La esposa de Cameron se inclinó hacia la ventanilla, para que él pudiera darle un beso de despedida.
—Telefonéame y me reuniré contigo. —No vale la pena, volveré pronto.
El tren empezó a moverse, al principio con lentitud, luego con una velocidad progresivamente acelerada. Cameron esperaba poder regresar al día siguiente, o al otro, o… Le fastidiaba tener que quedarse en Londres, sobre todo cuando lo que le retenía eran problemas oficiales. Pero debería resignarse. Consultó su reloj: las siete treinta y cinco. Se preguntó por qué el Gobierno no adoptaba también el sistema decimal para la hora.
Decidió ir a cenar en cuanto llegase. Según el libro de protocolo debería hacerlo con alguien influyente, pero ¿quién era influyente? Optó por ir al Wheeler’s, en Old Compton Street. Tomaría el metro hasta Leicester Square, y desde allí seguiría a pie.
Más tarde, después de cenar, se dirigió dando un paseo hacia Shaftesbury Avenue. Luego siguió por Picadilly Circus y Lower Regent Street, hasta desembocar en Carlton House Terrace. En el número seis, sede de la Royal Society, apretó el timbre del «portero automático», dio su nombre, esperó el zumbido del dispositivo eléctrico de la cerradura y empujó la puerta.
En el campo, sobre todo a la intemperie, era capaz de dormir como un tronco, pero en las grandes ciudades nunca le había resultado fácil. De forma que se interrogó acerca de sus posibilidades de poder descansar aquella noche. Aunque aquel edificio estaba felizmente alejado de las calles más transitadas, el sordo rumor de la ciudad seguía presente. Se despertó sólo una vez a lo largo de la noche. El rumor casi se había extinguido y, curiosamente, descubrió que forzaba los oídos para captarlo. Luego volvió a quedarse dormido hasta que el ama de llaves le sirvió el desayuno, a las ocho en punto. Untó con mermelada las tostadas y las consumió lentamente. Se preguntó qué le reservaría el día. Lo más probable era que hubiese otras demoras. Disponía de tiempo libre hasta las once. Después de preparar la maleta, pagó al ama de llaves y recorrió los escasos metros que le separaban del Athenaeum Club. Allí cogió varios diarios y se sentó a leerlos. En los Estados Unidos, alguien había descubierto un nuevo sistema de rayos X. Decidió que pocos lectores del «Times» compartirían su opinión de que aquélla era la única noticia importante de la jornada.
Poco después de las diez y media bajó la larga escalinata que llevaba al Mall, dobló hacia la izquierda en dirección a Trafalgar Square y, a través de Whitehall, llegó al punto de destino, en Richmond Terrace. Eran casi las once. Al entrar en el Departamento de Educación y Ciencia tuvo la sensación de siempre. Aquella lúgubre mezquindad, que sólo podía ser producto de una política deliberada, le deprimía. Pasó a la oficina del primer secretario sir Henry Mallinson.
Mallinson y él habían estudiado en Pembroke, Cambridge. Aunque Mallinson iba a un curso superior, trabaron amistad al jugar juntos al rugby en el primer equipo de la Universidad. Cuando acabó su época de estudiantes no volvieron a verse durante muchos años. Luego Mallinson fue trasladado del Ministerio de Tecnología al Departamento de Educación y Ciencia, y Cameron tomó a su cargo el proyecto de un nuevo acelerador para el Centro Europeo de Investigación Nuclear, con sede en Ginebra. Puesto que los fondos británicos para el CERN se canalizaban a través del DEC, ahora la relación era muy estrecha.
—¿El café lo tomas con crema, verdad? —preguntó Mallinson.
—Sí, por favor.
—¿Qué tal el viaje?
—Bien, me ha acompañado Madeleine, aunque luego ella se ha vuelto a Escocia.
—Creo recordar que tienes allí una casa, ¿no?
Cameron hizo un gesto afirmativo mientras tomaba la taza que le tendía el primer secretario.
—¿Cerca de la autopista a Syke? —siguió preguntando éste.
—No, por Dios —exclamó Cameron alzando las manos—. Está en la zona sur, junto al lago. Hay que coger un desvío del camino de Glenelg.
—Es un bello lugar, lo conozco —murmuró Mallinson—. Eres un hombre afortunado, Cameron. Yo, por desgracia, habré de quedarme en Londres.
—¿No empieza a ser hora de que haya una renovación en el Departamento?
—Eso dice todo el mundo —Mallinson se retrepó en su asiento y fijó su mirada sobre la pulida superficie de la mesa—. Entre paréntesis y cambiando de tema: hoy almorzaremos con el ministro.
—Vaya —dijo Cameron esbozando una sonrisa—, celebro que me lo hayas dicho.
—Fue una decisión de última hora.
—¿Una crisis?
—No exactamente. Todo depende del Gabinete.
—¿Ha parido la montaña?
—Si lo que preguntas es si han tomado una decisión, la respuesta es afirmativa.
Cameron terminó su café con circunspecta lentitud. Lógicamente debería estar nervioso, pero desde el primer momento, en cuanto vio el rostro de Mallinson, había comprendido que la decisión era favorable. Hacía un par de meses que el mundo científico esperaba que el gobierno británico se decidiera, por fin, a aprobar los planes encaminados a instalar en Ginebra el colosal acelerador de 1000 gigaelectronvoltios. Como los trabajos durarían entre cinco y diez años, lo más probable es que ésa fuera la última empresa de gran envergadura en la que él participara, lo cual le hacía muy feliz. Cuando después de la guerra ingresó en el equipo encargado de montar el primer acelerador de partículas británico de 1 GeV, se sintió orgulloso de la empresa. En treinta años había progresado de uno a mil GeV. Lo cual era un logro respetable para el trabajo de toda una vida. Pero después de lo de Ginebra, dejaría la física en manos de gente más joven. Ahora los problemas tenían más carácter político y financiero que científico.
—¿Y la decisión es…? —preguntó.
—Puedes respirar tranquilo. Confidencialmente puedo decirte que tenemos luz verde, o por lo menos que vamos a tenerla.
—Lo cual significa que aún no se puede publicar en «Nature».
—En efecto.
—¿Por qué tanto misterio con la resolución, si ya ha sido adoptada?
—Por las posibles complicaciones. Además, hay una condición.
—¿Una condición?
—Que la decisión sea compartida por los demás países adheridos al pacto.
Cameron empezó a ponerse furioso. Al hablar de la totalidad de los países adheridos al pacto, Mallinson se refería obviamente a todos aquéllos que en aquel momento colaboraban con el CERN. Y él sabía que existían serias dudas en uno o dos de los más pequeños.
—¿De modo que si Dinamarca dice que no, nosotros haremos lo mismo? —inquirió.
—Ésa es la actitud oficial.
—¡Pero es ridículo! —exclamó, indignado.
—No, no lo es. Quizá sea fastidioso, pero no ridículo.
—¿Qué puede importarnos lo que deseen hacer los países más pequeños?
—No demasiado, en realidad. Pero sí nos importa lo que hagan los alemanes y los franceses.
—Desde hace más de un año sabemos que ellos quieren seguir adelante.
—Oficiosamente.
—A nivel ministerial, si a eso lo llamas oficioso…
—Querido amigo, una cosa es lo que se dice, aunque la diga un ministro, y otra lo que se firma. Cuando los alemanes y los franceses se comprometan oficialmente, nosotros también lo haremos.
—¿Al margen de lo que diga Dinamarca?
—Al margen de cualquiera de los pequeños participantes.
—Entonces, ¿por qué diablos no lo hacen público?
—Porque desde el punto de vista político no es correcto ponerse a fijar categorías. Naturalmente, no podemos afirmar en público que Francia es importante y Suiza no, pero siempre estaremos a tiempo de modificar nuestras condiciones cuando se comprometan las grandes potencias.
Aquella respuesta acabó de irritar a Cameron. Se levantó bruscamente, y mientras paseaba por la estancia, exclamó:
—¡Pero eso significa otra demora! Y ya hace tres años que el proyecto está estancado.
—A mi juicio no es tan grave. Tres años no son mucho tiempo para algo que cuesta cincuenta millones de libras. Fielding ha tenido que esperar casi diez años para obtener su radiotelescopio.
—No es cosa de la que debamos envanecernos. Si Fielding hubiera tenido el telescopio hace diez años, llevaría diez años de trabajos realizados.
—Y estaría pidiendo otro.
—De acuerdo —admitió Cameron—, pero lo nuestro tiene un interés internacional.
—Si no lo tuviera, tú no obtendrías tanto dinero.
Cameron volvió a dejarse caer en la silla.
—Supongo que no —murmuró.
Mallinson continuaba sonriendo.
—De todos modos, te dará tiempo de ir a Escocia, ¿no es cierto?
—No es para tomárselo a broma, Henry. Con todas estas demoras e incertidumbres se hace imposible tener preparado un equipo en el que la gente mantenga la ilusión por empezar a trabajar. Todos comprendemos que haya una larga demora al principio. Pero el no saber a qué atenerse acaba por hacer cundir el desaliento. Lo que vosotros, los funcionarios de la administración pública, nunca parecéis entender, es que los proyectos no concluyen cuando se enciende la luz verde. Es posible que terminen para vosotros, pero para nosotros empiezan entonces. Aún ha de sobrarnos la energía necesaria para llevarlos a buen fin.
—Cuando uno se asocia a una iniciativa como ésta, las cosas van despacio. Tienes que aceptarlo. Así debe ser, para que haya estabilidad. Los funcionarios del gobierno no tenemos la culpa de que la física se haya desarrollado tanto. Ésa es sencillamente desgracia vuestra.
—Sigo creyendo que el país progresaría mucho más si llegara a una decisión acerca de lo que quiere hacer y simplemente lo hiciera, en lugar de complicarse tanto en este incesante tira y afloja. Y ahora no me refiero a la física.
—Supongo que no, por lo cual, y disculpa que te lo diga, tu juicio tiene menos valor. —Mallinson se puso de pie y agregó—: Tenemos que irnos. El almuerzo está programado para las doce cuarenta y cinco.
Cameron consultó su reloj: apenas pasaba un minuto de las doce.
—Almorzaremos en Kenyons —explicó Mallinson—. Eso significa que habremos de atravesar la ciudad.
—¿Puedo pedirle a tu secretaria que haga una llamada telefónica de mi parte?
—Claro que sí. Pero si no es urgente, podrías esperar a nuestro regreso.
—¿Nuestro regreso?
—Creo que nos quedan otros temas pendientes.
Los dos hombres caminaron desde Richmond Terrace hasta Trafalgar Square. Mallinson lucía la indumentaria habitual de Whitehall, que se distinguía de la de los hombres de la city, situada a un kilómetro y medio de distancia, en que no llevaba el delator paraguas y su sombrero tenía un atisbo de originalidad. Cameron, quince centímetros más alto que su acompañante, con la tez curtida por el sol de Ginebra, especialmente por los días pasados entre las nieves alpinas, no usaba sombrero y llevaba un impermeable. Cogieron un taxi y llegaron al restaurante poco antes de las doce y media.
—El problema de esta maldita ciudad —gruñó Cameron—, consiste en que si uno no quiere llegar tarde tiene que llegar temprano.
Como siempre, Mallinson se resistió a admitir la crítica.
—Eso no es un inconveniente —comentó, satisfecho—. Podremos beber un trago con tranquilidad.
A Cameron le sorprendió descubrir que la mesa estaba preparada para aproximadamente doce personas. Hasta cierto punto había pensado que se trataría de una reunión íntima, con tres o cuatro comensales a lo sumo.
Mallinson le tocó el hombro para advertirle que había llegado el secretario de Estado. Fueron presentados, y después de un breve intercambio de frases convencionales, se sentaron, ocupando Cameron un lugar a la derecha del ministro.
—Henry Mallinson le habrá dado la noticia —dijo éste.
—Sí, y estoy muy complacido.
Cameron no creía que fuese útil tocar el tema de la demora. Entendía lo suficiente de política como para saber que es estéril derrochar tiempo y energías en la defensa de causas perdidas.
—No le veo tan entusiasmado como esperaba —continuó el ministro.
—Pienso en todo el trabajo que habrá que realizar ahora. No es fácil gastar dinero en gran escala.
—Usted sabe que mi trabajo, o sea, hablar con el Gabinete, se simplificaría mucho si pudiera entender realmente qué es lo que se proponen hacer ustedes, los físicos. ¿Para qué quiere ese aparato? Sé que apelan sin cesar a las leyes de la física, pero éstas no tienen mucho sentido para el hombre de la calle.
—¿Existe una contradicción básica, verdad, señor ministro?
—¿A qué se refiere?
Verá, a todos nos arrastra el río de la vida. Un río que es el mismo para el Gabinete, para el hombre de la calle y para el físico. Como político, usted se esfuerza por eludir las rocas del cauce. Pero el científico se pregunta: ¿Qué hago en este río? ¿Qué es realmente? ¿De dónde viene? ¿A dónde va?
—¿Pero para qué puede servir formular semejantes preguntas si se navega irremisiblemente hacia las cataratas? —Quizá no sirva para nada. Pero también podría decir: ¿Qué sentido tiene que todos traten de conducir la embarcación? Ése es el mejor sistema para naufragar.
—Lo que usted quiere decirme es que se necesita gente de todas clases para hacer un mundo, ¿no?
—Exactamente.
—Cuando trato de analizar las cosas desde su perspectiva, me pregunto si en realidad es tan importante llevar a cabo estos experimentos. He leído todo lo que he podido sobre este asunto… ¿Cómo se llama…? El no sé qué magnético…
—El momento magnético.
—Eso es, el momento magnético. Y acerca de la asimetría del tiempo. Confieso que es difícil ver la importancia de estas cosas desde mi posición. Lo que procuro entender es por qué son tan importantes desde la suya. Cameron reflexionó un instante antes de contestar.
—Cada elemento de un descubrimiento no tiene una importancia crucial por sí mismo —empezó—. Si usted busca algo excepcionalmente crítico en cualquier descubrimiento, por ejemplo, en el hecho de que el momento magnético del mesón mu, o muon, sea idéntico al del electrón…, bien, entonces sigue un camino equivocado.
—Temo no comprenderle.
—Quiero decir que lo importante no es tanto el hecho del descubrimiento en sí mismo, como el proceso que conduce a él. En el mundo hay cosas que vemos con claridad. Otras las vemos borrosas, y como a través de un velo. También hay algunas, que permanecen en la sombra, totalmente ocultas. Lo que reviste verdadera importancia para el científico es el proceso mediante el cual arranca el velo. La emoción, si quiere llamarla así, reside en ver algo por primera vez.
—Por ejemplo, en pisar un planeta por primera vez.
—O en escalar una montaña por primera vez. Se trata del anhelo irresistible de descubrir qué hay más allá.
—Sin embargo ¿usted no concedería tanta importancia al hecho de pisar un nuevo planeta como al de descubrir una nueva ley física?
—No, no se la concedería. La razón es que una nueva ley significaría un área inmensa de nuevos campos que aún permanecen inexplorados. Para emplear una analogía vulgar, la diferencia es la misma que existe entre descubrir un rico yacimiento de petróleo y descubrir otro relativamente pequeño.
Cameron se dio cuenta, súbitamente, de que de alguna manera había conseguido ingerir su almuerzo sin pensarlo. Henry Mallinson ya estaba de pie junto a su silla.
—¡Ah! Henry me recuerda que tenemos que trabajar —comentó el ministro—. Creo que él tiene que hablar de otros asuntos con usted.
—¿Otros asuntos?
—En el mundo hay otras cosas además de los aceleradores nucleares, señor Cameron.
El físico recordó que Mallinson había dicho algo parecido. Mientras se despedían del ministro se preguntó qué estaba ocurriendo, y cuál había sido el verdadero propósito del almuerzo.
—Dejaste muy impresionado al ministro —comentó Mallinson, mientras él y Cameron caminaban por Whitehall.
—¿Eso es bueno?
—No le hará daño a nadie. ¿Puedo preguntar de qué hablasteis?
—Supongo que de filosofía y física.
—¿Te pareció que estaba sinceramente interesado?
—Sí, creo que sí. Pero ¿cuáles son esos otros asuntos a los que se refería?
—Espera hasta a que lleguemos a la oficina.
—¿Puedo preguntar cuál fue el propósito del almuerzo? —Me pareció conveniente que os conocierais.
—Y que me convenciera de que esos «otros asuntos» revisten importancia en el ámbito ministerial —terminó Cameron.
—Eso también es cierto, al menos en parte —admitió MaIlinson.
Cuando llegaron al Departamento de Educación y Ciencia, Cameron dio instrucciones a la secretaria de Mallinson para que enviara un télex a Ginebra y un mensaje a Madeleine. Luego se reunió con Mallinson.
—Bien, ¿de qué se trata, Henry? —preguntó apenas cruzó el umbral del despacho.
—Tenemos un pequeño problema. Tal vez lo ignoras, pero hemos empezado las obras de un radiotelescopio enorme, de setenta metros de diámetro, para trabajos con microondas. Lo hacemos con los australianos.
—Algo he oído. ¿De qué coste es la obra?
—Alrededor de dos millones.
—¿Invierten dos millones cada uno?
—No, uno cada uno. No es mucho, según tus esquemas.
—¿Cómo pueden haber problemas con una obra de ese tipo?
—Empezaré por darte algunos detalles. Al principio pensamos construir algo más pequeño, de unos cincuenta metros. Pensábamos hacerlo solos. Lo esencial es que en este país no podernos instalar equipos para radioondas muy cortas. La atmósfera tiene demasiada humedad.
—Lo sé.
—Bien; hemos pensado en España y en las Islas Canarias. Particularmente en Tenerife.
—Un lugar muy hermoso.
—Desde luego, pero el cielo resultó ser demasiado ruidoso… Creo que existe un término técnico para describir esas condiciones. Aproximadamente en la misma época en que descubríamos que Tenerife no era apto, los australianos presentaron la propuesta de construir un radiotelescopio.
—¿En Australia?
—Sí. Exhibieron un montón de datos para demostrar cuántas ventajas ofrecía el territorio australiano. Para concretar, te diré que ésa pareció ser una buena solución para nuestras dificultades. Y puesto que los dos países iban a aportar fondos, pudimos aumentar las dimensiones. Ahora bien, cuando digo que tenemos problemas…
—Te refieres a problemas con los australianos —concluyó Cameron, sonriendo.
Mallison arqueó las cejas.
—¿Lo sabías?
—Claro que no. Pero hay dos clases de problemas: humanos y técnicos. Difícilmente estarías preocupado por un problema técnico, ¿verdad, Henry?
—Es cierto, no lo estaría. Pero de alguna forma la diferencia también es técnica, y allí es donde tú entras en escena.
—No pienso hacer de nodriza, y menos de una pandilla de astrónomos.
—¿Y qué tienes contra los astrónomos?
—Es archisabido que son gente quisquillosa. No me complicaré en semejantes extravagancias.
—¡Espera! ¡Espera!
Mallison se reclinó contra el respaldo de su silla, con las manos en alto.
—¿A qué debo esperar? —inquirió Cameron.
—Deja que continúe mi historia.
—Si no hay más remedio…
—Puedes imaginar que todo debe ser fabricado con mucha precisión.
—Lo imagino.
—El meollo de la polémica concierne a la forma en que se puede lograr la precisión necesaria; el error no debe ser de más de una fracción de milímetro sobre setenta metros.
—¿Cómo os proponéis lograrlo?
—Nuestra gente es partidaria de un tipo de estructura bastante rígida, pero con una superficie variable, de articulaciones ajustables.
—¿Te refieres a un sistema de realimentación? ¿Un ajuste variable para obtener la configuración correcta?
—Ésa es la idea general. No soy un técnico experto, de modo que sólo lo entiendo a grandes rasgos.
—No veo…
—El problema consiste en que los australianos quieren una estructura automáticamente deformable. Una estructura proyectada con el fin de que mantenga su configuración en todas las orientaciones. De esta forma se supone que el dispositivo se corrige automáticamente.
—Sé de qué hablas. Se llaman estructuras homólogamente deformables.
—¡Ah! ¿La conoces…? Excelente.
—¿Qué intervención te cabe en esto, Henry? A mi juicio, es un problema estrictamente técnico.
—Intervengo porque la controversia se plantea, por desgracia, en términos de nacionalidades. Si hubiera algunos australianos y algunos británicos en cada bando, a mí me importaría un comino… Salvo en lo relativo a la necesidad de encontrar una solución adecuada, claro está.
—Ya veo. Se trata del aspecto político del problema.
—Exactamente. No queremos que se agudice.
—¿Por qué no me dices qué te propones hacer?
—Nosotros hemos convenido designar a dos expertos imparciales. Uno por cada parte.
—Entiendo. Un arbitraje en el que yo seré tu experto. ¿Es así?
—Así es.
—Envía a Fielding. ¿O acaso él ya está comprometido? Supongo que ese gran telescopio de Pitlochry le tendrá más ocupado de lo que…
—Fielding es un radioastrónomo británico. Difícilmente podría hacer otra cosa sino secundar la posición de sus compatriotas.
—¿No quieres que yo la secunde?
—Me importa un comino que la secundes o no, con tal que encuentres una solución aceptable para ambas partes.
—Oye, Henry, esto es absurdo. No tengo ninguna experiencia en radiotelescopios.
—Precisamente por eso te pido que intervengas. Sé que la tienes en la gestión de grandes proyectos mucho mayores que éste, y que requieren una precisión aún mayor. Entiendes de trabajos bajo contrato. Eres un científico respetado en el plano internacional. Los australianos creen que no estás comprometido con nosotros y aceptarán tu posición de buena fe. No hay nadie ni remotamente tan idóneo como tú.
—Permite que te recuerde que tengo otro trabajo.
—De acuerdo. Tienes un trabajo mucho más importante que éste, lo sé. Pero ese otro trabajo está sujeto a una demora de unos tres meses. ¡Y no me culpes! No soy tan tortuoso.
Cameron habló de prisa, como siempre. No estaba acostumbrado a mentir.
—Tendré que pensarlo. Te daré mi respuesta…, dentro de unos días.
—Es razonable —asintió Mallinson—. Aquí —continuó, levantando una carpeta repleta de hojas— están los detalles técnicos. Los necesitarás. Yo no los entiendo, pero a ti no creo que te cueste demasiado.
—Tengo una semana de vacaciones.
—Esto te servirá para distraerte por la noche —respondió Mallinson, impasible, mientras entregaba los papeles—. ¿Cómo viajarás? —preguntó, con aire de habérsele ocurrido una pregunta satisfactoria para dar por terminada la conversación.
—En tren.
—¿Tren nocturno?
—Sí, es más cómodo que el avión. Sobre todo a estas horas del día.
Mallinson entendió la ironía.
—Disculpa que te haya demorado, pero es un asunto muy importante, aunque haya poco dinero en juego. Y no olvides que vamos a poner a tu disposición cincuenta millones de libras.