Al día siguiente el tiempo empeoró. Madeleine decidió ir en el automóvil hasta Inverness, diciendo que si iban a pasar la Navidad en la casa convenía empezar a almacenar víveres. Duncan Fraser entregó las prometidas cargas de leña. Cameron recibió una llamada de Londres. La secretaria de Mallinson quería saber cuándo regresaría. La urgencia de esta llamada le hizo pensar que quizás hubiera nuevas noticias acerca del acelerador, por lo que intentó comunicarse con Mallinson personalmente, pero le dijeron que estaría ocupado durante todo el día. Maldiciendo la incertidumbre, Cameron trató de leer los documentos relativos al radiotelescopio. Se sentó frente al ventanal que daba al lago. Un viento feroz agitaba la superficie. Le resultó difícil concentrarse porque la caminata del día anterior le había fatigado. Se bebió dos jarras de café.
El problema de la documentación de Mallinson era que, en vez de suministrar una descripción objetiva de los dos métodos de construcción, defendía sin ningún disimulo el punto de vista británico. Los argumentos en favor de la estructura rígida parecían abrumadores, mientras la posibilidad del sistema deformable era enfocada como una extravagancia. De forma que Cameron se sintió automáticamente predispuesto a favor del proyecto australiano, aunque sólo fuera por compensación.
Todavía estaba ocupado en estas elucubraciones cuando apareció Madeleine en la habitación.
—Me telefonearon desde Londres —la saludó Cameron.
—¿No pueden dejarte en paz, ni siquiera por un par de días?
—Por lo visto, no.
—¿Qué querían?
—No lo dijeron. Sólo preguntaron cuándo volveríamos. Madeleine hizo una mueca de desagrado.
—En realidad, me gustaría irme pronto. Para visitar Pitlochry —prosiguió Cameron.
—¿Por qué Pitlochry?
—Porque allí hay un gran radiotelescopio. Me gustaría verlo y conversar con el personal que lo maneja.
—¿Cuándo quieres que nos vayamos?
—Veremos cómo se porta el tiempo. Si sigue siendo malo, podríamos salir mañana en el coche. Después yo seguiría hasta Londres en tren.
—¿Dejándome a mí con el coche, para que lo vuelva a traer?
Cameron hizo un gesto afirmativo mientras trataba de dibujar una sonrisa amable.
—Muchas gracias —replicó ella con sequedad.
—Bien, no quieres ir a Australia, ¿verdad?
—Todo depende del tiempo que hayas de quedarte allí.
—Supongo que serán unos diez días.
Madeleine reflexionó un rato. Luego meneó la cabeza.
—Entonces será mejor que no vaya. Quiero decir que dispondrás del tiempo justo para adaptarte y ya tendrás que regresar.
—No creo que pueda estar muchos días más fuera de Ginebra.
—Así pues, se supone que he de quedarme aquí…
—O volver a Ginebra —concluyó Cameron.
—Es probable que haga esto último.
Cameron tenía la sensación, casi la certeza, de que Madeleine no aceptaría de buen grado su decisión del día anterior. La idea de retirarse a los Highlands no le gustaría. Como Madeleine era inglesa, su instinto la llevaba a desplazarse hacia el sur y no hacia el norte. Su caso era distinto. Él había pasado su juventud en el norte, pero después estudió en Inglaterra. Hablaba el inglés sin acento, aunque conservaba el dominio del gaélico, lengua que había aprendido en su infancia mientras jugaba con los niños de las fincas situadas al sur de Glenelg. Durante muchos años pasó sus vacaciones en el lejano noroeste, aferrándose con vehemencia al antiguo idioma porque éste era el único medio que tenía para vincularse con la tradición de los pobladores de los Highlands.
Al día siguiente, el tiempo no mejoró. Inmediatamente después de desayunar, Cameron telefoneó al Observatorio Nacional de Radioastronomía, próximo a Pitlochry. Logró concertar una cita para visitar al doctor Fielding a primera hora de la tarde.
Él y Madeleine partieron a las nueve de la mañana. Al viajar de nuevo a lo largo del Glen Shiel, Cameron levantó la vista en dirección al Saddle. Alrededor de la cima se arremolinaban nubes espesas. También vio algo de nieve en las zonas más altas de la ladera del Faochag. Pocos kilómetros después de Cluanie, les sorprendió un temporal. La lluvia trepidaba con furia contra el parabrisas, y el automóvil se zarandeaba cuando las poderosas ráfagas de viento lo azotaban desde el oeste. Era mal día para andar por carreteras de montaña.
Después de cruzar Cluanie tomaron el camino de Invermoriston. Madeleine habría preferido ir hacia el sur, en dirección a Invergarry. Esperaba que la llamada de Londres hubiera disuadido a su marido de visitar Strathfarrar. Él dijo que sólo quería hacer averiguaciones acerca de Pancho, pero Madeleine sospechaba que las presuntas «averiguaciones» iban a degenerar pronto en una violenta disputa.
En Drumnadrochit abandonaron el camino de Inverness, desviándose hacia la izquierda. Media hora más tarde habían pasado por Cannich. En Struy tomaron un camino angosto pero bien asfaltado. Trescientos metros más adelante, el paso estaba cortado por un pesado portón de madera. Cameron se apeó con un gruñido e, inclinando la cabeza para marchar contra el viento, se acercó a una cabaña de piedra blanqueada. Madeleine lo vio hablar, haciendo grandes ademanes, con una anciana. Después volvió y estudió el portón de madera. Estaba cerrado con cadenas y había más de diez candados diferentes a lo largo de éstas. También observó las bisagras y después subió al automóvil. Dio marcha atrás, volvió al camino principal y dobló a la izquierda rumbo a Inverness.
—Tenía orden de no dejar pasar a nadie —explicó.
—¿Por qué?
—Están cazando.
—Pero nosotros no pensábamos internarnos en los cerros.
—Sí, pero ella no podía saberlo y no quise presionarla demasiado. Pobre infeliz, tiene que hacer lo que le mandan.
—¿Por qué vamos por aquí?
—Trataré de conseguir una llave en la oficina de Lovatt, en Beauly.
—Llegaremos tarde. Ya son las diez y media.
—Al sur tomaremos la carretera A nueve. Por allí tardaremos menos que por el Great Glen.
—Supongo que sí. Lo que no entiendo es la cantidad de candados que había en el portón.
—Cada terrateniente coloca el suyo. Por lo visto no se fían unos de otros. Averigüé el nombre del sujeto que mató a Pancho. Pronto le encontraremos.
En Beauly se detuvieron frente a una construcción de piedra.
—Creo recordar que ésta es la casa de Lovatt —murmuró Cameron y se apeó del coche.
Entró y en seguida encontró a una joven que tecleaba en una máquina de escribir.
—¿Ésta es la oficina de Lovatt?
—Sí.
—Solicito una llave para el camino que conduce a Strathfarrar.
El gesto que cruzó fugazmente por el rostro de la joven, le indicó a Cameron que iba a tener dificultades. La muchacha le condujo a una oficina situada en el primer piso. Abrió la puerta y le dijo a un hombrecillo sentado frente a un escritorio cubierto de papeles:
—Un caballero solicita la llave para ir a Strathfarrar.
—No es posible.
—¿Y por qué no? —preguntó Cameron con brusquedad.
—No se entregan llaves durante la temporada de caza —exclamó el hombrecillo acompañando su respuesta con un ademán, para indicar que no había más que decir.
—Oiga, me llamo Cameron.
—Es un placer conocerlo, señor Cameron, pero no puedo hacer nada por usted.
—En Strathfarrar mataron a mi perro y quiero hablar con uno de los granjeros; tengo que hacerle algunas preguntas.
—¡Ah! —el gesto del hombrecillo se crispó.
—Es absurdo que maten a mi perro y que me impidan hablar con el responsable.
—Nada le impide ir a pie.
—Nada me impide aplastarle la cabeza contra la pared —replicó en gaélico Cameron, pero la mirada inexpresiva que correspondió a sus palabras le indicó que allí no le entendían, lo cual quizá valía más, al fin y al cabo.
—Oiga, señor Cameron. Permítame que le dé un consejo —dijo el hombrecillo, levantándose de la silla que ocupaba frente al escritorio—. No pise Strathfarrar. Si su perro era el que yo supongo, una enorme fiera blanca, usted descubrirá que no es muy apreciado en Strathfarrar. Ni en otros muchos lugares.
La llegada de un hombre de pelo gris, vestido de Highlander con falda escocesa, cartera forrada de piel colgada del cuello y daga envainada, interrumpió el diálogo.
—Buenos días, señor Macintosh —saludó, entrando en la oficina y dirigiéndose al hombrecillo.
—Buenos días, sir William.
—Supongo que usted tendrá su propio candado —dijo Cameron en gaélico.
Al parecer, sir William tampoco le entendía, y Cameron se sintió dominado por la rabia. Estudió con evidente indiscreción la indumentaria del recién llegado, yendo desde el gorro hasta los finos zapatos de color castaño.
—¿Qué tipo de comedia es ésta? —preguntó.
Pero Macintosh y sir William seguían sin entenderlo. Y aunque hubieran comprendido la lengua, difícilmente habrían captado la intención de Cameron.
Cuando volvió al coche, Madeleine leyó en el semblante de su marido que había vuelto a fracasar, lo cual no le desagradó.
—A veces, la policía es útil e importante, y a veces es una molestia —masculló Cameron, mientras daba la vuelta una vez más y enfilaba hacia el sur.
—Supongo que quieres decir que te habría complacido romperle los huesos a algún infeliz.
—Lo que quiero decir es que algunos problemas no se pueden resolver con las civilizadas costumbres modernas. Llegaron a Inverness. Poco después, tras cruzar el puente que atravesaba el Ness, subían por el camino de la colina que pasaba frente al falso castillo de piedra roja, y llegaban a los extraños callejones suburbanos en donde comienza la carretera A9, al sur de la ciudad.
Cameron no había previsto desviarse del camino principal. Madeleine se dio cuenta de que su marido pensaba viajar directamente hasta Pitlochry, y empezó a preguntarse cómo podría persuadirlo de que se detuviera a almorzar. Pero cinco o seis kilómetros al sur de Inverness, Cameron se desvió hacia la izquierda. El cartel indicador de Culloden Moor atrajo su atención. Obedeciendo un impulso súbito, decidió visitar el campo de batalla jacobita.
Había estado allí dos veces. La primera, cuando apenas tenía doce años. Lo llevó el viejo Héctor, que trabajaba para su padre. Héctor MacDonald había sido guía de Lovatt en la guerra de los bóers. A menudo le hablaba al joven Cameron de la antigua batalla de Culloden. El viejo Héctor conocía todos los detalles. Conocía la organización de los clanes. Se esforzaba en explicar por qué los MacDonald habían ocupado el ala izquierda. Sabía dónde había caído Keppoch. Cameron rememoró muchas tardes, durante su juventud, aquella historia. Entonces imaginaba ser uno de sus heroicos antepasados cargando ferozmente contra el inglés invasor. Pero el tiempo había pasado…
La segunda visita fue diez años más tarde. En aquella época, Cameron, que ya se había graduado en la universidad, acudió a Culloden en compañía de un norteamericano llamado MacGillivray. Aquella vez, la visita estuvo marcada por la tristeza. Tristeza por las penalidades innecesarias. Tristeza por la persecución que obligó a tantos habitantes de los Highlands a abandonar sus hogares y a dispersarse por el mundo. Tristeza por la brutalidad del animal humano.
Esta tercera visita, que tenía por telón de fondo un ventoso día de octubre, también siguió un curso diferente. Experimentó una fuerte emoción al descubrir que el campo de batalla había sido invadido por el bosque.
Detuvo el automóvil a unos doscientos metros del montículo conmemorativo. Dejó a Madeleine y caminó solo hasta las tumbas de los clanes: por lo menos éstas habían quedado en terreno despejado. Permaneció un rato frente a ellas. Después, al mirar hacia los árboles, notó que la rabia le consumía. Aquello era la infamia final. No satisfechos con la crueldad y la persecución; no satisfechos con el despojo de la tierra, con los expolios, con la incesante erosión de energías de los Highlands, tenían que hacer desaparecer incluso el terreno mismo donde los hombres habían luchado y muerto. Y ni siquiera lo habían ocultado con árboles dignos, sino que habían utilizado árboles mezquinos, de la categoría más vil. ¿Qué era aquello, sino parte de una deliberada degradación de la antigua cultura perpetrada por los hombres del sur?
—Ojalá la ira de Dios os castigue alguna vez —masculló Cameron en gaélico.
Una niña montada en una bicicleta se había acercado por el camino. Desmontó cerca de las tumbas de los clanes y avanzó sobre el césped hasta una de las lápidas. Cameron no la vio hasta que ella inició el regreso al camino. Entonces descubrió una rosa solitaria frente a la lápida de los Stewart de Appin.
—¿Has traído tú esa flor? —le dijo.
Pensó que la niña debía tener unos doce años, más o menos la misma edad que tenía él cuando visitó el Culloden Moor con el viejo Héctor.
—Sí, señor.
—¿Por qué?
—Mi madre me manda todas las semanas.
—¿Los Stewart de Appin eran antepasados tuyos?
La niña asintió con un movimiento de cabeza y luego preguntó:
—¿Usted es inglés, señor?
—No, ¿por qué lo dices?
—Por la forma en que habla, señor.
Cameron sonrió y señaló la línea de ataque, en el otro extremo del antiguo campo de batalla.
—Uno de mis antepasados estuvo allí. A la derecha del tuyo.
—¿Quién era, señor?
—Lochiel.
El asombro dilató los ojos de la niña. Luego, una expresión de incredulidad cruzó por su rostro juvenil.
—Ahora vete. Dile a tu madre que de vez en cuando envíe una flor para los Cameron.
La niña saltó sobre su bicicleta, ansiosa por irse, como si al fin se hubiera dado cuenta de que había estado hablando con un fantasma.
—Espera hasta la primavera, y entonces trae la flor —gritó Cameron mientras la veía alejarse.
Regresó lentamente al automóvil. Sólo cuando estuvieron de nuevo en la carretera Madeleine preguntó:
—¿Hablaste con la niña de la bicicleta?
—Sí, ¿por qué?
—Cuando pasó por delante del coche lloraba.