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Estoy convencido de que hay hombres que nacen fuera de su ambiente. La casualidad los coloca en un determinado medio, pero siempre sienten la nostalgia de una patria que no conocen. Son extranjeros en el país de su nacimiento, y los senderos que conocieron de niños, o las calles populosas donde jugaron, no son para ellos más que lugares de paso. A veces permanecen durante toda su vida como extranjeros entre sus conciudadanos, sin conseguir aclimatarse al único ambiente que han conocido. Quizá sea esta sensación de extrañamiento la que impulsa a los hombres a recorrer el mundo en busca de algo permanente donde asentar sus reales. Quizá sea un arraigado atavismo el que los incita a volver a lugares que sus antepasados abandonaron en los oscuros comienzos de la historia. Los hombres descubren a veces un lugar al que, por causa desconocida, se sienten pertenecer. Aquélla es la patria que buscaban y se quedan a vivir en regiones que no habían visto hasta entonces, entre hombres que jamás conocieron, como si les fueran familiares desde su nacimiento. En una palabra, allí encuentran por fin el apetecido descanso.

Le conté a Tiaré la historia de un hombre que yo había conocido en el Hospital de Santo Tomás. Era un judío llamado Abraham, un joven rubio, más bien robusto, tímido y muy modesto, pero que poseía notables cualidades. Había ingresado en el hospital mediante una beca, y durante los cinco años que duró el curso ganó todos los premios a que podía aspirar. Obtuvo los títulos de médico y cirujano. Su talento era desconocido para todos. Por último, pasó a pertenecer a la plantilla del hospital y su carrera quedó asegurada. Hasta donde pueden predecirse las cosas buenas, no cabía duda de que escalaría las más altas cimas de su profesión. Le esperaban los honores y la riqueza. Pero antes de ocupar su nuevo cargo quiso tomarse unas vacaciones y, como carecía de medios de fortuna, se embarcó como médico en un vapor que se dirigía hacia Levante. Aquel barco, por lo general, no llevaba médico, pero uno de los cirujanos más antiguos del hospital conocía al director de la compañía, y a Abraham le hicieron el señalado favor de admitirlo.

Unas semanas más tarde, los jefes del hospital recibieron su dimisión de tan codiciado puesto. Esto causó un profundo asombro y corrieron los más fantásticos rumores a propósito de ello. Cuando un hombre hace algo inesperado, sus amigos lo atribuyen siempre a motivos vergonzosos. Pero había otro individuo dispuesto a ocupar su sitio y Abraham fue olvidado. Nada más se supo de él. Había desaparecido.

Una mañana, diez años después, me encontraba yo a bordo de un buque, dispuesto a desembarcar en Alejandría, cuando me ordenaron que me colocase en fila junto con los demás pasajeros, para el reconocimiento médico. El doctor, un hombre robusto, vestido con un traje raído, se quitó el sombrero, y entonces me di cuenta de que era completamente calvo. Me pareció que lo había visto antes. Pensé un poco y no tardé en reconocerle.

—¡Abraham…! —exclamé.

Se volvió hacia mí con una mirada de asombro; me reconoció al instante y estrechó mi mano. Después de las consiguientes manifestaciones de sorpresa por parte de ambos, al saber que iba a pasar la noche en Alejandría, me invitó a cenar con él en el Club Inglés. Cuando volvimos a vernos le hablé del asombro que me había producido encontrarlo allí. El cargo que desempeñaba era muy modesto y su aspecto hacía suponer que no gozaba de una posición muy desahogada.

Me contó su historia. Cuando emprendió su viaje de recreo por el Mediterráneo, estaba decidido a volver a Londres, para ocupar su puesto en el hospital. El barco ancló una mañana en Alejandría y, desde cubierta, Abraham pudo contemplar la ciudad, de una blancura inmaculada bajo el sol, y la multitud que se apiñaba en el muelle; vio a los indígenas cubiertos con sus viejos ropones; a los negros del Sudán; a los grupos de ruidosos griegos e italianos, a los graves turcos tocados con fez; vio el sol y el cielo azul, y algo sucedió en él. No acertaba a explicárselo. Fue como si hubiera estallado un trueno, según dijo, y a continuación, como si le gustase esta frase, afirmó que había sido como una revelación. Algo pareció romperse en su alma y de súbito experimentó un sentimiento de maravillosa libertad. Había encontrado su patria, y en aquel mismo instante tomó la resolución de vivir en Alejandría el resto de sus días. Pudo abandonar fácilmente el barco, y veinticuatro horas más tarde se hallaba en tierra con su equipaje.

—El capitán debió de creer que estaba usted loco de remate —dije sonriendo.

—Me tenía sin cuidado lo que pensasen de mí. No era yo quien obraba, sino algo más fuerte que había en mi interior. Mi propósito era dirigirme a un pequeño hotel griego, y tuve la sensación de que sabía dónde había uno. En efecto, mis pasos me llevaron en línea recta hasta él, y cuando vi el edificio lo reconocí en el acto.

—¿Había estado antes en Alejandría?

—No. En mi vida había salido de Inglaterra.

Poco después entró al servicio del gobierno, y allí continuaba desde entonces.

—¿Ha lamentado alguna vez lo hecho?

—Nunca. Gano lo suficiente para vivir y estoy contento. No pido más que continuar de la misma forma, hasta que muera. Mi vida ha sido maravillosa.

Al día siguiente salí de Alejandría y me olvidé de Abraham, hasta que hace poco, una noche en que cenaba con otro antiguo compañero de profesión, Alec Carmichael, que se hallaba en Inglaterra disfrutando de un corto permiso, lo recordé. Encontré a Alec en la calle y lo felicité por el título que el rey acababa de concederle en pago a los eminentes servicios prestados durante la guerra. Convinimos en pasar la noche juntos, en recuerdo de los tiempos pasados, y cuando yo accedí a cenar en su compañía, me propuso no invitar a nadie, para que pudiésemos hablar más libremente. Poseía una magnífica casa de estilo antiguo en Queen Anne Street, y como era hombre de gusto, la había amueblado admirablemente. De las paredes del comedor pendían un delicioso Belloto y un par de Zoffanys, que despertaron mi envidia. Cuando su esposa, una bella y alta joven, que lucía un vestido de color de oro, nos hubo dejado, hice notar a mi amigo, con una sonrisa en los labios, lo distinta que era su situación actual de aquella en que nos encontrábamos los dos cuando éramos estudiantes de medicina. Entonces nos parecía un despilfarro cenar en un sórdido restaurante italiano de Westminster Bridge Road. A la sazón, Alec Carmichael pertenecía al cuerpo médico de una docena de hospitales. Según mis cálculos, debía de ganar unas diez mil libras al año, y el título concedido no era sino el primero de los honores que evidentemente conquistaría.

—He prosperado mucho —me dijo—, y lo curioso del caso es que todo lo debo a una casualidad.

—¿Qué quieres decir con eso?

—¿Te acuerdas de Abraham? Él era el llamado a prosperar. Cuando éramos estudiantes me aventajaba en todo. Abraham se llevaba los premios y las becas que yo pretendía. A su lado representaba siempre un papel secundario. Si hubiera continuado, él sería quien disfrutase de mi situación. Era un genio en la cirugía. Nadie podía comparársele. Cuando lo encargaron del Registro en el Hospital de Santo Tomás, yo perdí toda esperanza de llegar a formar parte de la plantilla. No hubiese pasado de ser un médico corriente, y ya conoces tú las posibilidades que tienen los médicos de sobresalir un poco. Pero Abraham dimitió y yo ocupé su sitio. Fue mi oportunidad.

—Creo que tienes razón.

—Fue una suerte. Abraham debía de estar un poco chiflado. ¡Pobre hombre…! Ahora es una ruina completa. Desempeña un triste empleo en Alejandría. Es médico de Sanidad, o algo por el estilo. Me han contado que vive con una mujer griega, fea y vieja, y que tiene media docena de chiquillos escrofulosos. La consecuencia es, a mi juicio, que no basta tener talento. Lo que importa es el carácter, y Abraham no lo tenía.

¿Carácter? Yo hubiera dicho que se necesitaba mucho carácter para arrojar por la borda una carrera, después de media hora de meditación, por haber descubierto otra forma de vida de una significación más intensa. Y era preciso mucho más carácter aún para no arrepentirse jamás de lo hecho. Pero no dije nada, y Alec Carmichael prosiguió pensativamente:

—Desde luego, sería hipócrita fingir que siento lo que hizo Abraham. Después de todo, me benefició extraordinariamente. —Aspiró con voluptuosidad el humo del gran Corona que se estaba fumando—. Pero si yo no estuviese personalmente interesado en la cuestión, diría que siento el que desperdicie sus facultades. Es lamentable que un hombre se malogre de ese modo.

Pero Abraham, ¿era realmente un fracasado? ¿Constituye un fracaso hacer lo que a uno más le gusta, en paz consigo mismo, y, en cambio, constituye un éxito ser un eminente cirujano, con diez mil libras anuales y una mujer? Creo que todo depende del significado que se dé a la vida y del valor que se otorgue a la sociedad y al individuo. Pero también guardé silencio. ¿Quién soy yo para contradecir a un título?