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Mi propósito era dar por terminado este libro al llegar a este punto. Mi primera idea fue la de empezar relatando los últimos años de Strickland en Tahití y su horrible muerte, y luego retroceder y referir lo que conocía de sus comienzos. Esto es lo que me proponía hacer, no por sistema, sino porque quería dejar a Strickland navegando, Dios sabe con qué ilusiones en su alma solitaria, hacia las islas desconocidas con que soñaba su imaginación. Me gustaba la idea de describirlo emprendiendo un viaje hacia un nuevo mundo a la edad de cuarenta y siete años, a esa edad en que la mayoría de los hombres se han habituado a la vida rutinaria. Lo veía contemplando cómo se desvanecía la costa de Francia, que no volvería a ver, mientras su barco navegaba por un mar gris y espumante bajo el mistral, y, a mi modo de ver, había cierta gallardía en su actitud y mucho de indómito en su alma. Quería terminar mi libro con una nota de esperanza, que hiciese resaltar el invencible espíritu del hombre. Pero no me fue posible conseguirlo. Ignoro por qué no logré dar cuerpo a mi relato, concebido de esta forma, y después de dos o tres intentos hube de abandonar mi plan. Comencé entonces como es costumbre, es decir, por el principio, resuelto a narrar lo que sabía de la vida de Strickland por el orden en que había conocido los hechos.

Los que me quedan por contar son fragmentarios. Me encuentro en la misma situación que el biólogo, que con un solo hueso debe reconstruir no sólo la forma de un animal desaparecido, sino también sus costumbres. Strickland no produjo una impresión particular en aquellas personas que lo conocieron en Tahití. Para ellos, no era más que un vagabundo constantemente necesitado de dinero, notable tan sólo por la particularidad de que pintaba cuadros que les parecían absurdos, y hasta que no llegaron agentes de París y Berlín, algunos años después de su muerte, en busca de los que aún quedaran en la isla, no se dieron cuenta de que había vivido entre ellos un hombre importante. Entonces comprendieron que podían haber adquirido, por nada, cuadros que después valían grandes sumas, y no se perdonaban el haber dejado escapar aquella oportunidad. Un cuadro de Strickland había llegado de una forma harto curiosa a poder de un comerciante judío llamado Cohen. Era éste un viajante francés, de ojos bondadosos y agradable sonrisa, mitad comerciante, mitad marino, que poseía un pequeño cúter con el cual navegaba atrevidamente por las islas Tuamotú y Marquesas, llevando géneros manufacturados y adquiriendo copra, conchas y perlas. Le hice una visita, pues me dijeron que tenía en su poder una gran perla negra y que estaba dispuesto a venderla barata. Cuando vi que el precio de la perla estaba fuera de mi alcance, empecé a hablar de Strickland. Cohen le había tratado mucho.

—Me interesaba porque era pintor —dijo—. No tenemos muchos pintores en la isla y sentía lástima de él. Me parecía tan malo… El primer empleo que tuvo aquí se lo facilité yo. Tenía una plantación en la península, y necesitaba un capataz de raza blanca. No hay modo de hacer trabajar a los indígenas si no están bajo las órdenes de un blanco. Le dije: «Allí tendrá usted tiempo de sobra para pintar, y, al mismo tiempo, puede ganarse algún dinero». Sabía que estaba muerto de hambre, pero le prometí un buen salario.

—No creo que fuese un capataz sobresaliente —dije sonriendo.

—No fui muy exigente. Siempre he sentido simpatía por los artistas. Lo llevamos en la sangre, como quien dice. Pero sólo permaneció en su cargo unos tres meses. Lo abandonó en cuanto tuvo suficiente dinero para comprar pinturas y lienzos. El sitio le había gustado y se fue a vivir a la selva. Sin embargo, continué viéndolo de vez en cuando. Venía a Papeiti de tarde en tarde, y pasaba aquí algún tiempo; reunía un poco de dinero, sólo Dios sabe cómo, y volvía a marcharse. En una de sus visitas vino a verme y me pidió un préstamo de doscientos francos. Parecía no haber comido desde hacía una semana y no tuve corazón para negárselo. Naturalmente, estaba seguro de que no volvería a recuperar mi dinero. Un año más tarde vino a verme otra vez y me trajo un cuadro. No hizo alusión al dinero que me debía, pero me dijo: «Aquí le traigo un cuadro de su plantación, que he pintado para usted». Lo miré. No supe qué decir, pero, como es lógico, le di las gracias. Cuando se marchó, enseñé el cuadro a mi mujer.

—¿Cómo era? —le pregunté.

—No me lo pregunte. Me pareció algo absurdo, sin pies ni cabeza. En mi vida había visto nada igual. «¿Qué hacemos con esto?», le pregunté a mi mujer. «No podemos colgarlo en ningún sitio», me contestó ella. «La gente se reiría de nosotros.» Así es que lo subió al desván y lo dejó entre los trastos viejos, pues mi mujer nunca tira nada. Es su manía. Y ahora, escuche lo que sucedió. Poco antes de la guerra, mi hermano me escribió desde París, diciéndome: «¿Sabes algo de un pintor inglés que vivió en Tahití? Por lo visto, era un genio y sus cuadros valen mucho dinero. Procura encontrar los que puedas y mándamelos. Haremos un bonito negocio». Entonces le dije a mi mujer: «¿Qué ha sido de aquel cuadro que me regaló Strickland? ¿Estará aún en el desván?». «Naturalmente», me contestó ella. «Ya sabes que nunca tiro nada. Es mi manía.» Subimos al desván; entre los cachivaches almacenados durante los treinta años que llevábamos viviendo en aquella casa se encontraba el cuadro. Lo volví a contemplar otra vez y dije: «¿Quién podía pensar que el capataz de mi plantación, al que presté doscientos francos, fuese un genio? ¿Ves algo en el cuadro?». «No», me contestó. «No tiene el menor parecido con la plantación y nunca he visto cocoteros con hojas azules, pero en París están locos y puede que tu hermano consiga venderlo por los doscientos francos que prestaste a Strickland.» En fin, lo embalamos convenientemente y se lo enviamos a mi hermano. Al cabo de un tiempo recibimos una carta suya. He aquí lo que decía: «Recibí tu cuadro y debo confesarte que al verlo creí que era una broma tuya. No hubiera dado por él ni el importe del envío. Sentía hasta miedo de enseñárselo a la persona que me había hablado del asunto. Imagínate cuál sería mi asombro cuando me dijo que era una obra maestra y me ofreció treinta mil francos. Estoy seguro de que hubiera pagado más, pero, francamente, me quedé tan sorprendido ante la oferta, que perdí la cabeza y acepté los treinta mil francos antes de haber tenido tiempo para recobrar la serenidad». —Y monsieur Cohen dijo entonces una cosa admirable—: Me hubiese gustado que el pobre Strickland viviera aún. Me gustaría saber lo que hubiera dicho si yo le hubiese entregado veintinueve mil ochocientos francos por su cuadro.