Cameron terminó su desayuno cuando el «Highland Flier» ascendía trabajosamente por la prolongada cuesta que va desde Tyndrum hasta Gorton Siding. Decidió permanecer en el vagón-comedor hasta que el tren llegara a Loch Treig. Mientras contemplaba los eriales de Rannoch Moor se preguntó si algún día la técnica podría desarrollar aquella comarca. En su fuero interno deseaba que eso no sucediera. También se preguntó cómo se sentiría si volviera a los Highlands para quedarse allí definitivamente.
En algunos lugares dispersos se formaban lonas de niebla matutina. A pesar de ello, Cameron sospechaba que sería un día hermoso. Después de pasar Corrour, el tren tomó velocidad en la pendiente que llevaba a Spean Bridge. Cameron pagó la comida y volvió a su departamento para preparar la maleta. Aún disponía de mucho tiempo, pero no tenía objeto dejar todo para el final.
Madeleine le esperaba con el coche en Spean Bridge. Eran las nueve de la mañana, de modo que ella debió salir de Kintail no mucho después de las siete. Había previsto que estaría allí, porque a ella siempre le gustaba ser puntual. También esperaba ver a Pancho, el enorme pastor blanco de los Pirineos, tumbado sobre el asiento posterior del coche. Pero no había rastros de Pancho.
—¿Dónde está Pancho? —preguntó.
El rostro de Madeleine se frunció como lo hacía siempre que estaba al borde del llanto.
—Será mejor que me dejes conducir —agregó él.
Como no había dormido bien durante el viaje, al principio había pensado dejar el volante a Madeleine, pero en ese momento resolvió que sería mejor despejarse en la carretera y no allí, en la estación de ferrocarril.
Las normas de cuarentena para perros eran tan severas, que el año anterior habían decidido no llevarse a Pancho a Ginebra. Una vez fuera del país habría sido prácticamente imposible que lo dejasen volver a entrar. El perro quedó bajo la custodia de Duncan Fraser, un vecino de Kintail.
Cuando llegaron a la carretera principal, que llevaba a Invergarry, y mientras subían la cuesta en dirección al monumento a los caídos de la guerra, Cameron preguntó:
—¿Qué ha pasado?
—Se ha escapado —murmuró Madeleine a través del pañuelo.
—¿Se ha escapado?
—Duncan dice que saltó la valla; una valla que mide más de dos metros cuarenta; probablemente al amanecer.
—¿Cuánto tiempo hace?
—Unos tres meses.
—Pero tienen que haberlo encontrado.
—Eso esperaban ellos, pero no ha sido así.
Cameron sabía que el perrazo podía optar fácilmente por la vida en los montes. Tenía muy desarrollados los instintos salvajes. En realidad, lo único que lo mantenía domesticado era el vínculo que le unía a ellos dos. No era extraño que, habiendo estado tanto tiempo sin verles, el perro hubiera huido en busca de la libertad.
—Pronto lo encontraremos —afirmó.
Madeleine había empezado a sollozar.
—Ya no podrá ser —balbució—. La semana pasada lo mataron.
—¿Quién lo mató?
—Un granjero, en Strathfarrar. Dijo que atacaba a las ovejas. Cameron siguió conduciendo. Sólo varios kilómetros más adelante descubrió la magnitud de su ira. Su primer impulso fue ir a tomar el rifle de aquel bastardo para rompérselo en la cabeza. Tal impulso provenía de doscientos años atrás, de los tiempos en que no era posible matar impunemente un perro cuando éste pertenecía a un jefe de clan (Cameron tenía espíritu analítico suficiente para entender los orígenes de su furia). Pero ahora bastaba que el granjero dijera que el perro había atacado a sus ovejas, para que las autoridades dieran crédito a tu palabra. Además, era bien posible que Pancho hubiese atacado a las ovejas, después de vivir tres meses como cimarrón. Cameron pensó que le convendría dejar pasar uno o dos días y serenarse, antes de visitar al que había matado a Pancho. Abandonó el camino de Inverness a la altura de Invergarry. Mientras pasaba frente al desvío hacia Tomdoun, rompió sus reflexiones.
—Parece que tendré que ir a Australia.
Madeleine dejó de gemir y le miró sorprendida.
—Creía que el regreso a Ginebra era urgente.
—Habrá otra demora. Probablemente de tres meses.
Cuando terminó de explicarle la situación, ya estaban en Shiel. Tomaron la ruta de Glenelg y después giraron a la derecha, hasta el camino de Letterfearn, siguiendo la ribera meridional del lago Duich. A las once llegaron a su casa. La construcción era de tipo canadiense y estaba pegada a la ladera de la montaña.
Habían tenido que optar entre remodelar una cabaña tradicional o importar una casa nueva. La decisión exigió un cuidadoso estudio previo. En aquella época Cameron trabajaba en Inglaterra y podían viajar a los Highlands con más frecuencia que desde que estaban en Ginebra. Él quería una casa en donde pudiera descansar y trabajar con relativa comodidad, lo que implicaba contar con instalaciones modernas. De modo que optaron por la casa canadiense.
—Deberías meterte en la cama un par de horas. No creo que durmieras mucho anoche —dijo Madeleine, mientras servía dos grandes tazas de café.
—Tal vez más tarde. Antes quiero hablar con Duncan Fraser. Bebieron café en silencio, contemplando el lago a través del ventanal. Cuando subía la marea, el agua llegaba casi hasta el césped del extremo del jardín, donde estaba amarrado un bote de cuatro metros.
—Nunca habría imaginado que sería capaz de saltarlo —dijo Duncan Fraser por décima vez. Él y Cameron estaban frente a una valla de tela metálica.
—Usted no tuvo la culpa, Duncan.
—Hubiera podido evitarlo.
En verdad, Duncan no era culpable. Ni siquiera Cameron, que conocía la fuerza colosal del perro, creía posible que éste saltara semejante altura. Sólo un anhelo desesperado y furioso de escapar pudo impulsarlo a realizar semejante proeza.
—¿Sucedió muy temprano?
—Sí, ya estaba en el monte cuando nos levantamos —respondió Duncan.
—Bien. Tendrán que oírme en Strathfarrar.
—Esa gente no le dará ninguna satisfacción.
—No, cuando alguien muere nunca se puede dar una satisfacción, Duncan. Pero expresaré mi opinión —concluyó Cameron en gaélico.
—Es una pena que las opiniones sólo se den con la voz.
—Es una pena, realmente.
Cameron se balanceaba sobre los tobillos, con la mirada perdida a lo lejos, hacia el lago. Era un hombre de complexión robusta, con el pelo oscuro ya plateado en las sienes. Aspiró el aire entre los dientes y maldijo para sus adentros las conquistas de la era democrática.
—Es muy posible que regrese para Navidad, y necesitaré dos cargas de leña. Será mejor almacenarla con tiempo.
—Yo puedo hacerlo, señor Cameron. No hará falta que se moleste.
—Pero se molestará usted.
—De ninguna manera. Con el tractor tardaré aproximadamente una hora.
—Es usted muy amable, Duncan.
—No se preocupe.
Duncan seguía sintiéndose culpable de lo que le había sucedido al perro. Cameron sabía que transportando la madera para él recobraría la paz interior, y es que las emociones humanas son extrañamente complejas.
Cuando volvió a la cabaña, Cameron trató de decidir si pasaría la tarde en el lago, pescando, o si se dedicaría a hojear los papeles que le había entregado Mallinson. Por fin se quedó dormido. Cuando despertó, una hora antes de la cena, empezó a reprocharse el haber perdido tantas horas, pero Madeleine le hizo callar.
—Hace más de seis meses que trabajas sin cesar. Necesitas un descanso, una temporada sin hacer absolutamente nada. Cameron replicó que la inactividad total no era su idea del descanso, sino la imagen que él tenía del purgatorio. Sin embargo, después de la cena volvió a sentirse soñoliento y se acostó temprano.
A la mañana siguiente se halló de nuevo en posesión de sus energías. Se levantó a primera hora, preparó unos huevos con tocino, le llevó a Madeleine un par de tostadas y una jarra de té y salió después de la casa. Había helado, pero el día iba a ser despejado y soleado. Lo único que le faltaba decidir era si echaría el bote al agua o si se calzaría las botas y saldría a caminar por las montañas. El aire frío le hizo optar por la segunda solución. Era un día en el que convenía mantenerse en movimiento.
Le dijo a Madeleine que probablemente regresaría entre las cuatro y las cinco de la tarde y partió en el automóvil. Después de viajar dos o tres kilómetros por el Glen Shiel se detuvo decidido a escalar el Forcan Ridge. Era empinado y espectacular, pero no resultaría imposible una ascensión en línea recta. Cameron se internó por un sendero zigzagueante. La muerte de Pancho le había afectado, pero no porque el perro le inspirara un afecto especial. Era cierto que él y Madeleine, al no tener hijos, estaban tal vez más encariñados con el perro de lo que habría podido estarlo una familia numerosa. Aunque tampoco se trataba de eso. Lo que ocurría era que había tomado conciencia, súbitamente, de la transitoriedad de la vida. Nacer, crecer, luchar —ya sea para sobrevivir o para destacar— y después morir. Siempre lo mismo. Desde la perspectiva del individuo, la historia era inevitablemente trágica; pero desde el punto de vista de la vida en general, todo se reducía a combinar los mismos materiales bajo una portentosa diversidad de formas, ya fuese como una brizna de hierba, un árbol, un perro, una oveja, o un ser humano. La misma materia giraba y giraba eternamente.
Unos gritos que provenían de su izquierda cortaron el hilo de sus pensamientos. Bruscamente devuelto a la conciencia de su entorno, se dio cuenta de que había subido hasta un lugar situado a casi doscientos metros del camino. Algo más arriba había un grupo de cinco o seis hombres. Y el reflejo del sol sobre los cañones de los rifles no dejaba lugar a dudas sobre sus intenciones: se proponían reducir el margen de ventaja de la vida sobre la muerte. Dos miembros del grupo —un hombre maduro, mayor que Cameron, y otro como veinte años más joven— avanzaron decididos hacia él.
—¿A dónde cree que va? —preguntó el mayor, con brusquedad.
—Creo que voy exactamente a donde me da la gana.
—Tendrá que ser de regreso al camino.
El día anterior, Cameron estaba furioso por la muerte violenta de su perro. Ahora, la misma cólera se volvía contra aquellos dos hombres, aquellos buscadores de carroña que se proponían cazar venados. Sin duda, en el curso de una discusión teórica se podría argumentar la necesidad de «impedir la proliferación de venados, de reducir su número en beneficio del hombre. El hombre que creía lícito superpoblar la Tierra con sus absurdos miles de millones. Lo que había que impedir era la proliferación del hombre, no de los venados, ni de las ovejas, ni de las aves ni de su perro Pancho. Era esa criatura espantosa llamada hombre, que se creía revestida de un derecho sagrado a sobrevivir a cualquier precio, quien luego procedía a exterminar despiadadamente “por deporte” a los demás animales».
—¿Qué clase de alimañas sois vosotros, para convertiros criados de los hombres del sur? —preguntó Cameron a los batidores.
El empleo del gaélico les tomó por sorpresa. Miraron a Cameron con desconfianza, y cuando lo reconocieron, retrocedieron varios pasos. Lo habían reconocido, pero no como un físico de fama internacional, sino como un descendiente de los Cameron.
—Es nuestra faena, señor. En esta época hay poco trabajo en los valles —explicó el mayor.
—¿Qué quiere que les digamos, señor? —preguntó el más joven, señalando con un movimiento de cabeza al resto grupo.
—Decidles que están pisando los huesos de mis antepasados.
Uno de los tres hombres que seguían a la expectativa —Cameron ignoraba si era un arrendatario, a largo o corto plazo uno de los autotitulados «propietarios»— se separó de los más y empezó a caminar por la ladera con el evidente propósito de poner fin a la discusión. Cameron decidió que le expulsaría de los cerros, a él y a sus acompañantes, haciéndole bajar camino y echándoles del valle…, fuera o no un autotitulado terrateniente. Sabía a quién obedecerían los batidores cuando llegara el momento de optar. Pero los dos hombres con los que había hablado leyeron la expresión de su rostro, y decidido evitar un conflicto, le saludaron llevándose la mano al sombrero. Luego se volvieron a toda prisa para interceptar a su compañero. Cameron observó a los tres hombres, que discutieron durante casi diez minutos. Después giraron en redondo y le dejaron seguir en paz el ascenso por la abrupta ladera.
El remordimiento no tardó en apoderarse de él. La lealtad al pasado estaba bien, pero la realidad actual era que sus compatriotas forzosamente debían buscar empleo para poder seguir viviendo en los hogares de sus antepasados. Con su actitud, él habría favorecido a quienes destruían el estilo de vida tradicional. Cameron comprendió que durante sus poco frecuentes visitas a los Highlands empezaba a comportarse cada vez más como un cacique. Eso era algo que había arraigado en él durante los últimos años. Tendría que mantenerse definitivamente alejado de los Highlands —aunque sólo fuera para rendir justicia a la población— o tendría que volver allí para siempre. Su actual postura perjudicaba a todos.
Las preocupaciones desaparecieron de su mente cuando el terreno se empinó. Siempre sucedía lo mismo. Daba vueltas a los problemas en su cabeza hasta cierto punto, pero pronto los pensamientos se disipaban y consagraba toda su atención a decidir hacia dónde se encaminaría y dónde debía apoyar el pie. Realmente, en aquel terreno era imposible pensar en algo ajeno a las dificultades de los quince metros siguientes.
Cuando llegó a la cumbre ya había completado el análisis inconsciente del problema. Se dejó caer al pie del mojón que marcaba el fin del ascenso del Saddle, sacó un trozo de pan y un filete de carne, y ratificó con firmeza su decisión de construir el nuevo acelerador en Ginebra. Ahí terminaría todo. Después volvería a su terruño, a la tierra de los Highlands. Con la espalda apoyada contra una roca miró hacia el sur, en dirección a Sgurrna Ciche. Se preguntó si habría algo nuevo y distinto que hacer en aquella comarca. Recordó que un granjero que vivía cerca de Quoich Bridge había renunciado a las ovejas para volver al ganado tradicional. Un retorno al pasado. Pero ¿y el futuro?
Una ráfaga súbita de viento frío le indujo a concluir rápidamente el resto del almuerzo. Después bajó hacia el Bealach. Su primera intención había sido regresar en seguida al camino. Pero entonces experimentó una súbita necesidad de continuar hasta el otro extremo del desfiladero. Pensó que nunca había estado en Faochag, la montaña rectangular que destacaba a la vista desde el valle Shiel. Le sorprendió descubrir que la cima era casi llana en una extensión de unos setecientos cincuenta metros. Mientras en la cumbre del Saddle el suelo resultaba duro y rocoso, allí era mullido y estaba cubierto por una espesa capa de césped. No tardó en ver desde arriba el Glen Shiel. Cuando inició el descenso, comprobó que, aunque empinado, el suelo seguía estando abierto por aquella gran alfombra verde. Tardó menos de una hora en llegar desde lo alto del Faochag hasta el automóvil, lo cual le dejó complacido porque había marcado un buen promedio de marcha. Sólo después de dar la vuelta al coche, y cuando ya viajaba rumbo a Shiel Bridge, recordó la partida de caza. Tomó nota, mentalmente, de que debía averiguar quiénes eran aquellos hombres.