Transcurrieron dos o tres años más, pues en Tahití el tiempo pasa de una manera imperceptible y es difícil llevar la cuenta de él, hasta que al fin avisaron al doctor Coutras. Strickland se estaba muriendo. Ata había esperado el paso del coche que llevaba el correo a Papeiti, suplicando al individuo que lo conducía que en cuanto llegase a la ciudad fuera inmediatamente a casa del doctor. Pero éste estaba ausente cuando llegó el recado y no regresó a su casa hasta el atardecer. Le fue imposible ponerse en camino a una hora tan avanzada, por lo que tuvo que esperar hasta el día siguiente, en que salió de su casa poco después del amanecer. Al llegar a Taravao emprendió por última vez el camino de siete kilómetros que había hasta la casa de Ata. La maleza había invadido el sendero y era evidente que durante los últimos años nadie había transitado por él. No le fue fácil seguirlo. Varias veces tuvo que cruzar el lecho de un torrente; otras, abrirse camino entre los densos y espinosos matorrales, y con frecuencia escalar peñascos para evitar los nidos de avispas que colgaban de los árboles. El silencio era absoluto.
Al fin, exhalando un suspiro de alivio, llegó a la pequeña casa sin pintar, cuyo aspecto era de completo abandono. Pero también allí reinaba idéntico e insoportable silencio. Continuó andando y un chiquillo, que jugaba, indiferente, bajo los rayos del sol, se asustó al verlo y huyó precipitadamente. Para el muchacho, los extraños eran enemigos. El doctor Coutras tuvo la sensación de que el niño lo estaba espiando escondido detrás de un árbol. La puerta del cercado estaba abierta; llamó y no obtuvo respuesta. Echó a andar y llamó a la puerta de la casa, con el mismo resultado. Entonces le produjo náuseas. Se tapó las narices con un pañuelo y, haciendo un esfuerzo, penetró en la casa. La habitación estaba casi a oscuras y de pronto, acostumbrado como estaba a la brillante luz del sol, le fue imposible hacer nada durante unos momentos. Dio un respingo. No acertaba a explicarse dónde se hallaba. Le parecía haber entrado en un mundo fantástico. Creyó ver una frondosa selva virgen y unos seres humanos desnudos que andaban bajo los árboles. Acto seguido descubrió que se trataba de las pinturas de las paredes.
—Mon Dieu… Espero que el sol no me haya trastornado —murmuró.
Un ligero movimiento atrajo su atención y vio a Ata tendida en el suelo, sollozando calladamente.
—¡Ata…! —gritó—. ¡Ata…!
Ésta pareció no oírle. Nuevamente, el repugnante hedor estuvo a punto de hacerle perder el sentido. Encendió un cigarrillo. Sus ojos se acostumbraron a la oscuridad y, al fijar por segunda vez la vista en las paredes pintadas, se apoderó de él una abrumadora sensación. No entendía nada de pintura, pero en las de Strickland había algo que lo impresionó profundamente. Las paredes estaban cubiertas de arriba abajo con unas sorprendentes y detalladas composiciones. Eran indescriptibles y misteriosas. Lo dejaron casi sin aliento, produciéndole una emoción que le era imposible comprender y analizar. Experimentó el miedo y el júbilo con que el hombre debió de contemplar los comienzos del mundo. Aquellas pinturas reflejaban un sensualismo apasionado y un asombroso vigor. Al mismo tiempo, había en ellas algo que le hizo sentir un terror profundo. Era la obra de un hombre que había penetrado en los escondidos rincones de la naturaleza, descubriendo unos secretos bellos y pavorosos a la vez. Era la obra de un hombre que conocía lo que los seres humanos no pueden conocer. Tenía algo de primitivo y terrible. No era humana. Evocó en su memoria vagos recuerdos de magia negra. Era una obra bella y obscena.
—¡Mon Dieu…, esto es genial! —exclamó.
Las palabras se escaparon de sus labios sin que él se diera cuenta…
Sus ojos descubrieron entonces una cama de esteras situada en un rincón, y al acercarse a ella vio los espantosos y mutilados restos de Strickland. Estaba muerto. El doctor Coutras, haciendo un esfuerzo de voluntad, se inclinó sobre el repugnante cadáver. En aquel instante se estremeció violentamente y un terror loco se apoderó de su corazón; había sentido que alguien se movía tras él. Era Ata. No la había oído levantarse. Se hallaba junto al doctor, contemplando lo mismo que él contemplaba.
—¡Dios mío! Tengo los nervios alterados —dijo el doctor—. Me ha dado un susto terrible. Volvió a mirar lo que quedaba de lo que había sido un hombre, y retrocedió profundamente alterado…
—¡Pero si estaba ciego…!
—Sí, estaba ciego hacía casi un año.