49

Se hospedaba en el Hôtel de la Fleur, y Mrs. Johnson, su propietaria, me contó la triste historia de una oportunidad perdida. Después de la muerte de Strickland, algunas de sus cosas fueron subastadas en la plaza del mercado de Papeiti, y ella asistió a la subasta porque le interesaba un hornillo americano, por el que pagó veintisiete francos.

—También había una docena de cuadros —me dijo—, pero estaban sin marco y nadie los quería. Algunos llegaron a venderse por diez francos, pero la mayoría lo fueron por seis. Imagínese si los llego a comprar todos, ahora sería una mujer rica.

Pero Tiaré Johnson no hubiera podido nunca ser rica. Era incapaz de guardar dinero. Hija de una indígena y de un capitán inglés establecido en Tahití, Tiaré era, cuando yo la conocí, una mujer de cincuenta años, que representaba más edad, y de una corpulencia enorme. Alta y gruesa, habría sido una mujer de aspecto imponente si su rostro bonachón no hubiera puesto de manifiesto su excelente carácter. Sus brazos eran como patas de cordero; sus pechos, como calabazas gigantescas; su cara, redonda y carnosa, daba la impresión de una desnudez poco menos que indecente; una papada sucedía a otra; ignoro cuántas eran, pero todas caían pesadamente sobre la inmensidad de su pecho. Vestía, por regla general, una bata de color de rosa, y todo el día llevaba puesto un gran sombrero de paja. Cuando se deshacía el peinado, cosa que efectuaba de vez en cuando, pues se sentía orgullosa de él, se veía que su pelo era largo, negro y rizado. Sus ojos seguían siendo jóvenes y estaban llenos de vivacidad. Su risa era la más contagiosa que he oído nunca: empezaba con un leve tintineo nacido en su garganta, e iba creciendo hasta conseguir estremecer todo su voluminoso cuerpo. Le gustaban tres cosas: una broma, un vaso de vino y un hombre guapo. Conocerla era un privilegio.

Tiaré era la mejor cocinera de la isla, y le entusiasmaba una buena comida. De la mañana a la noche se la veía sentada en una silla baja en la cocina, rodeada de un cocinero chino y de dos o tres muchachos indígenas, a quienes daba órdenes, mientras charlaba con todo el mundo y probaba los apetitosos platos ideados por ella. Cuando quería obsequiar a alguien, hacía la comida con sus propias manos. La hospitalidad era en ella una pasión, y nadie en la isla se quedaba sin comer habiendo comida en el Hôtel de la Fleur. Jamás despedía a los huéspedes por falta de pago. Confiaba en que le pagarían cuando pudieran. En una ocasión, cierto individuo se encontró en la miseria; pues bien, Tiaré lo tuvo en su hotel a toda pensión durante varios meses. Cuando el chino que lavaba la ropa se negó a lavar la de aquel individuo si no le pagaba, Tiaré la dio a lavar junto con la suya. Ella no podía permitir, según afirmaba, que el infeliz fuera con una camisa sucia, y como era un hombre y los hombres tienen que fumar, Tiaré le daba todos los días un franco para que comprase cigarrillos. Lo trataba con la misma amabilidad que a los huéspedes que pagaban semanalmente su cuenta.

Los años y la obesidad la hicieron inepta para el amor, pero sentía un interés extraordinario por los asuntos amorosos de los jóvenes. Para ella, el amor era la ocupación natural de los hombres y de las mujeres, y estaba siempre dispuesta a demostrarlo con ejemplos sacados de su enorme experiencia.

—No había cumplido aún quince años cuando mi padre descubrió que tenía un amante —dijo—. Era el tercer contramaestre del Tropic Bird. Se trataba de un hombre muy guapo.

Tiaré dejó escapar un leve suspiro. Dicen que las mujeres recuerdan siempre con cariño su primer amor, pero quizá no sea siempre así.

—Mi padre era un hombre muy inteligente.

—¿Y qué hizo al saberlo? —le pregunté.

—Me dio una paliza mayúscula, dejándome medio muerta, y después me hizo casar con el capitán Johnson. No me importó. Naturalmente, era más viejo que el otro, pero también era guapo.

Tiaré —su padre la había bautizado con el nombre de la flor blanca y perfumada que, según dicen, el que la huele una vez acaba por volver a Tahití tarde o temprano, por muy lejos que se haya ido— recordaba perfectamente a Strickland.

—Solía venir aquí algunas veces y lo veía pasear por Papeiti. A mí me daba lástima; estaba muy delgado y nunca tenía dinero. Cuando me enteraba de que había llegado, mandaba a un boy en su busca para que viniese a cenar en mi compañía. Le conseguí dos o tres colocaciones, pero no duraba mucho en ninguna. Al poco tiempo quería volver a la selva, y una buena mañana desaparecía.

Strickland llegó a Tahití a los seis meses de haber salido de Marsella. Hizo el viaje como marinero en un velero que hacía la travesía de Auckland a San Francisco, y llegó con una caja de pinturas, un caballete y una docena de lienzos. Tenía en el bolsillo unas cuantas libras, pues había trabajado en Sidney, y alquiló un pequeño cuarto en una casa indígena de las afueras de la ciudad. Estoy seguro de que en el momento de llegar a Tahití se sintió a sus anchas. Tiaré me contó lo que Strickland le había dicho una vez: «Estaba fregando la cubierta del barco, cuando, de pronto, un individuo me dijo: “Ahí está.” Yo levanté la vista y vi la silueta de una isla. Inmediatamente comprendí que aquél era el sitio que había estado buscando durante toda mi vida. Cuando nos acercamos a ella me pareció reconocerla. Algunas veces, cuando vago al azar por la isla, todo me parece familiar. Juraría que he vivido aquí antes.»

—Los recién llegados tienen a veces esas manías —añadió Tiaré—. He conocido a hombres que bajaron a tierra por unas horas, mientras se cargaba su barco, y que no regresaron jamás a él. Y he conocido a individuos que vinieron aquí para trabajar en una oficina durante un año, que maldecían el lugar y que al marcharse juraron ahorcarse antes que volver; pero regresaban al cabo de seis meses diciendo que no podían vivir en ningún otro sitio del mundo.