En aquel momento fuimos interrumpidos por la aparición de madame Coutras, que llegaba de hacer unas visitas. Entró en la habitación donde nos hallábamos como una fragata con las velas desplegadas; era una mujer de aspecto imponente, alta, gruesa, con un amplio busto y una obesidad que constreñía fuertemente en un rígido corsé. Tenía una nariz ganchuda y una abundante papada. Se mantenía siempre erguida. Ni un solo momento se había rendido al enervante encanto de los trópicos; por el contrario, cada día era más activa, más locuaz y más enérgica de lo que parecía posible en un clima templado. Evidentemente, le gustaba hablar, y empezó a contarnos infinidad de cosas y a hacer los más variados comentarios, sin tomarse tiempo para respirar. Sus palabras hicieron que la conversación que acabábamos de sostener pareciese lejana e irreal.
Poco después, el doctor Coutras se volvió hacia mí.
—Aún tengo en mi bureau el cuadro que me dio Strickland —dijo—. ¿Le gustaría verlo?
—Con mucho gusto.
Nos levantamos y me condujo a la veranda que rodeaba la casa. Una vez en ella nos detuvimos para contemplar las alegres flores, que crecían en su jardín.
—No pude apartar de mi imaginación, durante mucho tiempo, el recuerdo de la extraordinaria decoración con que Strickland había cubierto las paredes de su casa —dijo el doctor pensativamente.
Yo también había estado pensando en lo mismo. A mi juicio, fue allí donde Strickland pudo expresar al fin lo más íntimo de su ser. Trabajando en silencio, sabiendo que aquélla era su última oportunidad, expresó todo lo que sabía de la vida y lo que había intuido. Y supuse que, posiblemente, allí había encontrado la paz. El demonio que lo poseía había sido exorcizado al fin, y con la realización de su obra, para la cual toda su vida no había sido más que una penosa preparación, la paz descendió sobre su torturada alma. Ya no le importaría morir, pues había logrado su propósito.
—¿Cuál era el tema? —pregunté.
—Apenas si puedo decírselo. Era extraño y fantástico. Se trataba de una visión de los comienzas del mundo: el Paraíso, con Adán y Eva. Que sais-je? Era un himno a la belleza del cuerpo humano, tanto masculino como femenino, y un canto de alabanza a la naturaleza sublime, indiferente, bondadosa y cruel. Daba una espantosa sensación de lo infinito del espacio y del tiempo eterno. Pintó los árboles que yo veía todos los días: los cocoteros, las higueras, las cesalpinias y los aguacates, que desde entonces me parecen completamente distintos, como si poseyeran un espíritu y un misterio que siempre estoy a punto de describir y que, sin embargo, siempre se me escapa. Los colores también me eran familiares y, no obstante, me parecieron diferentes. Tenían un significado que no era del todo suyo. Aquellos hombres y mujeres desnudos eran de este mundo, y, a pesar de ello, estaban fuera de él. Parecían poseer algo de la arcilla con que fueron hechos y, al mismo tiempo, algo divino. En su desnudez se descubría al hombre con sus primitivos instintos, amedrentándonos porque nos veíamos a nosotros mismos.
El doctor Coutras se encogió de hombros y sonrió.
—Se reirá usted de mí. Yo soy un materialista y un hombre gordo, un Falstaff, y la nota lírica no me sienta bien. Me pongo en ridículo. Pero no he visto otras pinturas que me hayan causado mayor impresión. Tenez, sentí lo mismo que cuando entré en la Capilla Sixtina, en Roma. Allí también me espantó la grandeza del hombre que había pintado el techo. Era un genio, y su obra, una maravilla. Me consideré pequeño e insignificante. Estamos preparados para enfrentarnos con la grandeza de Miguel Ángel, pero nadie me había preparado para la inmensa sorpresa de aquellas pinturas que decoraban las paredes de una choza indígena, a una gran distancia de la civilización, en un valle de la montaña, en las alturas de Taravao. Miguel Ángel es equilibrado y normal. Sus grandes obras tienen la quietud de lo sublime; pero en las pinturas de Strickland, a pesar de su belleza, había algo inquietante. Ignoro lo que era. Me hizo sentir cierto malestar, produciéndome la misma impresión que se experimenta cuando uno está sentado junto a la puerta de un cuarto que sabemos que está vacío, teniendo, sin embargo, sin saber por qué, el presentimiento de que dentro hay alguien. Entonces nos enfadamos con nosotros mismos. Sabemos que aquello sólo se debe a nuestros nervios, y, sin embargo… Sin embargo… Al poco rato no es posible resistir el terror que se ha apoderado de nosotros, y un miedo desconocido paraliza nuestra voluntad. Sí, lo confieso, cuando me enteré de que aquellas extrañas obras maestras habían sido destruidas, no lo sentí demasiado.
—¿Destruidas? —exclamé.
—Mais oui; ¿no lo sabía usted?
—¿Cómo iba a saberlo? Es cierto que nunca había oído hablar de ellas, pero pensé que las había comprado algún particular. Hasta la fecha, no existe una lista completa de las obras de Strickland.
—Cuando se quedó ciego, se pasaba las horas sentado en las dos habitaciones que había decorado, contemplando su obra con sus ojos sin luz y viendo quizá más de lo que había visto en toda su vida. Ata me dijo que jamás se lamentó de su destino y que nunca perdió su entereza. Hasta el último momento permaneció sereno y tranquilo. Pero hizo que Ata le prometiese que una vez enterrado… ¿Le he dicho que yo, con mis propias manos, cavé su tumba, pues ningún indígena quería acercarse a la casa infectada, y que Ata y yo enterramos a Strickland, envuelto en tres pareos unidos entre sí, debajo del mango? Hizo prometer a Ata, digo, que prendería fuego a la casa y que no se marcharía de ella hasta que hubiese quedado totalmente destruida.
Permanecí silencioso durante unos momentos. Luego dije:
—Eso quiere decir que hasta el fin continuó siendo el mismo.
—¿Lo comprende usted? Debo decirle que yo creí un deber tratar de disuadirla.
—¿A pesar de lo que me ha dicho?
—Sí, pues estaba convencido de que aquello era la obra de un genio y que no teníamos derecho a privar al mundo de ella. Pero Ata se negó a escucharme. Lo había prometido. Y no quise ser testigo de aquel bárbaro acto y me di cuenta de ello cuando ya no tenía remedio. Por lo visto, roció con petróleo el suelo y las esteras y prendió fuego a la casa. Al poco rato no quedaban más que unas cenizas humeantes; una obra maestra había desaparecido para siempre.
—Estoy seguro de que Strickland sabía que aquello era una obra maestra. Había conseguido lo que quería. Su vida estaba completa. Había creado un mundo y vio que era bueno. Entonces, orgulloso y despreciativo, lo destruyó.
—Pero he de enseñarle mi cuadro —dijo el doctor Coutras echando a andar.
—¿Qué ha sido de Ata y del niño?
—Se fueron a las Marquesas. Ella tenía allí unos parientes. Me han dicho que el muchacho trabajaba en una goleta. Todos afirman que se parece muchísimo a su padre.
En la puerta del consultorio, que daba a la veranda, el doctor se detuvo, sonriente.
—El tema del cuadro son unas frutas. A usted le parecerá que no es muy a propósito para el consultorio de un médico. Pero mi mujer no quiere colocarlo en la salita. Dice que es francamente obsceno.
—¡Unas frutas! —exclamé francamente sorprendido.
Entramos en la habitación y mis ojos se fijaron al instante en el cuadro. Lo estuve contemplando durante largo rato.
En él se veía un montón de mangos, plátanos, naranjas y no sé qué otros frutos más; a primera vista, era de lo más inocente. En una exposición de pintores posimpresionistas habría pasado, para una persona poco observadora, por un excelente aunque no extraordinario ejemplar de la escuela, pero es muy posible que después volviera a nuestra memoria sin poder explicar la causa. No creo que entonces pudiéramos olvidarnos de él por completo.
Los colores eran tan extraños que resultaba en extremo difícil explicar por medio de palabras la turbadora impresión que producían. Había azules sombríos, de un tono opaco, parecido al de los objetos de lapislázuli primorosamente tallados, pero que poseían una trémula brillantez que evocaba las palpitaciones de una vida misteriosa; púrpuras horribles, semejantes al de la carne cruda pudriéndose, pero de una pasión deslumbrante y sensual que despertaba vagos recuerdos del Imperio romano de Heliogábalo; rojos chillones, como el color de los granos de acebo, que hacían pensar en las Navidades de Inglaterra, en la nieve, en la sana alegría y en el júbilo de los niños; pero aquel rojo iba suavizándose como por arte de magia, hasta adquirir el delicado tinte de una pechuga de paloma; amarillos intensos que se transformaban en verdes tan fragantes como la primavera y tan puros como el agua cristalina de los arroyos de la montaña ¿Quién es capaz de explicar la imaginación torturada que había creado aquellos frutos? Pertenecían a un polinésico Jardín de las Hespérides. Había en ellos algo extrañamente vivo, como si hubiesen sido creados en un período de la oscura historia de la tierra, cuando las cosas no tenían aún forma estable. Eran extraordinariamente lujuriosos. Estaban cargados de aromas tropicales. Parecían poseer una apasionada vida propia. Eran frutos encantados; al que los probase se le abrirían las puertas de Dios sabe qué secretos del alma y de qué misteriosos palacios de la imaginación. Pero también eran unos frutos trágicos que presagiaban oscuros peligros, y el hombre que los probase corría el peligro de transformarse en una bestia o en un dios. Todo lo sano y natural, todo lo que estaba ligado a la felicidad familiar y a las alegrías ingenuas de los hombres sencillos, se apartaba de ellos con espanto, y, no obstante, poseían una terrible atracción; del mismo modo que los frutos del árbol de la Ciencia del Bien y del Mal, asustaban con las terribles posibilidades de lo Desconocido.
Al fin, aparté la vista. Comprendí que Strickland se había llevado su secreto a la tumba.
—Voyons, René, mon ami… —oímos que decía la voz alegre y fuerte de Mrs. Coutras—. ¿Qué estás haciendo ahí tanto rato? Aquí están los apéritifs. Pregúntale a monsieur si quiere tomar una copita de quina Dubonnet.
—Volontiers, madame —dije, volviendo a salir a la veranda.
El encanto se había roto.