5.- Viaje a Australia

Al día siguiente, Cameron tomó el avión de las doce que unía Londres con Washington. Descubrió con alivio que se trataba de uno de los aparatos más antiguos, y no de un Jumbo. Aterrizó en Dulles, lo que significó tener que tomar un taxi y recorrer los casi cincuenta kilómetros que le separaban del aeropuerto metropolitano, donde llegó con el tiempo justo para embarcar rumbo a Charlottesville. El pequeño avión se movió bastante cuando llegó a las Blue Mountains, lo que no resultaba muy cómodo después de una travesía de ocho horas sobre el Atlántico. Nygaard le esperaba junto al portón de salida.

—¿El doctor Cameron? Soy Bob Nygaard.

—Mucho gusto. Parece que tenemos un problema entre manos.

—Claro que sí. ¿Ha tenido buen viaje?, por decirlo con las palabras del juez Warren.

—¿Cómo dice?

—Ésas fueron las primeras palabras que pronunció la Comisión Warren: «¿Ha tenido buen viaje hasta aquí, señora Oswald?». Eso dio el tono de toda la investigación. ¿Lleva maletas?

—Dos.

—Okey. El despacho de equipajes está aquí, a la izquierda. Como el avión era pequeño, las maletas aparecieron pronto. Cda uno de ellos tomó una y no tardaron en partir en el automóvil de Nygaard.

—No he organizado nada para esta noche. Pensé que usted no estaría de humor para compromisos sociales. Pero será un honor para mí el recibirle en mi casa, para beber algo y cenar.

—Le seré franco: quiero cenar poco e irme en seguida a la cama —respondió Cameron.

—Ya lo suponía. He reservado habitación en el Country Inn. No está muy cerca del Observatorio, pero es cómodo.

—Me parece bien.

—Iré a la oficina a primera hora y estaré a su disposición durante todo el día.

—Eso me recuerda el Japón —dijo Cameron sonriendo.

—¿El Japón?

—Verá. Encargamos unos aparatos allí. Los ingenieros de la empresa me recibieron en el aeropuerto. Yo venía de Suiza en vuelo sin escala. Me llevaron directamente a la oficina para una conferencia de negocios. Son muy astutos.

—No se preocupe; aquí no le haremos trabajar tanto. Cameron no tardó en acostarse, pero aun estando cansado no le resultó fácil conciliar el sueño. Decidió que su pulso estaba demasiado alterado. La vibración del avión le perturbaba de alguna manera el metabolismo. Después durmió con sobresaltos durante un par de horas, tomó dos aspirinas y volvió a dormir hasta las tres de la mañana. Encendió la lámpara de la cabecera y leyó varios papeles. Aproximadamente una hora más tarde apagó la luz, gruñendo y maldiciendo, y consiguió dormir hasta las seis y media. Entonces se aseó y se vistió parsimoniosamente. A aquella hora la cafetería ya debía estar abierta para el desayuno. Y cosa rara: se encontraba muy bien. Bajó a la cafetería y pidió un zumo de naranja, unas pastas y café. En su opinión una de las cosas que mejor se hacían en los Estados Unidos eran las pastas.

Cameron pasó la hora siguiente telefoneando a Ginebra, por si había alguna novedad en el asunto del acelerador de 1000 GeV. No la había. Se preguntó si en aquel caso la falta de noticias no sería más bien positiva. Después pidió un taxi. El viaje hasta el Observatorio duró media hora. Nygaard se había atenido a lo prometido. Estaba allí trabajando, a pesar de que el reloj del corredor apenas marcaba las ocho y media. Cuando le vio llegar, salió a su encuentro con una sonrisa.

—Buenos días, doctor. Espero que haya dormido bien.

—Tan bien como se podía esperar.

—Entiendo. Me tendrá que permitir que empiece con una especie de disculpa.

—Usted dirá.

—Naturalmente, yo pensaba acompañarle a Australia, pero ésta es una mala semana para mí. Nuestro Patronato celebrará junta aquí, el viernes.

—¿No podrá venir?

—Hasta después del viernes, no. Me gustaría acompañarle…

—Obviamente, no puede. De todos modos, usted se ha prestado para asesorar en esta materia por mera gentileza.

—Celebro que lo entienda así. Podría fijar la partida para el sábado, pero incluso esa fecha no es muy conveniente. Verá, siempre hay que hacer tantas cosas…

—¿Cuándo podrá partir? ¿El lunes?

—Sí, podría arreglarlo para el lunes.

—Entonces, prefiero retrasar unos días mi viaje. No creo que tenga mucho sentido presentarme solo.

—Bien, ¿qué le parece si vamos al grano? —Nygaard le mostró un montón de papeles—. ¿Qué opina usted de este problema?

—Ya he tomado ciertas medidas. He pedido a mis colaboradores de Ginebra que verificaran y ampliaran algunos cálculos.

—¿Interviene el Centro Europeo de Investigaciones Nucleares en este asunto?

—No, no interviene. Fue el Ministerio de Ciencia quien me consultó.

—Ya veo. Se lo pregunto por la relación que tiene con el Observatorio Meridional de Europa. Está adscrito al CERN, ¿verdad?

—No es mi sección —dijo Cameron—, pero tiene bastante experiencia en materia de obras. Por eso les pedí que pasaran algunos programas por el ordenador. Lo primero que llama la atención cuando uno estudia el proyecto de estructura deformable que proponen los australianos, es que si bien calcularon los módulos normales de la antena, no existe absolutamente ninguna garantía de que todos los módulos sean realmente estables.

—¿Cuando exista una fuente de energía exterior?

—Efectivamente. Y esta fuente puede ser desde motores a simplemente el viento.

—¿De modo que tiene dudas acerca de ese sistema?

Cameron asintió, y Nygaard prosiguió:

—Me parece justo. ¿Pero está verdaderamente de acuerdo con la propuesta británica? Su gente quiere montar una antena con más de cien piezas independientes. ¿Usted cree en la posibilidad de sintonizarlas todas con una precisión superior al milímetro?

—No. —Cameron meneó la cabeza.

—Entonces ¿en qué quedamos?

—Quedamos bien, porque no seremos nosotros los constructores de ese maldito telescopio. A mi juicio, y confieso que es sólo una primera impresión, ambas propuestas son erróneas.

—¿Conoce el último informe sobre astronomía de la Academia Nacional? —preguntó Nygaard tras unos instantes de silencio.

—No.

—Bien, hace unos dos años la Academia Nacional nombró una comisión para establecer las prioridades de la astronomía norteamericana. Su finalidad era evitar que los proyectos competitivos siguieran anulándose entre sí.

—Cuando se trataba de conseguir fondos, supongo.

—En efecto. Bien, la primera idea de la comisión fue recomendar una antena de esta dimensión para estas longitudes de onda, aproximadamente. Y convinieron en asignarle prioridad absoluta. —Nygaard volvió a blandir los papeles—. Después se pusieron a pensar cómo podrían construirla, y entonces fue cuando surgieron los problemas. Lo sé porque yo formaba parte de la comisión. Al fin decidimos que la empresa era demasiado difícil, por lo que fue eliminada de la lista de prioridades. Entonces dimos preferencia a otros proyectos. Así pues, supongo que estoy de acuerdo con usted. Excepto el detalle de que no estoy tan seguro de que sea imposible construir un plato deformable. Puede ser difícil, pero no imposible.

En aquel momento entró una secretaria.

—¿Quieren café? —preguntó en tono profesional.

—¡Ah, Nona! Le presento al doctor Cameron. Cameron estrechó la mano de la joven.

—¿Cómo le gusta, doctor Cameron?

—Con un poco de crema y sin azúcar.

El café llegó en seguida y Cameron empezó a sorberlo mientras Nygaard reanudaba el hilo de la conversación:

—Tal vez se logre. Tal vez.

—¿No sería preferible recomendar algo mucho más pequeño, pero de más alta frecuencia? ¿Digamos un plato de trece metros aplicable a longitudes de onda de hasta dos milímetros?

Nygaard apretó los labios, dio unos golpecitos sobre el escritorio y durante un momento dejó vagar la mirada por la sala. Luego observó a Cameron fijamente.

—Debo advertirle que personalmente tengo interés en todo esto. Un telescopio de trece metros, operando desde Australia sobre ondas de dos milímetros, inutilizaría el instrumento de doce metros que tenemos montado en Kitt Peak.

—Lo cual le plantea una situación incómoda, claro.

—No tanto. Me pidieron una opinión acerca de los méritos de las dos propuestas. —Nygaard dejó caer la mano sobre los papeles—. No es lo mismo que dar un consejo que puede ser interpretado de muy distintas maneras.

Cameron terminó su café. Le pareció que empezaba a darse cuenta del camino que debía seguir. En realidad, la mitad de su mente ya estaba ocupada en resolver la forma en que pasaría la semana próxima. ¿Sería en Berkeley? ¿En Hawai o Tahití? ¿O en el Blue Ridge?

—¿Qué colores tiene el otoño en este momento? —preguntó.

Los ojos de Nygaard se dilataron. El súbito cambio de tema le había cogido por sorpresa.

—Bien, por supuesto, ahora están en su apogeo. Pero…

—Se me ocurrió la idea de escalar el Blue Ridge.

—Podemos prestarle uno de nuestros automóviles.

—Preferiría ir a pie. ¿Hay algún camino?

—Hay ciento cincuenta kilómetros de camino. Hace tres años lo recorrí por entero. Vaya en coche hasta uno de los mejores paisajes y empiece a caminar desde allí. Cuando se canse, llámenos y nosotros le recogeremos.

La ductilidad de los norteamericanos nunca dejaba de maravillar a Cameron. Nygaard había aceptado el cambio de tema sin la menor contrariedad. Y solucionó el asunto con la misma soltura.

—Pero ¿cómo…? —empezó a preguntar.

—¿Cómo vamos a redactar nuestro informe? —le interrumpió Cameron—. Es muy sencillo. En función de nuestros cálculos, y quizás en función de lo que descubramos sobre el terreno, en Australia, diremos que ambas propuestas nos parecen impracticables. Usted lo dejará en ese punto, porque agregar otra cosa podría resultarle comprometedor. Entonces yo podría sugerir que valdría la pena pensar en algo mucho más pequeño y de más alta frecuencia.

Nuevamente, Nygaard empezó a dar golpecitos sobre el escritorio.

—Tal vez yo cambiaría de opinión si se nos presentara la posibilidad de participar en la construcción de la antena para ondas de dos milímetros, últimamente el Congreso ve con muy buenos ojos los proyectos internacionales. ¿Le molestaría que echase una sonda en esa dirección?

Cameron se rió.

—En el proyecto que administro en el CERN intervienen diez países. De modo que no soy el hombre más indicado para poner reparos a las actividades multinacionales. Sea como fuere, mi misión consiste en formular la mejor recomendación posible. Ahí termina todo.

—Nosotros tenemos bastante experiencia en situaciones de conflicto —agregó Nygaard, con tono reflexivo.

Cameron estuvo en un tris de pedir información sobre las situaciones de conflicto, pero en seguida desistió. Descubrió que estaba pensando si podría comprar en Charlottesville un par de buenas botas para su excursión.

A Cameron siempre le gustaba creer que había tomado la decisión correcta. Y aquella mañana, mientras marchaba por el Blue Ridge, pensó, complacido, que así había sido aquella vez. Sabía que había procedido bien porque la noche anterior durmió diez horas seguidas, lo cual era una novedad para él.

Había pasado dos días en Charlottesville, comprando todo lo que necesitaba, charlando con los científicos del lugar y haciendo vida social. Después recorrió en coche ciento cincuenta kilómetros y se internó en los bosques. Nygaard estaba en lo cierto al decir que los colores del otoño eran magníficos. Los fulgurantes rojos del bosque, en el colmo de su intensidad, brindaban un espectáculo que los europeos difícilmente podrían imaginar.

Ya hacía tres días que Cameron había abandonado el automóvil. El camino que seguía era de tierra, excepto cuando pasaba frente a un albergue o un motel aislado. Caminaba entre los árboles, atravesando claros que permitían ver el paisaje hacia el este y el oeste. Cameron conjeturó que aquello había pertenecido a los indígenas, porque todo tenía un toque de delicadeza: rodeaba los obstáculos en lugar de abrirse paso entre ellos.

Le resultó fácil imaginar que no estaba en el siglo XX, sino en el tiempo de los primeros colonos. Virginia es, probablemente, el estado de la Unión donde resulta más fácil invertir la mar del tiempo. La mente de Cameron evocó el campo de batalla de Culloden, en 1746. Los mismos necios brutales que habían oprimido y profanado los Highlands escoceses, perdieron las colonias americanas sólo treinta años más tarde. Al pasar revisa a todo lo que Gran Bretaña había conseguido dilapidar en dos siglos de estupidez y desgobierno, se convenció de que realmente era una nación con instintos suicidas.

¿Qué podía importarle el tonto problema del radiotelescopio? Una ardilla se cruzó en su camino. Pateó una piedra en dirección al animalito, y éste trepó vertiginosamente a las ramas superiores de un árbol cercano. Sí, ¿qué le importaba, en el fondo? Al menos había tenido la satisfacción de ver que el consejo de Fielding le parecía sensato a Nygaard; quizá demasiado sensato para su tranquilidad. Cameron consideraba a Fielding como un científico honesto, y por consiguiente tendía a desechar la advertencia de Mallinson. Le alegró comprobar que Nygaard compartía su opinión. Cameron conocía bien a los científicos constructores de imperios. Había visto cómo esa clase de gente arruinaba incontables programas nacionales de investigación. Por ese motivo prefería trabajar en un laboratorio internacional. Cuando intervenían muchos países, quedaba menos margen para los tipos genialoides, dotados por la naturaleza de una coraza paquidérmica, que se pasaba toda la vida promoviendo sus propias ambiciones en comisiones nacionales xenófobas. Cameron se preguntaba cuánto tiempo duraría aquella relativa pureza de la investigación a escala internacional. Empezó a sentir hambre. Consultó el mapa y vio que había un mirador a seis kilómetros de allí. Aceleró el paso.

Después de pasar dos días en el Blue Ridge, Cameron telefoneó sin demasiadas ganas a Charlottesville. Lo hizo el domingo por la noche, un día antes de que Nygaard estuviera listo para partir rumbo a Australia, para que le enviaran un automóvil a la mañana siguiente.

Llegó a Charlottesville el lunes a mediodía, dos horas antes de que partiera el avión que les llevaría a él y a Nygaard a New Orleans. Desde allí había un vuelo directo, por la tarde, a San Francisco. El avión de la línea australiana QANTAS, que iba de San Francisco a Sydney, partía a las nueve de la noche.

Con escalas en Hawai y Fiji, llegaron a Sydney aproximadamente a las siete y media de la mañana siguiente. Calculando que en California aún regía el horario de verano, y también que había seis horas de diferencia, el vuelo a través del Pacífico había durado casi dieciocho horas. Hacía más de veinticuatro que viajaban, desde su salida de Charlottesville, y Cameron se sentía totalmente exhausto. Incluso Nygaard, que era quince años más joven que él, anhelaba con desesperación una ducha y algunas horas de sueño.

A su llegada a Sydney les esperaba un comité de recepción bastante numeroso, que incluía personal de la televisión. Cameron vetó al instante la idea de someterse a una rueda de prensa; en vista de lo cual un radiosatrónomo, a quien Nygaard conocía y saludó, les explicó que tendrían que abordar otro avión en dirección a Wombat Springs a las diez y media. Por ese motivo, los informadores de la televisión no tendrían oportunidad de entrevistarlos más tarde ni al día siguiente. Cameron le dijo que entendía la situación, pero que la respuesta seguía siendo negativa.

Cuando al fin el avión de Wombat Springs estuvo listo para despegar, Cameron se sentó al lado de Nygaard, con gesto enérgico.

—¿Por qué vamos a ese lugar? —preguntó.

—Quieren empezar por mostrarnos el lugar del emplazamiento.

—¿Y si no hay emplazamiento?

—No han previsto esa posibilidad. Lo único que les preocupa es el tipo de telescopio que se construirá.

—¿Eso modificaría el lugar del emplazamiento?

—Que yo sepa, no.

Cameron tuvo la impresión de que algo fallaba. Si el lugar del emplazamiento no tenía importancia, ¿a qué molestarse en ir allí? Pero cuando el avión se posó una hora más tarde sobre una meseta cubierta de césped, la belleza del lugar le levantó inopinadamente el ánimo.

Hombres y equipajes subieron a tres grandes vehículos, que partieron al cabo de pocos minutos. Un breve recorrido les condujo a Wombat Springs. Cameron esperaba que la pequeña ciudad fuera el punto de destino, pero el viaje aún no había terminado. Se desviaron hacia la izquierda, dejando atrás la calle principal, y pronto salieron otra vez a campo abierto, a un paisaje aún más agreste que el anterior. Cameron se animó más al ver varios canguros que pastaban en una especie de parque natural. Pensó que le gustaría observarlos un poco mejor, porque era la primera vez que los veía en completa libertad.

—¡El doctor Nygaard quiere contemplar los canguros! —vociferó, con su mejor grito de batalla. El vehículo se detuvo al instante, y tras él los otros dos.

—Claro que quiero —murmuró Nygaard.

—Son wallabies —explicó alguien.

Nygaard emprendió una trabajosa búsqueda entre su equipaje, y por fin apareció con una cámara. Cameron, adivinando que sus anfitriones estaban algo contrariados por la detención, sonrió apaciblemente a la luz del sol.

A unos quince kilómetros de Wombat Springs se internaron por el camino que conducía a Mount Bogung. A lo largo de la empinada ruta crecían plantas parecidas a las mimosas, que Cameron identificó como acacias. El tema de las acacias era complejo, sutil y muy querido al corazón de casi todos los australianos. Cameron pensó que, en efecto, el amarillo vivo de las flores contrastaba magníficamente con el telón de fondo verde oscuro que proporcionaban las frondas. Habría sido difícil imaginar dos especies tan distintas como aquellos árboles y los del bosque de Blue Ridge, con sus hojas flamígeras.

Los automóviles se detuvieron en la cima de la montaña. Todos se apearon y anduvieron doscientos o trescientos metros a través de un terreno bastante llano hasta el lugar donde se emplazaría el radiotelescopio. Cameron hizo cuanto pudo por aparentar interés, pero su atención ya había sido cautivada por las montañas que se elevaban muchos kilómetros al sur, y por varias agujas de roca, escarpadas y espectaculares, que asomaban entre ellas. Conjeturó que ésas podían ser las entrañas de un volcán antiguo, cubiertas ahora por una abundante vegetación.

Después regresaron a los coches, recorrieron un corto trayecto final a lo largo de la cima, pasaron frente a una inmensa cúpula blanca situada a la izquierda y a otra más pequeña situada a la derecha, y llegaron a un edificio identificado mediante el rótulo «Cabaña». Allí les asignaron habitaciones individuales. Cameron descubrió con asombro que la suya era inesperadamente amplia y cómoda. A regañadientes, confesó para sus adentros que estaba satisfecho de que el grupo no se hubiera quedado en Sydney al fin y al cabo.

Un joven, uno de los chóferes, asomó la cabeza en el umbral.

—El almuerzo estará servido dentro de diez minutos —anunció, y desapareció.

Cameron se preparó para un último esfuerzo. Invirtió quince minutos en ordenar sus cosas y después se dirigió hacia el comedor. Cuando llegó, sus acompañantes ya estaban sentados a lo largo de una mesa bien provista de alimentos. Resolvió limitarse a la sopa y el postre, y a los australianos, que se disponían a comer opíparamente, les resultó difícil entender semejante decisión.

Cuando Cameron miró a su alrededor, descubrió, con cierta inquietud, que si bien le habían sido presentadas todas las personas allí reunidas, no recordaba un solo nombre. Más tarde, cuando volviera a sentirse sociable, tendría que acudir a Nygaard, porque había pasado el momento oportuno para preguntar nombres.

Cameron esperó a que los demás terminaran de comer. Después se excusó, regresó a su cuarto, se duchó y se metió en la cama. Al cabo de pocos segundos estaba dormido.