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Tenez, voilà le capitaine Brunot —dijo Tiaré, un día en que yo trataba de hilvanar lo que me estaba contando de Strickland. El capitán lo había conocido a fondo y lo visitó en su casa.

Mis ojos se fijaron en un francés de mediana edad, con una gran barba entreverada de gris, un semblante curtido por el sol y unos grandes y brillantes ojos. Iba vestido pulcramente de blanco. Lo había visto a la hora del almuerzo, y Ah-Lin, el boy chino, me dijo que había llegado de las Tuamotú en el barco que ancló en el puerto aquel día. Me fue presentado por Tiaré, y el recién llegado me entregó su tarjeta, en la que se leía: René Brunot, y debajo: Capitaine au long cours. Nos hallábamos sentados en una pequeña veranda delante de la cocina, y Tiaré cortaba en aquellos momentos un vestido para una de las indígenas de la casa. El capitán se sentó con nosotros.

—Sí, conocía muy bien a Strickland —dijo—. A mí me gusta mucho el ajedrez y él siempre estaba deseando jugar una partida. Yo venía a Tahití tres o cuatro veces al año, y cuando él se encontraba en Papeiti venía aquí para jugar conmigo. Cuando se casó —el capitán Brunot sonrió y se encogió de hombros—, enfin, cuando se fue a vivir con la muchacha que Tiaré le dio, me pidió que fuera a verlo a su casa. Yo fui uno de los invitados al banquete nupcial… —Miró a Tiaré y ambos se echaron a reír—. Muy pocas veces apareció por Papeiti después de esto, y, un año más tarde, la casualidad quiso que tuviera que ir a esa parte de la isla, para no sé qué negocio, y cuando hube acabado me dije: «Voyons, ¿por qué no visitar al pobre Strickland?». Pregunté a uno o dos indígenas si sabían algo de él y descubrí que sólo vivía a cinco kilómetros de donde me encontraba. Fui a verlo. Nunca olvidaré la impresión que me produjo la visita. Yo vivo en un atolón, en una isla madrepórica que no es más que una franja de tierra que rodea a una laguna; su belleza es la del mar y el cielo, la de los variados colores de la laguna y la esbelta gracia de los cocoteros; pero el lugar donde vivía Strickland era tan bello como el Jardín del Paraíso. ¡Ah! Me gustaría poder describirle el encanto de aquel lugar, de aquel rincón apartado del mundo, bajo el cielo azul, rodeado de frondosos árboles. Su colorido era un festín para la vista. Nada más fragante y fresco. Las palabras no pueden dar idea de lo que era aquel edén. Allí vivía Strickland sin preocuparse del mundo y olvidado por éste. Supongo que, a los ojos europeos, su existencia parecía sórdida en extremo. La casa era vieja y no estaba limpia. Al acercarme, descubrí a tres o cuatro indígenas tumbados en la veranda. Ya sabe usted cuánto les gusta a los nativos vivir apiñados. Un joven, tendido cuan largo era, estaba fumando un cigarrillo; no llevaba puesto más que un pareo.

El pareo es una larga tira de tela de algodón estampada, de un color rojo o azul con dibujos blancos, que se enrolla en torno a la cintura y cubre sólo hasta la rodilla.

—Una muchacha de unos quince años tejía una hoja de pandáneas para hacer un sombrero, y una vieja, sentada en cuclillas, estaba fumando una pipa. También vi a Ata. Estaba dando de mamar a un niño recién nacido, mientras otro, completamente desnudo, jugaba a sus pies. Al verme llamó a Strickland, y éste apareció en el umbral de la puerta. Como el indígena, no llevaba puesto más que un pareo. Su aspecto, con la barba roja, el pelo desgreñado y el velludo tórax, era extraordinario. Tenía los pies callosos y con cicatrices, de lo que deduje que debía de ir siempre descalzo. Para vengarse del mundo, se había convertido en un completo indígena. Pareció alegrarse al verme, y dijo a Ata que matase un pollo para cenar. Me hizo entrar en la casa para enseñarme un cuadro que estaba pintando. En un ángulo de la habitación había una cama, y en el centro un caballete con un lienzo. Como me daba lástima, le había comprado dos o tres cuadros por pequeñas sumas y había mandado otros a mis amigos de Francia. Aunque los adquirí por compasión, después de tenerlos en casa empezaron a gustarme. Hallé en ellos una belleza extraña. Todo el mundo me decía que estaba loco, pero el tiempo ha demostrado que tenía razón. Yo fui su primer admirador en las islas.

El capitán sonrió maliciosamente y miró a Tiaré, la cual nos volvió a contar, con acento quejumbroso, la historia de la subasta de las cosas pertenecientes a Strickland, en la que ella había despreciado sus cuadros, no adquiriendo más que un hornillo americano por veintisiete francos.

—¿Conserva usted aún los cuadros? —pregunté.

—Sí, los guardo hasta que mi hija llegue a la edad de casarse. Entonces los venderé. Serán su dote.

Continuó contándome su visita a Strickland:

—No olvidaré nunca la noche que pasé con él. Mi intención era permanecer a su lado una hora, pero él insistió en que me quedase hasta el día siguiente. No acababa de decidirme a aceptar, pues he de confesar que no me hacía mucha gracia dormir en las esteras que me ofrecía; pero finalmente me encogí de hombros. Cuando estaba construyendo mi casa en las islas Tuamotú, había dormido durante semanas enteras en lechos más duros que el que me ofrecían, sin otro cobijo que los matorrales, y en cuanto a los bichos, en general, mi dura piel me defendía contra sus ataques.

»Bajamos al riachuelo para bañarnos mientras Ata preparaba la cena, y después de cenar nos sentamos en la veranda a fumar y a charlar. El joven indígena que vivía con ellos tenía una concertina y empezó a tocar las piezas que hace doce años eran populares en los cafés cantantes. En la noche tropical, a miles de millas de la civilización, sonaban de una forma extraña. Pregunté a Strickland si no le molestaba vivir en aquella promiscuidad. Me contestó que no; le gustaba tener los modelos al alcance de la mano. Poco después, tras de bostezar ruidosamente, los indígenas se fueron a dormir, y Strickland y yo nos quedamos solos. No puedo describir el intenso silencio de la noche. En mi isla de las Tuamotú no reina nunca por la noche una tranquilidad tan absoluta. Allí se oye constantemente el rumor de los numerosos animales que pueblan la playa, de los pequeños crustáceos que se arrastran sin cesar por la arena y las ruidosas carreras de los cangrejos de tierra. En la laguna se escucha de vez en cuando el salto de un pez y algunas veces el rápido chapoteo producido por un tiburón, que hace que los demás peces huyan precipitadamente para salvar su vida. Y, sobre todo, incesante y eterno resuena el monótono batir de las olas contra los arrecifes. Pero en el lugar donde vivía Strickland no se percibía el menor ruido, y el aire estaba perfumado por el aroma de las blancas flores de la noche. Tan bella era la noche que el alma apenas podía soportar la prisión del cuerpo. Parecía como si de un momento a otro fuera a elevarse por el aire.

Tiaré suspiró.

—¡Oh! Cómo me gustaría volver a los quince años.

En aquel momento se dio cuenta de que un gato intentaba alcanzar una fuente de camarones que había sobre la mesa de la cocina, y con un hábil ademán y una serie de pintorescos insultos le arrojó un libro, haciéndolo huir precipitadamente.

—Le pregunté si era feliz al lado de Ata.

»—No me molesta —contestó—. Me hace la comida y cuida de los chicos. Hace lo que yo le digo y me da cuanto necesito de la mujer.

»—¿Y no echa nunca de menos Europa? ¿No añora algunas veces las luces de las calles de París o de Londres, la compañía de sus amigos y semejantes, que sais-je?, los teatros, los periódicos y el ruido de los ómnibus en las calles empedradas?

»Permaneció silencioso durante largo rato; luego dijo:

»—Viviré aquí hasta que muera.

»—Pero ¿no se aburre nunca, no se siente solo? —le pregunté.

»Se echó a reír.

»—Mon pauvre ami —me repuso—, evidentemente, usted no sabe lo que es ser artista».

El capitán Brunot se volvió hacia mí con una amable sonrisa en los labios. En sus ojos oscuros y bondadosos brillaba una expresión maravillosa.

—Fue injusto conmigo, pues yo también sé lo que es tener sueños. Sí, he soñado mucho. A mi modo, también soy artista.

Durante unos momentos guardamos silencio. Tiaré sacó de su bolsillo unos cuantos cigarrillos. Nos dio uno a cada uno y los tres fumamos en silencio. Al cabo, Tiaré dijo:

—Puesto que ce monsieur se interesa por Strickland, ¿por qué no lo acompaña usted a ver al doctor Coutras? Él podrá contarle algo de su enfermedad y de su muerte.

Volontiers —dijo el capitán, mirándome.

Le di las gracias y el capitán miró su reloj.

—Son más de las seis. Si quiere que vayamos ahora, seguramente le encontraremos en su casa.

Me puse en pie sin más contemplaciones y nos dirigimos a la casa del doctor. Este vivía en las afueras de la ciudad, pero el Hôtel de la Fleur estaba situado en un extremo de ella y pronto nos encontramos en el campo. Los pimenteros sombreaban la carretera, y a ambos lados se extendían las plantaciones de cocoteros y vainilla. Los pájaros trinaban entre las hojas de las palmeras. Llegamos a un puente de piedra tendido sobre un riachuelo, y nos detuvimos unos minutos para ver cómo se bañaban unos chiquillos indígenas. Se perseguían unos a otros con gritos agudos y risas; sus cuerpos, de color cobrizo, empapados de agua, brillaban al sol.