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Cuando acabé de contar mi historia, Tiaré me alabó por mi prudencia, y durante unos momentos trabajamos en silencio: estábamos mondando guisantes. De pronto, sus ojos, que siempre estaban atentos a cuanto sucedía en la cocina, repararon en algo que había hecho el cocinero chino y que mereció su violenta repulsa, volcando sobre él un torrente de injurias. El chino no era torpe en defenderse a sí mismo, y se enzarzaron en una violenta disputa. Hablaban en la lengua del país, de la que yo sólo conocía media docena de palabras, y aquello parecía el fin del mundo. Pero poco después volvió a reinar la paz y Tiaré dio al cocinero un cigarrillo, poniéndose éste a fumar muy satisfecho.

—¿Sabe usted que fui yo quien le buscó una esposa? —dijo Tiaré de pronto, con una sonrisa que dilató su inmensa faz.

—¿Al cocinero?

—No, a Strickland.

—Pero si ya tenía una.

—Es lo que él me dijo, pero yo le contesté que aquélla estaba en Inglaterra, y que Inglaterra se encuentra en el otro extremo del mundo.

—Es cierto —repliqué.

—Strickland solía venir a Papeiti cada dos o tres meses, cuando necesitaba pinturas, tabaco o dinero, y vagaba por la ciudad como un perro perdido. A mí me daba lástima. Yo tenía una muchachita llamada Ata, que cuidaba de la limpieza de las habitaciones; era algo parienta mía, y sus padres habían muerto, por lo que vivía conmigo. Strickland acostumbraba a venir al hotel de vez en cuando, con el deseo de hacer una buena comida o jugar al ajedrez con uno de los boys. Descubrí que Ata lo miraba con atención cuando venía por aquí, y le pregunté si le gustaba. La muchachita me contestó afirmativamente. Ya sabe usted cómo son esa clase de muchachas; siempre están deseando irse con un hombre blanco.

—¿Era indígena? —pregunté.

—Sí; no corría por sus venas ni una sola gota de sangre blanca. Pues bien, después de haber hablado con ella, mandé llamar a Strickland y le dije: «Strickland, ya es hora de que siente la cabeza. No está bien que un hombre de su edad ande de amoríos con las mujeres de la calle. Son unas malas pécoras y nada sacará de su compañía. No tiene usted dinero y no resiste en una colocación más de uno o dos meses. Ahora nadie quiere darle trabajo. Afirma usted que siempre le será posible vivir en la selva con una u otra indígena, las cuales están muy contentas de tenerlo porque es usted un hombre blanco. Pero reconocerá conmigo que eso no es decente en un blanco. Ahora, escuche bien lo que voy a decirle, Strickland».

Tiaré mezclaba al hablar el inglés y el francés, ya que se expresaba en ambas lenguas con idéntica facilidad. Su voz tenía un timbre armonioso, nada desagradable. Si un pájaro pudiera hablar en inglés lo haría en el mismo tono que ella.

«—¿Qué le parecería casarse con Ata? Es una buena chica y sólo tiene diecisiete años. No ha tenido nada que ver con los indígenas… Con un capitán o con un primer contramaestre, sí, pero jamás la ha tocado un indígena. Elle se respecte, vois-tu? El sobrecargo del Oahu me dijo en su último viaje que no había conocido a una muchacha más agradable en todas las islas. Pero también es hora de que ella siente la cabeza; además, a los capitanes y a los primeros contramaestres les gusta cambiar de vez en cuando. No puedo conservar a las muchachas mucho tiempo. Ata tiene una pequeña propiedad en Taravao, un poco antes de llegar a la península, y, al precio que está ahora la copra, los dos podrán vivir holgadamente. Hay una casa, y tendrá usted todo el tiempo que quiera para pintar. ¿Qué dice a esto?.»

Tiaré hizo una pausa para cobrar aliento.

—Fue entonces cuando me contó que estaba casado en Inglaterra. «Mi pobre Strickland —repuse—, todos tienen en algún sitio una mujer; generalmente, ésta es la causa de que se vengan a las islas. Ata es una mujer inteligente y no espera que se celebre ninguna ceremonia. Es protestante, y ya sabe usted que las protestantes no dan tanta importancia al matrimonio como los católicos». Entonces, Strickland me preguntó: «Pero ¿y qué piensa Ata de todo esto?». Yo le contesté: «Por lo visto, tiene un béguin por usted. Si usted quiere, ella también querrá. ¿La llamo?». Se echó a reír con aquella risita irónica suya tan característica, y yo llamé a Ata. La pícara sabía lo que yo estaba hablando, y con el rabillo del ojo la había sorprendido escuchando, mientras fingía planchar una blusa que me había lavado. Ata apareció sonriente, pero comprendí que sentía cierta timidez. Strickland la miró en silencio.

—¿Era bonita? —pregunté a Tiaré.

—No estaba mal. Pero tiene usted que haber visto retratos de ella. La pintó infinidad de veces, unas cubierta con un pareo y otras más ligera de ropa aún. Sí, era bastante bonita. Y, además, sabía cocinar. Le había enseñado yo. Adiviné lo que Strickland estaba pensando y le dije: «Le he pagado un buen sueldo y los tiene ahorrados. Además, los capitanes y los contramaestres que ha conocido le daban algo de vez en cuando. Tiene ahorrados algunos centenares de francos». Strickland se acarició su gran barba roja y sonrió: «Bien, Ata», dijo. «¿Me quieres por marido?». Ella no dijo nada, limitándose a sonreír tontamente. «Pero si ya le digo, mi pobre Strickland, que la chica se ha encaprichado con usted», repuse yo. «Te pegaré», dijo Strickland mirándola. «Si no, ¿cómo sabría que me amas?», contestó Ata.

Tiaré interrumpió su narración para contarme, con expresión pensativa, algo relacionado con ella misma.

—Mi primer marido, el capitán Johnson, solía propinarme de vez en cuando una paliza. Era un verdadero hombre. Un hombre guapo, de seis pies de altura, y cuando estaba borracho no había forma de tenerlo a raya. Había días que me dejaba con el cuerpo lleno de cardenales. ¡Ah! ¡Cómo lloré cuando murió! Creí que no iba a consolarme nunca. Pero hasta que me casé con George Rainey no supe lo que había perdido. Nunca se puede saber lo que es un hombre hasta que se vive con él. Ninguno me defraudó tanto como George Rainey. También era un tipo agradable y marcial. Tenía casi la misma estatura que el capitán Johnson y parecía tan corpulento como él. Pero todo eran apariencias. Nunca bebía. No me pegó jamás. Era como un misionero. Me entendía con los oficiales de todos los barcos que tocaban en la isla, y George Rainey nunca se dio por aludido. Al fin me asqueó tanto que pedí el divorcio. ¿De qué me servía un marido así? Es terrible la forma en que algunos hombres tratan a las mujeres.

Compartí los sentimientos de Tiaré y afirmé sinceramente que los hombres acaban defraudando siempre. A continuación le rogué que continuase la historia de Strickland.

—«Bien —le dije—. No hay prisa. Puede tomarse todo el tiempo que quiera. Ata tiene una bonita habitación en las dependencias del hotel. Viva con ella un mes y así verá si le gusta. Puede comer aquí, y si al cabo de un mes decide casarse con ella, se irán a vivir a su propiedad.»

»Aceptó mi proposición. Ata continuó trabajando en el hotel, y yo le di a él de comer, como le había prometido. Enseñé a Ata a hacer dos o tres platos que a él le gustaban. No pintó mucho. Paseaba por las colinas y se bañaba en el río. Iba a sentarse en el acantilado para contemplar la laguna, y al caer la tarde bajaba con el fin de ver la puesta del sol, el cual se escondía tras la isla Moorea. También solía ir a pescar a los arrecifes, y disfrutaba paseando por el muelle y hablando con los indígenas. Era un hombre simpático y tranquilo. Todas las noches, después de cenar, se marchaba con Ata. Observé que estaba deseando volver a la selva, y al terminarse el mes le pregunté qué había decidido. Me contestó que si Ata quería irse con él, estaba dispuesto a aceptar. Entonces los obsequié con un banquete nupcial. Lo preparé con mis propias manos. Les serví sopa de guisantes, langosta à la portugaise, un estofado con curry, una ensalada de coco (usted no ha probado mis ensaladas de coco, ¿verdad?; tendré que hacerle una antes de que se vaya) y después un helado. Hubo champán hasta hartarse, y licores. ¡Ah! Estaba decidida a hacer bien las cosas. Después bailamos en el salón. Entonces no estaba tan gruesa, y a mí siempre me ha gustado el baile.

El salón del Hôtel de la Fleur era un cuarto pequeño, en el que había un piano y muebles de caoba tapizados de terciopelo estampado, colocados con el mayor orden y adosados a la pared. Sobre unos veladores se veían álbumes de fotografías, y de las paredes colgaban grandes retratos de Tiaré y de su primer marido, el capitán Johnson. Aunque Tiaré era vieja y gorda, algunas veces enrollábamos la alfombra de Bruselas, invitábamos a las criadas y a dos o tres amigos de Tiaré, y organizábamos un baile, aunque ahora bailábamos al son de la música jadeante de un gramófono. En la veranda, el aire estaba perfumado con el pesado aroma de la tiaré, y en lo alto, la Cruz del Sur brillaba en un cielo sin nubes.

Tiaré sonrió con indulgencia al recordar la alegría de los tiempos pasados.

—La fiesta duró hasta las tres de la madrugada, y no creo que nadie estuviese sereno cuando fuimos a acostarnos. Yo les había dicho que podían coger mi coche para que los llevase hasta donde terminaba la carretera, pues a continuación tenían aún que andar un buen trecho. La propiedad de Ata estaba en un repliegue de la montaña. Al rayar el día se pusieron en camino, y el boy que mandé para que los acompañara no volvió hasta el día siguiente… Así fue como se casó Strickland.