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Me parece que los tres años que siguieron fueron los más felices de la vida de Strickland. La casa de Ata se encontraba a unos ocho kilómetros de la carretera que circunda la isla, y para llegar había que subir por un tortuoso sendero sombreado por los frondosos árboles de los trópicos. Era un bungalow de madera sin pintar compuesto de dos pequeñas habitaciones. A un lado se encontraba un pequeño cobertizo que servía de cocina. En el bungalow no había otros muebles que las esteras que se utilizaban como camas y una mecedora colocada en la veranda. Los plátanos con sus grandes hojas rasgadas, como las andrajosas ropas de una emperatriz arruinada, crecían junto al bungalow. Detrás había un aguacate y a su alrededor se alzaban los cocoteros de cuyo producto se proponían vivir Ata y Strickland. El padre de Ata había plantado ricinos para cercar su propiedad, los cuales habían crecido con profusión, rodeando la finca con una cerca de llamas. Delante de la casa se alzaba un mango, y en los linderos del claro, dos cesalpinias mezclaban al oro de los cocoteros sus flores de escarlata.

Strickland vivió allí con lo que producía la tierra. Iba muy pocas veces a Papeiti. No muy lejos corría un riachuelo donde se bañaba y por el cual a veces bajaban bancos de peces. Los indígenas, armados con lanzas, se congregaban junto al río y, dando gritos, arponeaban a los peces que se dirigían velozmente hacia el mar. En otras ocasiones, Strickland bajaba hasta los arrecifes, regresando con una cesta llena de peces de colores, que Ata freía con aceite de coco, o bien con una langosta. Ata solía hacerle un plato exquisito con los grandes cangrejos de tierra que tanto abundan en el lugar. En lo alto de la montaña había naranjos silvestres, y de vez en cuando Ata iba con dos o tres mujeres del poblado y regresaba cargada con sus frutos verdes, dulces y sabrosos. Cuando los cocos estaban maduros, los primos de Ata —como todos los indígenas, Ata tenía una infinidad de parientes— se subían a los árboles para arrancarlos, arrojándolos al suelo. Luego los abrían y los ponían a secar al sol. Una vez secos, sacaban la copra y la metían en sacos, que las mujeres llevaban al comerciante del poblado, el cual les daba a cambio arroz, jabón, carne en conserva y algún dinero. Algunas veces se celebraba una fiesta en las inmediaciones y se mataba un cerdo. Todos los que acudían a la fiesta comían hasta no poder más; a continuación, bailaban y entonaban himnos.

Pero su casa estaba lejos del poblado y los naturales de Tahití son gente perezosa. Les gusta viajar y charlar, pero no son aficionados a caminar, y Strickland y Ata pasaban solos semanas enteras. Strickland pintaba y leía, y, llegada la noche, sentábase en la veranda en sombras, al lado de Ata, fumando y contemplando las estrellas. Ata tuvo un niño, y la vieja que fue a asistirla se quedó a vivir con ellos. Poco después, la nieta de la vieja se presentó asimismo, quedándose también a vivir allí. Más tarde apareció un joven, que no se sabía de dónde procedía ni quién era, y también se quedó en la casa, viviendo todos juntos en la mayor armonía.