El doctor Coutras era un viejo francés de elevada estatura y gran corpulencia. Su cuerpo tenía la forma de un gigantesco huevo de pato, y sus vivos ojos, azules y alegres, se fijaban de vez en cuando, con mirada satisfecha, en su prominente abdomen. El color de su piel era encendido, y su cabello poseía una blancura de nieve. Se trataba de un hombre que se hacía simpático en el acto. Nos recibió en una habitación que podía haber pertenecido a cualquier casa de una ciudad provinciana de Francia, y los objetos indígenas que la adornaban parecían desplazados. Cogió mi mano entre las suyas, que eran enormes, dirigiéndome una cordial mirada en la que, sin embargo, resplandecía una gran perspicacia. Cuando estrechó la mano del capitán Brunot, le preguntó cortésmente por madame et les enfants. Durante unos momentos la conversación se redujo a un intercambio de cumplidos; después versó sobre cosas de la isla, cómo iban las cosechas de copra y de vainilla, y finalmente abordamos el objeto de mi visita.
No relataré lo que me refirió el doctor Coutras con sus palabras, sino a mi modo, pues me siento incapaz de reproducir la viveza de su forma de expresarse. Su voz era profunda y resonante, muy en consonancia con su corpulencia, y poseía un agudo sentido de lo dramático. Escucharlo era como estar viendo una función de teatro, y resultaba mucho mejor que la mayoría de ellas.
Por lo visto, el doctor Coutras había ido un día a Taravao para visitar a una vieja cacique que estaba enferma, trazándonos un vivo cuadro de la obesa y anciana dama acostada en un lecho enorme, fumando cigarrillos y rodeada de una muchedumbre de cortesanos de tez cobriza. Después que la hubo visitado, lo condujeron a otra habitación, donde le dieron de cenar —pescado frío, plátanos fritos y pollos, que sais-je, la típica cena de los indígenas—, y mientras estaba cenando vio cómo echaban de la puerta a una muchachita llorosa. No le dio importancia, pero cuando fue a subir al coche para regresar a su casa volvió a ver a la muchacha, que permanecía un poco apartada, mirándolo con actitud suplicante, mientras las lágrimas corrían por sus mejillas. Preguntó qué le sucedía y le respondieron que la muchacha había bajado de las montañas para rogarle que fuese a ver a un hombre blanco que estaba enfermo. El doctor Coutras la llamó y le preguntó qué deseaba. La chiquilla le dijo que Ata, la indígena que antes estaba en el Hôtel de la Fleur, la había enviado a buscarlo porque el Rojo estaba enfermo. A continuación le entregó un paquetito envuelto en un trozo de periódico viejo. Cuando lo abrió vio que contenía un billete de cien francos.
—¿Quién es el Rojo? —preguntó a uno de los que le rodeaban.
Le contestaron que llamaban así al inglés, al pintor, el cual vivía con Ata en un valle de la montaña, a siete kilómetros de donde se encontraban. Por las señas dedujo que se trataba de Strickland. Pero era preciso ir a pie y Strickland no podía andar. Ésta era la causa de que hubiesen enviado a la muchacha.
—Le confieso —dijo el doctor, volviéndose hacia mí— que vacilé. No me hacía gracia tener que andar catorce kilómetros por un sendero abrupto, con muy pocas probabilidades de poder estar de regreso en Papeiti la misma noche. Además, no sentía muchas simpatías por Strickland. Era un pillo perezoso e inútil que prefería vivir con una mujer indígena antes que trabajar para ganarse la vida como todos nosotros. Mon Dieu, ¿cómo podía sospechar yo que el mundo llegaría un día a la conclusión de que se trataba de un genio? Pregunté a la chiquilla si estaba tan mal como para no poder bajar a verme. La muchacha se negó a contestarme. Yo, quizá un poco colérico, la apremié para que hablase, pero ella bajó la vista y comenzó a llorar. Me encogí de hombros; después de todo, era posible que tuviese el deber de ir, y con un humor de perros le ordené que me guiara hasta su casa.
Cuando llegó, sudoroso y sediento, su humor no había mejorado. Ata, que estaba acechando su aparición, salió a recibirle.
—Antes de ver a nadie, deme algo de beber o de lo contrario me moriré aquí mismo de sed —exclamó—. Pour l’amour de Dieu, tráigame un coco.
Ata dio un grito y la muchacha salió corriendo. Se subió a un árbol y a los pocos instantes arrojaba al suelo un coco maduro. Ata hizo en él un agujero y el doctor bebió un buen trago de su refrescante líquido. A continuación lió un cigarrillo, y entonces se sintió de mejor humor.
—Bien, ¿dónde está el Rojo? —preguntó.
—En casa, pintando. No le he dicho que usted venía. Entre y hable con él.
—Pero ¿qué es lo que tiene? Si puede pintar, también podía haber ido a Taravao para que lo viese, y a mí me hubiera ahorrado esta caminata. Creo que mi tiempo vale tanto como el suyo.
Ata no contestó, y con el muchacho lo acompañó hasta la casa. La chiquilla que había ido a buscarlo estaba sentada en la veranda, junto a una vieja indígena, la cual, apoyada en la pared, se entretenía en hacer cigarrillos. Ata señaló la puerta. El doctor entró, preguntándose enfurecido por qué habían procedido de una manera tan extraña.
Halló a Strickland limpiando su paleta. En el caballete había un lienzo. Strickland, cubierto tan sólo con un pareo, estaba de espaldas a la puerta, volviéndose al oír el ruido de pasos. Dirigió al doctor una mirada colérica. Se sorprendió al verlo y, al mismo tiempo, le molestó aquella intromisión. Pero el doctor dejó escapar un sonido entrecortado; parecía haber echado de pronto raíces en el suelo, y lo miró con ojos desorbitados. No era aquello lo que esperaba. Se quedó lívido de horror.
—Entre sin ceremonias —dijo Strickland—. ¿En qué puedo servirlo?
El doctor logró sobreponerse, pero tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para recobrar el uso de su voz. Su enojo había desaparecido, y sentía —eh bien, oui je ne le nie pas— una profunda piedad.
—Soy el doctor Coutras. Me encontraba en Taravao visitando a la vieja cacique, y Ata me envió a buscar para que le viese a usted.
—Es una estúpida. Últimamente he tenido algunos dolores y un poco de fiebre, pero eso no tiene importancia; ya pasará. Pensaba encargar quinina la próxima vez que alguien fuese a Papeiti.
—Mírese al espejo.
Strickland se acercó sonriendo a un pequeño espejo con marco de madera que colgaba de la pared.
—¿Y bien?
—¿No percibe un extraño cambio en su cara? ¿No nota una rigidez en sus facciones, que ahora tienen un aspecto extraño? No sé cómo describírselo: los libros llaman a eso «cara leonina». Mon pauvre ami, ha contraído usted una enfermedad terrible…
—¿Yo?
—Si se mira usted bien al espejo, descubrirá en su rostro los típicos síntomas de la lepra.
—Bromea usted, amigo —repuso Strickland.
—¡Ojalá fuese así!
—¿De veras tengo lepra?
—Desgraciadamente, no me cabe la menor duda.
El doctor Coutras había pronunciado la sentencia de muerte de muchos hombres, y jamás le había sido posible dominar el terror que en tal momento se apoderaba de él. Sentía siempre sobre sí el odio salvaje que debía de experimentar el condenado al compararse con el doctor, sano y robusto, que gozaba del inestimable privilegio de la vida. Strickland lo miró en silencio. En su rostro, desfigurado ya por la repugnante enfermedad, no se reflejaba la menor emoción.
—¿Lo saben ellos? —preguntó al cabo, señalando a los que se hallaban en la veranda y que en aquel momento permanecían sumidos en un extraño silencio.
—Los indígenas conocen perfectamente los síntomas —contestó el doctor—. Pero tienen miedo de decírselo.
Strickland se dirigió a la puerta y se detuvo en el umbral. Algo terrible debía de reflejarse en su rostro, pues, de pronto, todos los indígenas empezaron a lamentarse a gritos. Sus lamentaciones fueron creciendo hasta convertirse en sollozos. Strickland no dijo una palabra. Después de mirarlos durante unos minutos, volvió a entrar en la habitación.
—¿Cuánto tiempo cree usted que me queda aún de vida?
—¿Quién puede saberlo? Algunas veces la enfermedad dura veinte años. Es una suerte cuando se desarrolla con rapidez.
Strickland se acercó al caballete y miró reflexivamente el lienzo que había colocado en él.
—Ha dado usted una gran caminata para venir aquí, y es justo que se premie al mensajero de tan importantes noticias. Tome este lienzo. Ahora no representa nada para usted, pero puede que un día se sienta satisfecho de tenerlo.
El doctor Coutras protestó, diciendo que no necesitaba que le pagaran el viaje; había devuelto a Ata el billete de cien francos, pero Strickland se empeñó en que se llevase el cuadro. Salieron juntos a la veranda. Los indígenas sollozaban violentamente.
—Tranquilízate, mujer. Seca tus lágrimas —dijo Strickland, dirigiéndose a Ata—. El caso no es muy de lamentar. Te dejaré muy pronto.
—No te llevarán de aquí, ¿verdad? —gritó ella.
En aquel tiempo no se aplicaba a los leprosos de las islas una rígida reclusión, y se les permitía, si lo deseaban, vivir en libertad.
—Me iré a la montaña —dijo Strickland.
Ata se puso en pie y se encaró con él. En el tono de su voz había algo que indicaba una inquebrantable decisión. Ya no era la muchacha indígena apacible y dócil, sino una mujer decidida. Se había transformado de una manera extraordinaria.
—Deja que se vayan los demás, si quieren, pero yo no te abandonaré. Tú eres mi marido y yo soy tu mujer. Si tú me dejas, yo me colgaré del árbol que hay detrás de la casa.
—¿Por qué quieres quedarte a mi lado? Puedes volver a Papeiti, donde te será fácil encontrar otro hombre blanco. La vieja podrá cuidar de los niños, y Tiaré se alegrará de que vuelvas.
—Tú eres mi marido y yo soy tu mujer. Donde tú vayas iré yo.
Desapareció la entereza de Strickland y sus ojos se llenaron de lágrimas, que corrieron lentamente por sus mejillas. Pero casi inmediatamente sonrió con la irónica sonrisa habitual en él.
—Las mujeres son unos seres muy extraños —dijo al doctor Coutras—. Podemos tratarlas como a perros, podemos pegarles hasta que nos duelan los brazos, pero, sin embargo, nos siguen amando. —Se encogió de hombros—. Sin duda, una de las más absurdas creencias de los cristianos es la de que tienen alma.
—¿Qué estás diciendo al doctor? —preguntó Ata, recelosa—. ¿No te irás?
—Si tú quieres, me quedaré aquí.
Ata cayó de rodillas y, abrazándose a sus piernas se las besó. Strickland miró al doctor Coutras con una leve sonrisa en los labios.
—Al final, siempre se apoderan de nosotros, y quedamos indefensos en sus manos. Blancas o cobrizas, todas son iguales.
Al doctor Coutras le pareció absurdo expresar su condolencia por tan terrible desgracia y se despidió. Strickland ordenó a Tané, el muchacho, que lo acompañase hasta el poblado.
El doctor Coutras hizo una pausa y a continuación se dirigió a mí.
—Strickland nunca me fue simpático, ya se lo he dicho a usted, pero mientras descendía lentamente hacia Taravao no pude menos de sentir una involuntaria admiración por el estoico valor con que había recibido la más terrible, tal vez, de las aflicciones humanas.
»Cuando Tané se despedía de mí, le dije que enviaría algunas medicinas que podrían ser útiles, aunque tenía pocas esperanzas de que Strickland las tomase. También le encargué que dijese a Ata que acudiría en cuanto me avisara. La vida es dura, y la naturaleza disfruta a veces cruelmente torturando a sus hijos. Aquella noche regresé a Papeiti, a mi cómodo hogar, con el corazón angustiado.
Durante largo rato todos guardamos silencio.
—Pero Ata nunca me mandó llamar —prosiguió el doctor—, y yo no tuve ocasión de ir por aquella parte de la isla durante mucho tiempo. No recibí la menor noticia de Strickland. Una o dos veces oí decir que Ata había estado en Papeiti para comprar pinturas y lienzos, pero yo no la vi. Habían transcurrido más de dos años cuando tuve que volver a Taravao para visitar una vez más a la vieja cacique, y entonces pregunté si sabían algo de Strickland. Todo el mundo estaba enterado de su enfermedad. El primero en marcharse de su casa fue Tané, y poco tiempo después lo hicieron la vieja indígena y su nieta. Strickland y Ata se quedaron solos con sus hijos. Nadie se acercaba a la plantación, pues, como usted sabe, los indígenas tienen un miedo espantoso a esa enfermedad. Antiguamente mataban a los leprosos. Algunas veces, los chiquillos del poblado, correteando por las colinas, habían visto al hombre blanco con su gran barba roja, lo que les hizo huir aterrorizados. Otras veces, Ata iba por las noches al poblado y despertaba al comerciante para que le vendiese las cosas que necesitaba. Sabía que los indígenas la miraban con la misma aversión que a Strickland, y procuraba apartarse de ellos. Cierto día, unas mujeres que se acercaron más de lo acostumbrado a la plantación la vieron lavando ropa en el riachuelo y entonces empezaron a tirarle piedras. Después de esto encargaron al comerciante que le dijese a Ata que si volvía a lavar en el riachuelo los hombres subirían a quemar su casa.
—¡Qué bárbaros! —exclamé yo.
—Mais non, mon cher monsieur, los hombres son siempre iguales. El miedo los hace ser crueles… En vista de lo que me habían contado, decidí ir a ver a Strickland, y cuando terminé con la anciana cacique pedí un boy para que me mostrase el camino. Pero ninguno quiso acompañarme, por lo que me vi obligado a ir solo.
Cuando el doctor Coutras llegó a la plantación, un extraño malestar se apoderó de él. Aunque estaba acalorado por el paseo, sintió que un escalofrío recorría su cuerpo. En la atmósfera había algo hostil que lo hacía vacilar, y tuvo la sensación de que unas fuerzas invisibles le cerraban el paso. Parecía como si unas manos ocultas lo empujaran hacia atrás. Nadie se preocupaba ya de recoger los cocos, y éstos se pudrían, en el suelo. Por todas partes reinaba la desolación. La maleza había crecido de un modo extraordinario. Muy pronto, la selva virgen volvería a posesionarse de aquel trozo de tierra que con tantas fatigas le habían arrancado. Aquello parecía la mansión del dolor. Al acercarse a la casa lo sorprendió el insólito silencio que reinaba en ella, y al principio pensó si estaría desierta. Pero entonces vio a Ata. Se hallaba sentada en cuclillas en el cobertizo que le servía de cocina, vigilando una cazuela al fuego. A su lado, un niño jugaba silenciosamente en el suelo. No sonrió al verlo.
—He venido a ver a Strickland.
—Voy a decírselo.
Se dirigió a la casa, subiendo los pocos escalones que conducían a la veranda, y entró. El doctor Coutras la siguió, pero, obedeciendo a un ademán de Ata, esperó fuera. Cuando Ata abrió la puerta, el doctor percibió el repugnante hedor que despiden las habitaciones donde vive un leproso. Oyó hablar a Ata y la respuesta de Strickland, pero no reconoció su voz. Ésta se había tornado ronca e indistinta. El doctor Coutras enarcó las cejas. Supuso que la enfermedad había atacado ya las cuerdas vocales. Ata volvió a salir.
—No quiere verlo… Váyase.
El doctor Coutras insistió, pero ella no lo dejó pasar. El doctor se encogió de hombros y, después de reflexionar unos instantes, dio media vuelta. Ata lo acompañó. El doctor tuvo la sensación de que Ata también deseaba verse libre de él.
—¿Puedo hacer algo por él?
—Sí; mandarle pinturas —repuso Ata—. Es todo lo que necesita.
—¿Aún puede pintar?
—Está pintando las paredes de la casa.
—Esta vida es terrible para ti, pobre criatura.
Ata sonrió, reflejándose en sus ojos un amor sobrehumano. El doctor Coutras se quedó atónito y como asustado. No supo qué decir.
—Es mi marido —murmuró ella.
—¿Dónde está el otro niño? —preguntó el doctor—. Cuando vine aquí la última vez tenía dos.
—Murió. Lo enterramos bajo el mango.
Ata, después de haberlo acompañado un trecho, dijo que tenía que volver. El doctor Coutras pensó que no quería alejarse más por miedo a que la sorprendieran las gentes del poblado. Volvió a repetirle que si lo necesitaba no tenía más que mandarle aviso.