió a sentir como una señal de alarma que repicaba en su cerebro. Un detalle fuera de lugar. Parecía ridículo, pero empezaba a sentirse muy cansado. Lo mejor sería regresar a su cuarto y descabezar un sueño. Al diablo con la conferencia del día siguiente y al diablo con «el bocadillo» de medianoche de los astrónomos.
Cuando emprendió la marcha el viento soplaba con fuerza. Antes de ir a acostarse entró en el comedor y buscó un diario. Volvió varias veces las páginas sin encontrar la sección que le interesaba. El ruido de alguien que se sonaba ruidosamente le hizo volverse en redondo.
—Creo que he conseguido dominarlo —murmuró Nygaard. Vestía un pantalón holgado, un jersey enorme y una bufanda le cubría a medias la cara. En una mano llevaba un montón de pañuelos de papel, y en la otra una taza y un plato vacíos.
—Se me ocurrió devolver esto —dijo, indicando la vajilla—. ¿Qué busca usted?
—La página de astrología —respondió Cameron.
—En este preciso instante no tengo ganas de leer mi horóscopo.
La señora Hambly entró y cogió la vajilla. Le preguntó a Nygaard si necesitaba algo más.
—Sólo la página de astrología del diario, si la tiene usted, señora Hambly.
El rostro de la señora Hambly su iluminó como el sol matinal. Por fin aparecía un «señor» que entendía aspectos más importantes de la astronomía. En seguida regresó de la cocina con la página que faltaba del diario.
Cameron se maravilló una vez más de la facilidad improvisadora de los norteamericanos.
Y al cabo cabo de un rato encontró lo que buscaba. No, la memoria no le había engañado.
—Aquí dice que Marte está en Tauro.
—¿Por qué no habría de estar?
—¿El centro de la galaxia está en Tauro?
—¡No, por Dios! Está en Sagitario, muy lejos de Tauro.
—Eso me parecía. Si sale fuera verá que Marte está en Sagitario.
—Entonces el palurdo que redacta la columna de astrología se ha equivocado.
La contradicción que preocupaba a Cameron había cobrado forma definitiva.
—¿Sabe una cosa Nygaard? Siempre he observado que los lunáticos son excepcionalmente precisos en los detalles. Los maniáticos viven tratando de explicar por qué las constantes atómicas son las que hemos calculado o por qué las órbitas de los planetas tienen las dimensiones que hemos dicho que tienen. Si un chiflado le recitala magnitud del eje semimayor de la órbita terrestre, podrá apostar su último dólar a que la cifra es exacta hasta el último decimal. Y no dudo que un astrónomo profesional corriente no sería capaz de repetir de memoria hasta el tercer decimal.
—¿Y bien?
Cameron levantó el diario.
—Si aquí dice que Marte está en Tauro, seguro que lo encuentra en Tauro.
Nygaard rió roncamente y estornudó en sus pañuelos de papel.
—Se ha equivocado, Cameron. El pájaro que escribe esa basura astrológica no es un lunático, sino un frío profesional. Conoce al público ignorante que le lee. Y le da lo mismo que Marte esté en Tauro o en Timbuctú.
—Yo he estado caminando ahí fuera unos setecientas metros, para alejarme de las luces artificiales —respondió Cameron lentamente—. Y he visto que tenía un aspecto raro.
—¿Raro?
—Sería más correcto decir borroso. Usted sabe que siempre he tenido muy buena vista. A mi edad empieza a fallar, pero no para este tipo de cosas. He visto que Marte parecía algo borroso. Quizá fue eso lo que despertó mi curiosidad.
Cameron volvió a levantar el diario. Nygaard se encogió de hombros.
—No cuesta nada salir y echar una ojeada, ¿no le parece? Se alejaron unos cien metros del edificio y miraron hacia el oeste. El cuerpo rojo y luminoso se había desplazado perceptiblemente hacia el horizonte desde que Almond y Cameron lo habían visto por primera vez.
—Me parece normal —dijo Nygaard.
Cameron se abstuvo de comentar que después de tanto estornudar y sonarse la nariz, cualquier cosa le parecería normal.
—Avancemos un poco más.
Anduvieron varios minutos y pasaron frente al telescopio británico que estaba a la izquierda, en el fondo de un suave declive del camino. Pasó una camioneta y la luz de sus faros echó a perder la adaptación de sus ojos a la oscuridad. Se apartaron del camino, adentrándose en el monte, y esperaron.
—Sigo encontrándolo normal —insistió Nygaard.
—No. Yo veo lo mismo que antes —afirmó Cameron, categórico—. No es exactamente borroso. Parece un punto de luz con un tenue halo a su alrededor.
Nygaard gruñó y luego, súbitamente, exclamó:
—¡Eh! Espere un momento. El centro de la galaxia está más o menos en la declinación de veintinueve grados, ¿verdad? La declinación máxima al sur del Sol es de aproximadamente veintitrés grados y medio, ¿no? Si la órbita de Marte estuviera en el mismo plano que la del Sol, la cifra que correspondería a Marte sería exactamente igual a la de éste… De modo que el problema es si la órbita de Marte puede tener tanta inclinación como cinco grados. ¿O no es el centro de la galaxia lo que estamos mirando?
—Lo ignoro. Almond dijo que sí.
—Ya, pero ¿por qué no descubrió Almond la discrepancia?
—Dijo que no le interesan los planetas.
—A mí tampoco. Pero me interesa mucho el centro de la galaxia. He trabajado a menudo sobre él.
—Pues, ¿cómo es que tampoco lo sabe?
—Mire, nosotros no enfocamos el telescopio sobre el objeto a simple vista. Si va a la cúpula mayor, verá que se limitan a perforar la posición sobre una tarjeta. La tarjeta es introducida en el ordenador y éste le ordena al telescopio hacia dónde debe apuntar. Todo es automático.
—¿Quiere decir que el astrónomo no necesita saber nada acerca del cielo?
—Absolutamente nada. Se limita a consignar la posición del objeto que desea estudiar, y la introduce en el ordenador.
—¿Y de dónde saca la posición?
—De un catálogo. Aunque también tiene a su alcance un mapa detallado de la zona celeste que le interesa. Eso sí, siempre se trata de una zona muy reducida. Uno nunca se distrae con la totalidad.
—Pero el mapa saldrá de alguna parte…
—Generalmente de un levantamiento de todo el cielo, puesto al día.
—¡Ah! —exclamó Cameron.
—Eso es lo que hacen los dos británicos: la puesta al día.
—Entonces ellos son los que han de informarnos —dijo Cameron, sin dejar de mirar la estrella roja.
—No tenemos garantías de que sepan más que nosotros al respecto. Su trabajo se limita a desplazar el telescopio de una zona del cielo a otra.
—Podemos probar.
—Sí. Me gustaría averiguar la inclinación de Marte. Me sorprendería que fuera de cinco grados.
Anduvieron por el monte durante algunos minutos hasta que llegaron a la cúpula blanca donde estaba emplazado el telescopio Schmidt. Nygaard golpeó la puerta exterior y no salió nadie; al descubrir que estaba abierta, ambos entraron con precaución. Dentro reinaba la oscuridad. Como no querían encender la luz y exponerse a estropear una exposición fotográfica, subieron despacio, a tientas, por la escalera.
—¿Quién anda ahí? —exclamó una voz sorprendida, sobre sus cabezas.
Nygaard lanzó un violento estornudo que, pensó Cameron, no mejoraría el humor del dueño de la voz. Por último, cuando Nygaard hubo despejado sus fosas nasales estruendosamente, la voz agregó:
—El hospital más próximo está al otro lado del camino.
—¿Sabe cuál es la inclinación de la órbita de Marte? —jadeó Nygaard.
Cameron oyó murmullos y de pronto la voz volvió a sonar:
—Tom, aquí hay un lunático que pregunta la inclinación de la órbita de Marte.
Apareció una luz tenue y dos manchas blancas se hicieron visibles en lo alto. Cameron identificó las caras de los dos observadores.
—¡Ah! Es el doctor Cameron —dijo otra voz.
—Lunático o no —respondió Cameron—, me gustaría saber dónde se supone que está Marte.
—Aquí sólo tenemos algunos libros de consulta. Si quieren saberlo tendrán que ir a la cúpula grande.
—Veamos si conseguimos averiguar la inclinación de Marte —insistió Nygaard.
—¿Para qué diablos quieren saberla a esta hora de la noche?
—¿Es de hasta cinco grados?
—No lo creo. Pero podemos averiguarlo.
Uno de los astrónomos les condujo de nuevo escaleras abajo. Poco después estaban en una oficina donde se podía utilizar una luz más potente. Sin dar ninguna explicación, Nygaard paseó la mirada sobre una biblioteca empotrada en una pared. Al cabo de un momento tomó uno de los libros y empezó a hojearlo.
—Un grado, cincuenta y un minutos —exclamó al fin en tono triunfal—. ¡Ah!, y la longitud del nodo ascendente…, casi cincuenta grados. Esto no podría provocar más de un grado de diferencia en la declinación.
—¿Y a qué viene todo esto? —preguntó el astrónomo que, según suponía Cameron, era Tom Cook.
—Será mejor que vengan y lo vean personalmente —contestó Cameron.
Cuando estuvieron fuera y lejos del edificio, Nygaard señaló hacia el oeste.
—Muy extraño. Yo juraría que exactamente ahí está el centro galáctico, en la declinación veintinueve. Así, pues, ¿cómo puede estar ahí Marte?
Cook miró un rato.
—Puede ser algún tipo de ilusión, pero resulta raro. Será mejor que echemos una mirada al Almanaque Náutico. Le acompaño. Bill vigilará el telescopio.
—¿Bill?
—Bill Gaynor.
—¡Ah, sí! Bill Gaynor —dijo Cameron, satisfecho por haber conseguido «repescar» otro nombre.
Todas las puertas de la cúpula mayor permanecían cerradas durante la noche, pero Cook llevaba consigo una llave. Guió a Nygaard y Cameron por una enorme sala llena de equipos mecánicos. Subieron en ascensor hasta el segundo piso, donde no vieron el telescopio, que estaba aún más arriba, sino una planta ocupada por una serie de oficinas y por varios cuartos oscuros para trabajos de revelado. Allí había también una biblioteca.
Después de consultar brevemente el Almanaque Náutico, Cook exclamó:
—Marte está en ascensión recta de cuatro horas.
—¿Dónde queda eso? —preguntó Cameron. Cook volvió a consultar el Almanaque.
—En Tauro —respondió.
—Pido perdón, y me cubriré humildemente de arpillera y gimió Nigaard —antes de lanzar un estornudo portentoso.
—¿Cómo puedo comunicarme con el doctor Almond?
—Será mejor que llame al auxiliar nocturno. Apriete este botón.
Un momento más tarde, ambos oyeron a Cameron decía:
—¿Puedo pedirle al doctor Almond que venga inmediatamente a la biblioteca? Sí, en el segundo piso… No, no me importa que esté a mitad de una exposición; se trata de un asunto muy urgente… Sí, ahora mismo. Dígale que soy el doctor Cameron. Almond apareció diez minutos más tarde. Entró en la biblioteca con el ceño fruncido, como indicando que tendrían que darle muy buenas razones para explicar por qué habían interrumpido tan groseramente su trabajo nocturno.
—Dije después de medianoche —le espetó a Cameron.
—Cálmese, hombrecillo —respondió éste en gaélico.
—¿Qué dice?
—El objeto que usted identificó como Marte no es Marte. Pensé que el dato podría interesarle, pero si me he equivocado, vuelva a su telescopio.
Cameron conocía bien la sugestión que los instrumentos colosales ejercen sobre los hombres que los manejan; era algo que nunca le había gustado. Almond demostraba tal tipo de conducta, y eso le sacaba de sus casillas.
Almond, por su parte, pensaba que Cameron se había excedido al obligarlo a alejarse de su telescopio. Además, era posible que estuviese equivocado.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó.
Marte está en ascensión recta de cuatro horas.
Tom Cook mostró el Almanaque, y Almond lo estudió rápidamente.
—Según esto, Marte y el centro galáctico están prácticamente en oposición, no en conjunción —agregó Cook.
—Desde luego parece ser así. Salgamos a echar un vistazo. Cameron se halló escrutando nuevamente el cielo occidental, en dirección al inmenso desierto australiano. Mientras tanto, los demás murmuraban con excitación.
—¡Es una supernova! —exclamó Almond—. Una supernova próxima al centro de la galaxia.
Se produjo un largo silencio, que Almond se encargó de volver a interrumpir.
—Ese objeto va a desaparecer dentro de una hora. Ya sé lo que voy a hacer. Voy a obtener un espectro. —Luego, volviéndose hacia Cook, agregó—: Puedes hacer lo que quieras, Tom, pero si yo estuviera en tu lugar, fotografiaría a ese bicho antes de perderlo de vista.
El grupo se dispersó al instante y Cameron se quedó solo. En física nuclear no hay prisa ni excitación por obtener resultados. Éstos pueden ser muy emocionantes, pero el trabajo necesario para conseguirlos es largo y a menudo muy árido. Es posible que haya que tomar muchos miles de fotogramas en la cámara de niebla, para luego someterlos a una medición minuciosa y a un análisis con ordenadores. Por eso, y a diferencia de Almond, Cameron no tenía un instinto que le impulsara a volver corriendo junto al telescopio. Decidió regresar a la «cabaña».
Al llegar se encontró con la señora Hambly, que estaba a punto de irse a acostar. Le preguntó cuál era el sistema para preparar café, porque juzgaba probable que los demás volvieran al cabo de una hora, más o menos, para celebrar una conferencia. Pero la señora Hambly no quiso ni oír hablar de que él preparase el café, sino que se empeñó en esperar personalmente. Cameron encendió un buen fuego en la chimenea y después persuadió a la señora Hambly para que sacara de la alacena una botella de whisky escocés. Mientras se calentaba y sorbía su bebida, pensó que había realizado un buen trabajo. Su instinto no le había engañado. O tal vez se trataba sólo de que aún tenía muy buena vista.