58

Llegó el día de mi salida de Tahití. Obedeciendo a una graciosa costumbre de la isla, las personas que yo había conocido durante mi estancia en ella me hicieron regalos: cestas hechas con hojas de cocoteros, esterillas de pandáneas y abanicos. Tiaré me regaló tres pequeñas perlas y tres tarros de jalea de guayaba hecha con sus propias manos. Cuando el barco correo, que hacía en Tahití una escala de veinticuatro horas en su ruta de Wellington a San Francisco, hizo sonar la sirena avisando a todos los pasajeros para que embarcásemos, Tiaré me estrechó contra su pecho, dándome la impresión de que me hundía en un mar agitado, y apretó sus rojos labios contra los míos. Cuando el barco abandonó lentamente la laguna a través de los arrecifes e hizo rumbo al mar abierto, se apoderó de mí cierta melancolía. La brisa aún estaba cargada con los deliciosos perfumes de la isla. Tahití está muy lejos y presentía que nunca más volvería a ella. Un capítulo de mi vida había terminado, y me sentía un poco más cerca de la inevitable muerte.

Tardé en llegar a Londres algo más de un mes, y después de haber arreglado algunos asuntos que reclamaban mi inmediata atención, pensé que a Mrs. Strickland le gustaría conocer las noticias que yo tenía de los últimos años de su marido y le escribí. No la había vuelto a ver desde medio año antes de la guerra, y tuve que buscar su dirección en el listín de teléfonos. Mrs. Strickland me fijó una fecha para que fuese a visitarla, y el día señalado me dirigí a la pulcra casita de Campden Hill, adonde se había ido a vivir. Mrs. Strickland era una mujer que frisaba en los sesenta, pero se conservaba muy bien y nadie hubiera dicho que pasara de los cincuenta. Su rostro delgado y sin muchas arrugas era de esos a los que la edad favorece y nos hacen pensar que, en su juventud, su dueña fue una mujer mucho más hermosa de lo que en realidad ha sido. Su pelo, sin muchas canas todavía, estaba cuidadosamente peinado, y su traje era de última moda. Recordé haber oído que su hermana, Mrs. MacAndrew, que sólo sobrevivió a su marido un par de años, había dejado su dinero a Mrs. Strickland, y, a juzgar por el aspecto de la casa y por la elegante doncella que salió a abrirme la puerta, supuse que se trataría de una suma capaz de permitir que la viuda de Strickland viviera en adelante con modesta holgura.

Al entrar vi que Mrs. Strickland tenía otro visitante, y, al enterarme de quién era, se me ocurrió pensar que me había citado a aquella hora con deliberado propósito. El visitante, llamado Mr. Van Busche Taylor, era americano, y Mrs. Strickland me dio detalles sobre él dirigiéndole una encantadora sonrisa de disculpa.

—Ya sabe usted que los ingleses somos extraordinariamente ignorantes. Tiene que perdonarme si me veo obligada a dar algunas explicaciones. —A continuación se volvió hacia mí—. Mr. Van Busche Taylor es un distinguido crítico americano. Si usted no ha leído sus libros, ha descuidado vergonzosamente su educación y debe reparar en el acto su falta. Ahora está escribiendo algo sobre mi querido Charlie, y ha venido a pedirme que lo ayude, si puedo.

Mr. Van Busche Taylor era un hombre en extremo delgado, que poseía una cabeza grande y calva, huesuda y brillante. Bajo la bóveda de su cráneo, su rostro amarillento, surcado por profundas arrugas, parecía pequeñísimo. Era de modales muy reposados y extraordinariamente cortés. Hablaba con acento americano, y su conducta demostraba la existencia de un temperamento tan frío que hube de preguntarme por qué diablos se interesaría por Charles Strickland. Me molestó un tanto el cariño con que Mrs. Strickland se había referido a su marido, y, mientras ellos conversaban, me puse a examinar la habitación donde nos hallábamos. Mrs. Strickland había seguido la moda, eliminando el papel de las paredes, las severas cretonas y los dibujos de Arundel que adornaban el saloncito de Ashley Gardens; en su salón resplandecían unos fantásticos colores, y yo me pregunté si sabría que aquellos variados tonos, que la moda imponía, eran debidos a los sueños tenidos por un pobre pintor en una isla de los mares del Sur. Ella misma me dio la contestación.

—¡Qué maravillosos almohadones tiene usted! —dijo Mr. Van Busche Taylor.

—¿Le gustan? —preguntó Mrs. Strickland sonriendo—. Son de Bakst.

Sin embargo, en las paredes había reproducciones en colores de los mejores cuadros de Strickland debidas al celo de un editor de Berlín.

—¿Está usted contemplando mis cuadros? —me dijo siguiendo mi mirada—. Naturalmente, los originales se hallan fuera de mi alcance, pero es un consuelo tener éstos. El editor me los envió personalmente. Para mí son un gran alivio.

—Sí, debe de ser muy agradable vivir entre ellos —dijo Mr. Van Busche Taylor.

—Son muy decorativos.

—Ésa es una de mis más profundas convicciones —afirmó Mr. Van Busche Taylor—. Las grandes obras de arte son siempre decorativas.

Sus ojos se fijaron en una mujer desnuda que amamantaba a un niño, mientras una muchacha, arrodillada a sus pies, ofrecía una flor al indiferente niño. Una vieja rugosa y macilenta los contemplaba. Era la versión de Strickland de la Sagrada Familia. Supuse que le habían servido de modelo las personas que habitaban con él en la montaña de Taravao, y que la mujer y el niño eran Ata y su primer hijo. Me pregunté si Mrs. Strickland sabría algo de todo aquello.

La conversación prosiguió, maravillándome el tacto con que Mr. Van Busche Taylor evitaba todos los temas que pudieran parecer embarazosos, y también la ingenuidad de Mrs. Strickland, la cual sin decir una palabra que no fuese verdad, insinuó que sus relaciones con su marido habían sido siempre perfectas. Mr. Van Busche Taylor se levantó al fin, dispuesto a marcharse. Con la mano de la dueña de la casa entre las suyas, le dio las gracias con donosas aunque quizá demasiado rebuscadas palabras, y se fue.

—Espero que no lo haya aburrido —dijo Mrs. Strickland, cuando la puerta se cerró tras el visitante—. Algunas veces esto resulta verdaderamente molesto, pero creo que mi deber es facilitar todos los informes que me sean posibles sobre Charlie. El haber sido la mujer de un genio lleva siempre aparejada cierta responsabilidad.

Mrs. Strickland me miró con aquellos agradables ojos suyos, que seguían siendo tan cándidos y cariñosos como veinte años atrás. Me pregunté si se estaría burlando de mí.

—Ha dejado usted el negocio, ¿verdad? —le pregunté.

—¡Oh, sí! —contestó vivamente—. Lo tenía más por cariño que por otra cosa, y mis hijos me convencieron para que lo vendiese. Decían que me estaba agotando. —Mrs. Strickland había olvidado que en un tiempo hizo algo tan vergonzoso como trabajar para ganarse la vida. Pensaba, como todas las mujeres dignas, que lo único decente es vivir con el dinero ajeno—. Ahora están aquí —me dijo—. Creo que les gustará oír lo que va usted a decirnos de su padre. Se acuerda de Robert, ¿verdad? Me enorgullece decir que ha sido propuesto para la Cruz Militar.

Mrs. Strickland se dirigió a la puerta y llamó a sus hijos. Robert era un hombre alto, vestido de caqui, con el cuello de clérigo; poseía cierta belleza, aunque un tanto pesada. No obstante, conservaba la franca mirada de un muchacho. Tras él apareció su hermana. Debía de tener la misma edad que su madre cuando yo la conocí, y se parecía mucho a ella. También daba la sensación de que de niña había parecido mucho más bonita de lo que en realidad era.

—Supongo que no los recordará usted en absoluto —dijo Mrs. Strickland, sonriendo con expresión de orgullo—. Mi hija es ahora Mrs. Ronaldson. Su marido es mayor de Infantería.

Mrs. Ronaldson era cortés y afable, pero no podía ocultar su íntima convicción de que era distinta de las demás mujeres. Robert parecía muy jovial.

—Ha sido una suerte para mí estar en Londres ahora que usted ha regresado —dijo—. Sólo tengo tres días de permiso.

—Está deseando volver —afirmó su madre.

—No me avergüenzo de confesarlo. En el frente me divierto enormemente. Tengo excelentes compañeros. Es una vida magnífica. Naturalmente, la guerra es terrible, pero no se puede negar que pone de manifiesto las mejores cualidades de los hombres.

Entonces les conté cuanto había sabido de Charles Strickland en Tahití. Creí innecesario hablarles de Ata y de su hijo. En todo lo demás procuré ser lo más exacto posible. Cuando hube relatado su lamentable fin, guardé silencio. Durante unos momentos, permanecimos sin decirnos una palabra. Robert Strickland encendió un cigarrillo.

—Los molinos de Dios muelen despacio, pero su molienda es finísima —dijo un poco dramáticamente.

Mrs. Strickland y su hija bajaron los ojos con una expresión ligeramente piadosa, convencidas, estoy seguro, de que aquellas palabras pertenecían a la Biblia. Y no me cabe la menor duda de que Robert Strickland era de la misma opinión. De pronto, sin saber por qué, me acordé del hijo de Strickland y de Ata. Me habían dicho que era un muchacho alegre y jovial. Lo vi con los ojos de la imaginación en la goleta donde trabajaba, vestido sólo con unos pantalones cortos, y lo vi también durante la noche, cuando el barco navegaba suavemente, impelido por una fresca brisa, y los marineros se hallaban reunidos en cubierta, mientras el capitán y el sobrecargo descansaban en una tumbona fumando en sus pipas; lo vi bailar con otro muchacho, bailar salvajemente al son de la jadeante música de una concertina. Sobre él, el cielo azul y las estrellas, y a su alrededor, el desierto del océano Pacífico.