4.- El radiotelescopio

Viajaron hacia el sur y se detuvieron a almorzar en Dalwhinnie. En aquel desapacible día de octubre había poca circulación, de modo que después del almuerzo no tardaron en llegar a Pitlochry, donde tomaron una carretera secundaria que iba en dirección a Kirkmichael. Aproximadamente veintidós kilómetros más adelante se internaron por un camino aún más angosto que, después de atravesar primero praderas y luego lomas áridas, conducía por fin al observatorio.

Cuando aún faltaban casi cinco kilómetros, vieron la enorme construcción nítidamente recortada contra el cielo. No obstante su aspecto inhóspito, el lugar había sido bien escogido. Con las moles de los Grampians hacia el norte protegiéndolo, el observatorio estaba libre de perturbaciones eléctricas de procedencia humana, y al mismo tiempo quedaba a menos de cuarenta kilómetros de la estación ferroviaria de Pitlochry.

Fielding les esperaba. Cameron había hablado con él una o dos veces y sabía que era un hombre muy entusiasta. Después de presentar a Madeleine, Cameron insinuó, con la máxima delicadeza, que ella preferiría pasar la próxima hora bebiendo pacíficamente una taza de té, sentada frente al fuego y leyendo el diario de la mañana. En cuanto a él, le encantaría conocer las maravillas del mayor radiotelescopio del mundo, aun en medio del huracán que soplaba en aquel momento desde el sudoeste. Fielding asintió cortésmente y les condujo a su casa —una cabaña de piedra exquisitamente acondicionada—, presentó a Madeleine a su ama de llaves, y luego arrastró a Cameron, sin mayores ceremonias, hacia el radiotelescopio.

Fielding era corpulento. Llevaba unas gruesas gafas con armazón de pasta que le daban un aspecto siempre soñoliento, y a lo largo de toda su carrera había sacado provecho de esta circunstancia. En realidad, no se le escapaba una mirada ni un susurro, lo que, unido a su astucia y tacto, le preparaba para una carrera política brillante. Sin embargo, la política le interesaba únicamente como medio para lograr mejoras en el campo de la astronomía.

El enorme aparato que Cameron contemplaba en ese momento, con confesada veneración, era una categórica prueba de las artes políticas de Fielding. La única razón por la cual no había acosado a los funcionarios de Whitehall hasta obligarlos a suministrar fondos para un radiotelescopio de más diámetro, era que ignoraba la forma de construirlo.

Cameron estaba acostumbrado a los instrumentos científicos gigantescos, pero siempre los había visto en tierra, dilatándose sobre grandes extensiones horizontales. Y aquel telescopio, con tus miles de toneladas de acero, se erguía en el aire, sobre su cabeza. Los astrónomos tenían que ser muy competentes no ya para construir semejantes aparatos, sino sólo para imaginarlos.

Fielding insistió en llevarlo al interior del inmenso plato parabólico. Era como estar en un mundo nuevo, un mundo abstracto de metal organizado en precisas configuraciones geométricas. El borde del plato se alzaba sobre ellos, de modo que estaban totalmente aislados del mundo exterior. Cameron tuvo la impresión de haberse introducido en un gigantesco campo de nieve.

Cuando terminaron su visita, la luz crepuscular ya se estaba extinguiendo y las luces de posición para los aviones se habían encendido a lo largo de la grandiosa estructura. En ese momento, Fielding estaba entusiasmado con la idea de mostrarle a Cameron las complejidades del dispositivo de maniobra y de los mandos electrónicos. A su juicio, la electrónica era el alma del observatorio. Pero la física nuclear le lleva mucha ventaja a la astronomía en cuanto a la aplicación de la electrónica, por lo que allí no había nada que pudiera sorprender a Cameron, y aquella parte de la instalación le pareció muy sencilla.

Pero Fielding había reservado lo mejor para el final. Sobre una mesa de su bien iluminada oficina estaban desplegados varios gráficos. Tomó uno de ellos y señaló una línea ondulante trazada con tinta.

—¿Ve algo aquí, Cameron?

Se trataba de un vulgar registro tomado con un instrumento inscriptor. La mayor parte del trazo era irregular, con la configuración que los físicos describen como «ruido». Pero en el lugar a donde señalaba Fielding, el trazo presentaba un máximo.

—Éste es un barrido a través de una de las nubes de gas, en el plano de la galaxia.

—¿A lo largo de la carta?

—Sí.

—¿Qué representa la amplitud?

—La diferencia entre la señal recibida y la de comparación.

Cameron hizo un gesto de comprensión.

—Bien, ¿cuál es su veredicto? —preguntó Fielding.

La señal le resultaba bastante obvia a Cameron, pero con los astrónomos nunca se podía estar seguro de nada. Tenían una peculiar manera de hacer las cosas.

—No sé lo suficiente sobre el contexto para emitir una opinión —respondió.

—Cauteloso, ¿eh? Bien, mire esto. —Fielding señaló otro plano—. Aquí tenemos algo distinto. El plato apunta constantemente a la nube.

—¿Rastreándola?

—Sí. Y ahora practicamos un cambio de frecuencia, aumentando y disminuyendo respecto a la resonante.

—¿Se refiere a su emisión fundamental?

—En efecto. Longitud de onda algo superior a los cinco centímetros.

—¿A qué corresponde ese espectro de emisión?

—¡Ajá! ¿Ése es el problema, verdad? —sonrió Fielding.

—Supongo que sí.

Fielding golpeó la mesa, excitado. Sus ojos brillaban.

—¡Glicina! —rugió. Después señaló una pizarra donde estaba escrito un símbolo químico:

Al ver el revelador grupo CO-OH, Cameron preguntó:

—¿Un aminoácido?

—Exactamente. La primera vez que se halla un aminoácido en estas condiciones.

—Esto se pone muy complicado. ¿Hasta dónde cree que podría llegar? Me refiero a la dimensión de la molécula.

—Por lo que concierne estrictamente al gas, dudo que haya límite.

—¿Hasta macromoléculas?

—Probablemente. Pero encontrarlas es como buscar una aguja en un pajar. Las moléculas complejas tienen una gran cantidad de frecuencias posibles. El problema consiste en descubrirlas y clasificarlas en el laboratorio sin cometer errores. Tomemos la glicina. Para empezar, incluso es difícil pasar, mediante procesos químicos provocados, aminoácidos en solución al estado gaseoso.

—Usted lo logró.

—Pero no aquí. Se necesita un laboratorio químico perfectamente equipado. Esta frecuencia rotacional de la glicina fue descubierta en el Imperial College.

—Y no pudo descubrirla astronómicamente hasta que supo dónde buscar, ¿no?

—Precisamente. Aquí es donde esta espectroscopía de microondas difiere de la espectroscopía óptica. Nosotros necesitamos saber lo que buscamos, mientras los técnicos ópticos se limitan a registrar un espectro y a clasificar sus elementos.

Cameron se dio cuenta de que Fielding estaba tan contento como un perro con dos rabos. Y en términos generales —con criterio de lego en Astronomía— comprendía que lo estuviera. Los aminoácidos son los elementos constitutivos de las proteínas. Éstas, correctamente organizadas, son la base de vida. ¿Había vida en todos los rincones de los infinitos espacios estelares? Ciertamente, eso empezaba a parecer. Formuló la pregunta mientras iban desde el telescopio hacia la casa de piedra.

—Bien, se trata de una idea muy ambiciosa —respondió Fielding—. Va mucho más allá de todo lo que sabemos hasta el momento.

Aquélla fue la primera vez que Cameron oyó a un astrónomo pronunciar un juicio cauteloso.

Cameron se proponía partir al anochecer, pero Fielding no quiso ni oír hablar de ello. Insistió en que debía pasar la noche allí, porque deseaba hablar con detenimiento acerca de aquel proyecto en Australia. De modo que después de una excelente cena preparada por el ama de llaves, condujo a Cameron a su estudio para beber un vaso de oporto, mientras Madeleine se quedaba a leer, o a conversar con la otra mujer…, abandono al que ya estaba acostumbrada como buena «esposa de la ciencia». Cameron consiguió trocar el oporto por whisky. A diferencia de su anfitrión, no era partidario de las bebidas dulces.

—En mi opinión, se ha metido en un avispero —dijo Fielding en tono jovial. Sorbió su oporto y dejó que sus pies calzados en pantuflas se calentaran frente al fuego de la chimenea.

—¿Por qué dice eso?

—Descubrirá que los británicos tienen abundantes y sólidos argumentos para demostrar que las ideas de los australianos son erróneas, y que éstos tienen abundantes y sólidos argumentos para demostrar que la propuesta de aquéllos es desatinada. Eso es lo que descubrirá, como Fielding me llamo.

—Ya lo he descubierto.

—Bien. Entonces le bastará saber que ambos tienen razón y que ambos están equivocados. Tienen razón en lo que objetan a sus adversarios. Y están equivocados cuando formulan sus propias sugerencias.

—¿Quiere decir que no es posible construirlo con ninguno de los dos sistemas?

—No para longitudes de onda de tres centímetros a ocho décimas de milímetro. Las superficies sintonizables son demasiado inestables y las deformables demasiado inseguras. Claro que esto facilita su misión. Limítese a decir que todos están equivocados.

Fielding metió un voluminoso leño en el fuego, tomó otro sorbo y continuó:

—Además, la gama de longitudes de onda no es correcta. Cuanto más cortas, mejor. Si este proyecto fuese mío, las reduciría a dos décimas de milímetro, por lo menos.

—¿Eso no empeoraría las cosas?

—No, porque me conformaría con una antena más pequeña, de aproximadamente diecisiete metros. Usted sabe que en ondas más cortas hay muchas más investigaciones en las que se puede trabajar. Es un campo mucho más rico.

—Pero el que me ha mostrado esta tarde era de onda larga.

—Exacto, estaba por encima de los cinco centímetros. La explicación es que en ondas largas no hay muchas posibilidades, pero dentro de lo que hay… bien, pueden ser estudiadas con un telescopio grande. Así es posible detectar los casos muy sensibles, como el de la glicina. En ondas cortas sucede lo contrario. Existen muchas posibilidades, pero no se puede contar con la sensibilidad de un plato realmente grande.

Cameron tomó un trago de whisky. Mientras el líquido bajaba por su garganta, asintió, y luego dijo:

—Así pues, en el caso que tengo entre manos, lo que pretenden es ganar en ambos campos.

—No podría haberlo resumido mejor. Reducir la longitud de onda sin perder las ventajas de la antena grande. No servirá; Terminarán por quedarse a mitad de camino. Ya se lo dije, pero mis opiniones no despertaron simpatía.

—Creí que la opinión de usted tenía mucho peso.

—No, porque se supone que soy parte interesada. Mucha gente dice que mientras no se construya el nuevo telescopio, nosotros, aquí, seguiremos siendo los privilegiados. Creen que cuando…

—… se construya el nuevo telescopio ustedes perderán los privilegios —terminó Cameron.

—Exacto. Por lo menos en ese tipo de trabajo, aunque podremos seguir realizando otros en ondas más largas.

—¿Es usted realmente parte interesada?

—Quizá sí. Siempre es difícil juzgar los propios sentimientos. Y también es difícil juzgar objetivamente hasta qué punto las nuevas técnicas de construcción podrían hacer posible el proyecto. Eso tendrá que decidirlo usted…, y no yo, gracias a Dios.

—Usted acaba de sugerir una antena de menos diámetro con longitudes de onda aún más cortas.

—¡Ah, sí! Eso también me interesaría, si no tuviera tanto dinero invertido en mi instrumento.

—¿En ese caso, qué haría?

—Recurriría a las empresas más potentes de la industria. Vickers en este país, Krupp en Alemania, Japan Steel o Mitsubishi, varias empresas en Estados Unidos. Averiguaría cuál de ellas cuenta con el torno de mayores dimensiones y le haría pulir piezas de precisión del mayor tamaño realizable. Exigiría lo mejor. Éste es un campo totalmente nuevo y nadie está en condiciones de superarnos. Lo importante sería darse prisa. Inyectar un poco de entusiasmo y terminar con las discusiones y las monsergas políticas.

—¿Por qué no hacemos precisamente eso?

—Porque los receptores son poco fiables en estas longitudes de onda muy corta, y la gente se resiste a emplear una electrónica poco conocida. Pero con el respaldo que tiene usted en el CERN, esto no debe intimidarle.

—No, pero tampoco quiero comprometerme.

—Le entiendo, suponiendo que el proyecto del acelerador de mil GeV, esté en marcha. Entre paréntesis, ¿está en marcha?

—Todavía anda por la etapa de las negociaciones. Tenemos la esperanza de conseguirlo, y si es así, no tendré tiempo para telescopios milimétricos.

Fielding asintió, volvió a asentir, y repitió la inclinación de cabeza por tercera vez, casi imperceptiblemente. Cameron esperó un momento pero no obtuvo respuesta. Miró a su interlocutor y descubrió que se había dormido, como si alguien hubiera apretado un interruptor. Observó, incrédulo, cómo la respiración de Fielding se hacía cada vez más profunda. Luego salió de la habitación de puntillas y fue en busca de Madeleine, que se disponía a acostarse.

A la mañana siguiente, el ama de llaves les comunicó que Fielding había permanecido levantado hasta muy tarde, trabajando, y que el doctor no desayunaría con ellos. Cameron se preguntó si Fielding había seguido durmiendo, sencillamente, delante de la chimenea, hasta despertar de madrugada rígido como una tabla. Más tarde, mientras viajaban hacia el sur por el camino que bajaba hacia Pitlochry, decidió que probablemente nunca lo sabrían.

Cameron y Madeleine se separaron en Pitlochry: él para tomar el tren de Londres y ella para regresar con el automóvil a Glen Shiel. Convinieron que se encontrarían tres semanas más tarde en Ginebra.

No obstante los recientes arreglos, el escabroso camino que unía Pitlochry con Blair Atholl aún necesitaba cuidados, de modo que sólo cuando estuvo al norte de Clachan, Madeleine pudo fijar su atención en un problema que la preocupaba persistentemente. Ya hacía bastante tiempo que se agudizaba la intranquilidad mental de su marido. A su juicio se trataba de una combinación de tres factores. Uno, la edad. A los cincuenta años el hombre debía empezar a descansar, y Cameron tenía exceso de trabajo. Hacía veinte años, incluso diez, la tensión había sido primordialmente de naturaleza científica. Era el empeño de hacer lo científicamente correcto, de no dejarse vencer por el trabajo. Pero últimamente su tarea era política, y también de relaciones públicas: y asesorar proyectos, como el de Australia, conversar con políticos y cosas por el estilo. Incluso debía convencer a los científicos para que cooperasen y evitar al mismo tiempo, que los que tuvieran mayor personalidad eclipsaran la competencia de los tímidos. Lo normal, para aliviar semejante presión, habría sido relajarse. Pero su marido no quería oír hablar de un trabajo más cómodo. Cameron insistía en que entonces todo perdería sentido y ella no entendía el porqué. La mayoría de los científicos elegían tal alternativa y parecían bastante dichosos.

Madeleine siguió conduciendo, con expresión sombría. Hacía tiempo que sospechaba que su marido se proponía llegar hasta determinada posición, hasta determinada meta, para luego arrojarlo todo por la borda y retirarse a los Highlands. Miró hacia los páramos de Drumochter Pass y se estremeció.

Cameron llegó a Londres a última hora de la tarde. Nuevamente fue a la Royal Society, desde donde puso una conferencia a Ginebra. Después telefoneó a Henry Mallinson, quien Inmediatamente sugirió que cenaran juntos en el Athenaeum Club. Cameron habría preferido un lugar más corriente, pero aceptó porque siempre resultaría más fácil conversar discretamente allí que en un restaurante demasiado concurrido.

Mallinson apareció puntual a las siete menos cuarto. Tomaron una copa y pasaron al comedor. Estaba casi vacío, a diferencia de lo que sucedía a la hora del almuerzo, cuando se llenaba de funcionarios de las oficinas de Whitehall. Cameron recordó que alguien había dicho que nada podría contribuir tanto a la recuperación de Gran Bretaña como una catástrofe que ocurriese en el Athenaeum a las dos menos cuarto. Trató de recordar de quién era la frase y pensó que tal vez fuera de J. B. Priestley. Sintió la tentación de preguntárselo a MaIlinson, pero por prudencia no lo hizo.

Una camarera les sirvió una sopa floja. Mientras Cameron estudiaba el plato con mirada hostil, Mallinson anunció:

—Los australianos ya han designado a su árbitro.

—¿Mi antagonista?

—Bueno, yo no diría tanto.

—¿No?

—No, de ninguna manera. Ya ha habido suficientes discrepancias en torno a este proyecto.

—Y ¿quién será mi antagonista?

—Muy bien, si ése es tu estado de ánimo, o uno de tus humores célticos… Tu colega es Nygaard.

—¿Un danés? —preguntó Cameron, algo sorprendido.

—No, no. Bob Nygaard. Del Observatorio Nacional de Radioastronomía de Charlottesville. Es norteamericano.

—¡Ajá! Ya veo.

—¿Qué ves?

—¿Por qué estás tan contento, Henry?

—Que yo sepa…

—¡Ah, sí! Lo estás. Terriblemente feliz. Al fin y al cabo, puesto que yo soy británico y Nygaard es norteamericano, y en consecuencia neutral, la victoria será fácil para nuestro bando, ¿no es eso?

—Si no te molesta que lo diga, ésa es la peor forma de considerar el asunto.

—Pero ¿no es así como te gustaría que resultase?

—No sería humano si no deseara que al final se compruebe que los nuestros tienen razón. Pero lo que importa de verdad es que tú convenzas a ambas partes. Y esto debe quedar muy claro: cualquiera sea tu decisión, habrás fracasado si no consigues la colaboración de ambas partes.

—De modo que la clave es la armonía. La dulce armonía, ¿eh, Henry?

—No dejes que ese humor te haga incurrir en exageraciones —murmuró.

Mallinson vertió en su plato una cucharada de repollo que había llegado a las últimas etapas de su desintegración acuosa. A Cameron le maravilló el deleite con que lo hacía.

—Henry, ¿no se te ha ocurrido pensar que lo más correcto de nuestra parte habría sido solicitar también una opinión neutral? ¿Alguien del Instituto alemán, por ejemplo?

—Yo te considero neutral, mi estimado Cameron. Al fin y al cabo, has pasado muchos años fuera del país. Por cierto, ¿cuándo recomendaréis los del CERN que se instale un organismo internacional en Gran Bretaña?

—En primer lugar, cuando Hacienda apruebe disposiciones fiscales razonables. Y en segundo lugar, cuando los británicos dejen de guisar así el repollo.

—Cameron señaló el plato de su compañero.

Mallinson hizo una mueca.

—Entiendo perfectamente lo que quieres decir. Para mí, comerlo es una forma de autodisciplina. Como el yoga.

—¿Tu esposa lo sigue practicando?

—¿A qué te refieres, al repollo o al yoga?

—Al yoga.

—Tiene recaídas patológicas últimamente, gracias a Dios, lo ha olvidado.

—Debe ser muy desconcertante eso de quedarse con la mirada perdida en el vacío.

—Sobre todo después de pasar una larga jornada en la oficina.

—Pero hablando en serio, ¿no sería mejor consultar a alguien de Bonn? Para empezar, sería una prueba de discreción, y además ellos saben mucho más que yo acerca de estas cuestiones.

—Lo sé —suspiró Mallinson—. Pero nuestros radioastrónomos se oponen terminantemente. Sólo te aceptarán a ti.

—Pues los australianos han aceptado a Nygaard.

—Lo cual es asunto suyo, ¿o no?

Cameron mordisqueó un trozo de tarta Bakewell.

—De tollos modos, esto me pone en una situación embarazosa.

—Tú estás acostumbrado a cosas peores.

—Al menos es una ventaja el no tener que ir a Australia. Estados Unidos me atrae más.

—Sí, pero tendrás que ir a Australia de todos modos.

—¿Por qué?

—Para hablar con los australianos. Así se darán cuenta que están recibiendo un trato imparcial.

—Mira, Henry, usemos un poco el sentido común. Yo tengo Muchas ocupaciones…

—Discúlpame, pero el otro día, en mi oficina, te quejaste de la demora.

—Lo cual no significa que no tenga…

—En esto seré inflexible, mi estimado amigo. Debes ir a Australia. Tanto tú como Nygaard iréis a Australia.

Una vez concluida la cena, los dos hombres fueron hasta el mostrador cercano a la puerta, donde pagaron sus respectivas cenas. Después subieron por una ancha escalera hasta el salón del primer piso. Cameron sirvió el café.

—¿Negro, verdad?

—Gracias. Sin azúcar.

Mientras descansaban en mullidos sillones, Mallinson encendió un cigarro, sorbió su café y dijo:

—Mis espías me han dicho que visitaste a Fielding.

—Quería conocerlo mejor.

—¿Te pareció interesante?

—Sí. Y su observatorio también lo es.

—Tal vez debería formularte una advertencia —murmuró Mallinson, mientras asentía con un movimiento de cabeza.

—¿Acerca de qué?

—Acerca de Fielding.

—No me lo digas, Henry. Ya lo sé.

—¿Qué?

—Por la noche se queda dormido frente a la chimenea.

—No me refería a sus hábitos. Lo que quiero decirte es que sospechamos que Fielding está planeando un nuevo instrumento.

—¡Vaya!

—Sí, para la gama de longitudes de onda que abarca desde los tres centímetros hasta ocho décimas de milímetro. Cameron sorbió el resto de su café, miró a Mallinson, reflexionó algunos segundos y sonrió a dos hombres que ocupaban una mesa vecina. Ambos iban vestidos de negro, ambos eran clérigos. Uno parecía un obispo; el estilo del otro resultaba más difícil de identificar.