He procurado dar cierta cohesión a las diversas noticias que el capitán Nichols me comunicó referentes a Strickland, y voy a consignarlas a continuación en el mayor orden posible. Se conocieron en las postrimerías del invierno siguiente a mi último encuentro con Strickland en París. Ignoro cómo transcurrió su vida hasta entonces, pero debió de ser muy dura para él. El capitán Nichols lo encontró por primera vez en el Asile de Nuit. Por aquel entonces hubo una huelga en Marsella, y Strickland, que había dado fin a todos sus recursos, no pudo ganarse, al parecer, la pequeña suma que necesitaba para vivir.
El Asile de Nuit es un edificio de piedra donde los pobres y los vagabundos pueden disfrutar de un lecho durante la semana, siempre y cuando sus papeles estén en regla y logren convencer a los frailes de que son obreros. Strickland llamó la atención del capitán Nichols por su voluminoso y singular aspecto, que hacía que se destacara entre el numeroso grupo que aguardaba a que abriesen las puertas. Aquellos desgraciados esperaban impacientes, unos paseando, otros apoyados contra la pared y otros sentados en la acera con los pies en el arroyo. Al entrar en la oficina, el capitán oyó que el fraile que leía los papeles de Strickland se dirigía a éste en inglés. Pero no tuvo ocasión de hablar con él, pues en cuanto entraron en la habitación común apareció un fraile con una enorme Biblia bajo el brazo, subió al púlpito, que estaba en un extremo de la habitación, y dio comienzo al rezo que aquellos infelices tenían que soportar como pago de su alojamiento. Al capitán y a Strickland les asignaron cuartos distintos, y cuando, a las cinco de la mañana, un fornido monje hizo levantar al capitán, el cual se dispuso a hacer su cama y lavarse, Strickland ya se había marchado. El capitán estuvo vagando por las calles durante una hora, bajo un intenso frío, y a continuación encaminó sus pasos hacia la plaza de Victor Gélu, donde suelen reunirse los marineros. Allí encontró de nuevo a Strickland, que dormitaba contra el pedestal de una estatua. Le dio con el pie para despertarlo.
—Despiértese e iremos a desayunarnos, compañero —dijo.
—¡Váyase al diablo! —contestó Strickland.
Reconocí el limitado vocabulario de mi amigo, lo que me forzó a considerar al capitán Nichols como un testigo veraz.
—¿Está usted sin blanca? —preguntó el capitán.
—¡Maldita sea! —contestó Strickland.
—Venga conmigo. Lo llevaré a desayunarse.
Después de un momento de vacilación, Strickland se puso en pie y juntos se dirigieron a la Bouchée de Pain, donde se les facilita a los necesitados un pedazo de pan, a condición de que lo coman allí mismo, pues les está prohibido llevárselo, y después a la Cuillère de Soupe, donde durante una semana, a las once de la mañana y a las cuatro de la tarde, se puede conseguir una escudilla de sopa clara y salada. Los dos edificios se hallan muy distantes uno de otro, con el fin de que únicamente los hambrientos sientan la tentación de servirse de ambos. De este modo pudieron desayunarse, y así se inició la extraña amistad de Charles Strickland y el capitán Nichols.
En Marsella debieron de estar juntos unos cuatro meses. En sus vidas no hubo aventuras, si por aventuras se entiende lo inesperado o lo emocionante. Empleaban el día en conseguir el dinero suficiente para procurarse un alojamiento por la noche y poder comer lo necesario para acallar las punzadas del hambre. Pero a mí me gustaría poder describir las escenas, llenas de colorido y viveza, que evocaron en mí las expresivas palabras del capitán Nichols. El relato de los descubrimientos que hicieron en los bajos fondos de una ciudad marítima hubiese dado origen a un libro delicioso, y en los diversos tipos con que tropezaron, un psicólogo hubiera hallado materia suficiente para un completísimo diccionario de pillería andante. Pero yo debo contentarme con unos cuantos párrafos sobre ellas. Las palabras del capitán produjeron en mí la sensación de que habían vivido una vida intensa, brutal, bravía, abigarrada y vigorosa, e hizo que la Marsella activa y soleada que yo conocía, con sus lujosos hoteles y restaurantes llenos de gentes ricas, me pareciera descolorida y vulgar. Envidié a los hombres que habían visto con sus propios ojos lo que el capitán Nichols describía.
Cuando se les cerraron las puertas del Asile de Nuit, Strickland y el capitán solicitaron la hospitalidad de Tough Bill. Era éste un mulato corpulento, de puños vigorosos, que proporcionaba a los marinos sin trabajo comida y cama hasta que encontrasen empleo. Vivieron en su casa durante un mes, durmiendo sobre el suelo de las habitaciones sin muebles que había asignado a sus pupilos, junto con un grupo —unos doce, en total— formado por suecos, negros y brasileños. Todos los días, Tough Bill iba con ellos a la plaza de Víctor Gélu, donde acudían los capitanes de barco en busca de personal. El mulato estaba casado con una americana, una mujer gruesa y sucia que sólo Dios sabía a través de qué proceso de degradación había llegado a ser su esposa; los huéspedes debían ayudarla por turno en las faenas caseras. Según el capitán Nichols, constituyó un triunfo para Strickland librarse de estos menesteres. Lo consiguió ofreciéndose a pintar el retrato de Tough Bill. Éste no sólo le pagó el lienzo, los colores y los pinceles, sino que, además, le regaló una libra de tabaco de contrabando. De acuerdo con mis noticias, este cuadro debe de continuar adornando aún el salón de la miserable casucha próxima al Quai de la Joliette, y supongo que podría venderse por mil libras. El propósito de Strickland era embarcarse en un barco que fuese a Australia o a Nueva Zelanda, y pasar de allí a Samoa o a Tahití. Desconozco los motivos que lo impulsaron a dirigirse a los mares del Sur, si bien recuerdo que desde hacía muchos años soñaba con una isla verde y soleada, rodeada por un mar mucho más azul que el que se encuentra en las latitudes septentrionales. Sospecho que si seguía al lado del capitán Nichols era porque éste conocía tales lugares, y fue el capitán quien lo convenció de que en Tahití viviría mejor.
—Tahití es francés, ¿sabe usted? —le dijo—. Y los franceses no son tan condenadamente técnicos.
Creo que comprendí en el acto el punto de vista del capitán.
Strickland carecía de documentación, pero éste no era un detalle que pudiera desconcertar a Tough Bill cuando tenía ante sí la perspectiva de una ganancia —cobraba por cuenta del marinero el salario del primer mes, una vez colocado—, y facilitó a Strickland la de un fogonero inglés que había muerto providencialmente en su casa. Pero tanto el capitán Nichols como Strickland querían ir hacia el este, y las únicas oportunidades que se les presentaron entonces para enrolarse fue en barcos que se dirigían hacia el oeste. Strickland rehusó en dos ocasiones embarcarse en vapores que iban a Estados Unidos, así como también en un barco carbonero con destino a Newcastle. Tough Bill no tuvo paciencia para soportar aquella obstinación que, en definitiva, le ocasionaba pérdidas, y cuando Strickland se negó a embarcar por segunda vez, echó de su casa sin miramientos a éste y al capitán Nichols, por lo que los dos se encontraron de nuevo a la ventura.
La comida de Tough Bill no era abundante, y sus huéspedes se levantaban de la mesa casi con tanta hambre como se habían sentado, pero durante unos días tanto Strickland como el capitán Nichols tuvieron motivos sobrados para echarla de menos. Supieron lo que era el hambre de verdad. La Cuillère de Soupe y el Asile de Nuit estaban cerrados para ellos y su único sustento fue el pedazo de pan que obtenían en la Bouchée de Pain. Dormían donde les era posible; algunas veces en un vagón vacío dejado en un apartadero cerca de la estación, otras en un carro detrás de un almacén; pero hacía mucho frío y al cabo de una o dos horas de un sueño intranquilo tenían que ponerse en pie y empezar a vagabundear de nuevo por las calles. Lo que más los hacía sufrir era la falta de tabaco, y el capitán Nichols, que no podía pasarse sin él, se dedicaba a buscar colillas de cigarrillos y de puros tirados por los noctámbulos.
—He fumado en pipa mezclas peores —añadió encogiéndose de hombros, mientras cogía un par de cigarros de la caja que yo le ofrecía, llevándose uno a la boca y guardándose el otro en el bolsillo.
De vez en cuando lograban ganar algún dinero. A lo mejor, el capitán Nichols hacía amistad con el sobrestante de un correo y conseguía que les dieran trabajo como estibadores. Cuando se trataba de un barco inglés, procuraban llegar al entrepuente para que los marineros les dieran un buen desayuno. Naturalmente, corrían el riesgo de tropezar con un oficial del buque y ser arrojados de a bordo a puntapiés.
—Pero un puntapié en las nalgas no duele mucho cuando se tiene la barriga llena —decía el capitán Nichols—, y yo nunca me he sentido ofendido. Un oficial ha de pensar, sobre todo, en la disciplina.
Me pareció ver al capitán Nichols rodando por la estrecha pasarela por obra y gracia del pie de un furioso contramaestre, y, al mismo tiempo, como un verdadero inglés, alabar el espíritu de la marina mercante.
A menudo se les presentaban también algunos trabajos especiales en el mercado de pescado. Una vez se ganaron un franco cada uno cargando en carretones innumerables cajas de naranjas que se encontraban en el muelle. Un día, la suerte les fue propicia: uno de sus compañeros de hospedaje consiguió un contrato para pintar un buque que había llegado de Madagascar doblando el cabo de Buena Esperanza, y pasaron varios días sentados en un tablón suspendido de uno de sus costados pintando el casco herrumbroso del buque. Estas peripecias debieron de excitar la mordacidad de Strickland. Pregunté al capitán Nichols cómo había soportado Strickland aquellas penalidades.
—No le oí la menor palabra de queja —contestó el capitán—. Algunas veces estaba de mal humor, pero si no había probado bocado desde por la mañana, ni tampoco habíamos conseguido lo bastante para dormir en Chink, se mostraba tan alegre como unas castañuelas.
Esto no me sorprendió. Strickland era, precisamente, un hombre que se crecía ante las adversidades, pero lo difícil es decir si ello se debía a la ecuanimidad de su alma o a un afán de contradicción.
Chink’s Head era el nombre que daban los vagabundos a una posada de la calle Bouterie, propiedad de un chino tuerto, donde por seis sous se podía dormir en un catre, y por tres en el suelo. Allí trabaron amistad con otros individuos que se encontraban en una situación tan desesperada como la suya, los cuales, cuando no disponían de un céntimo y la noche era fría, no tenían inconveniente en pedir prestado un franco, para poder dormir bajo techado, a quien lo había conseguido durante el día. Aquellos vagabundos no eran tacaños, y quien tenía dinero no vacilaba en compartirlo con los demás. Pertenecían a todos los países del mundo, pero esto no era obstáculo para la buena amistad, pues se consideraban ciudadanos de un país cuyas fronteras los incluía a todos, el gran Dorado.
—Pero yo sospecho que Strickland era un hombre de cuidado cuando se lo provocaba —dijo el capitán Nichols pensativamente—. Un día nos encontramos con Tough Bill en la plaza de Victor Gélu, y el mulato pidió a Charles la documentación que le había dado.
«—Puede usted venir a quitármela, si quiere —repuso Strickland.
»Tough Bill era un tipo corpulento, pero, al parecer, lo intimidó un poco la actitud de Charlie y empezó a insultarlo. Lo llamó todo lo habido y por haber. Le digo a usted que cuando Tough Bill se ponía a soltar tacos valía la pena oírlo. Charlie lo aguantó durante un rato, pero de pronto dio un paso hacia él y sólo le dijo:
»—Lárgate de aquí, cerdo inmundo.
»Pero lo importante no fue lo que dijo, sino la forma en que se lo dijo. Tough Bill palideció y guardó silencio, luego lo vi alejarse rápidamente, como si de pronto se hubiese acordado de que tenía una cita.»
Según el capitán Nichols, Strickland no empleó esas mismas palabras, pero ya que escribo esta obra con miras a la lectura familiar, me ha parecido mejor, aun a costa de la veracidad, poner en su boca expresiones conocidas en el círculo doméstico.
Ahora bien, Tough Bill no era hombre capaz de sufrir una humillación infligida por un vulgar marinero. Su poder dependía de su prestigio, y primero uno y luego otro, varios marineros que vivían en casa del mulato le dijeron que éste había jurado matar a Strickland.
Una noche, el capitán Nichols y Strickland se hallaban sentados en uno de los bares de la calle Bouterie. Esta es una calle estrecha, de casas de planta única, las cuales constan de una sola habitación. Son casas parecidas a las barracas de una feria o a las jaulas de fieras de un circo. En cada puerta se ve a una mujer. Unas aparecen recostadas perezosamente contra la pared, tarareando una canción o llamando a los transeúntes con voz ronca, y otras leen indiferentes a todo. Hay francesas, italianas, españolas, japonesas y de raza negra; unas gordas y otras delgadas; bajo la espesa capa de pintura que cubre sus rostros, bajo la densa mancha de sus cejas y el rojo de sus labios, se advierten las arrugas de la edad y las huellas de la disipación. Unas llevan camisa negra y medias de vivos colores; otras, con el rizado pelo teñido de rubio pálido, visten trajes cortos de muselina que las hacen parecer niñas. A través de la puerta abierta puede verse un suelo de ladrillo rojo, una gran cama de madera y un jarro y una palangana colocados sobre una mesa de pino. Una muchedumbre heterogénea pasea por la calle; marineros indios pertenecientes a un barco de la P. & O.,[11] rubios norteños de un vapor sueco, japoneses de un barco de guerra, marineros ingleses y españoles, individuos de agradable apariencia de un crucero francés, negros de un vapor americano. Durante el día, el aspecto de la calle no puede ser más sórdido; pero llegada la noche, la calle, alumbrada únicamente por la luz que se escapa de sus casuchas, posee una belleza siniestra. El vicio repugnante que flota en el ambiente deprime el ánimo y nos horroriza; sin embargo, hay algo misterioso en ella, que nos tortura y nos persigue; se advierte no sé qué primitiva fuerza que repele y fascina a la vez. Allí desaparece el decoro de la civilización y los hombres se enfrentan con una sombría realidad. En aquella calle flota una atmósfera intensa y trágica al mismo tiempo.
En el bar donde estaban sentados Strickland y Nichols, una pianola tocaba música de baile con estridente sonido. La gente se sentaba ante las mesas colocadas alrededor de la habitación; aquí, media docena de marineros borrachos y alborotadores; más allá, un grupo de soldados: en el centro, las parejas que bailaban apretadamente. Marineros barbudos, de rostros curtidos por el sol y manos callosas, estrechaban con fuerza a sus parejas. Las mujeres se cubrían sólo con una especie de gasa. De vez en cuando, dos marineros se ponían en pie y empezaban a bailar juntos. El ruido era ensordecedor. La gente cantaba, gritaba y reía; y cuando un hombre daba un largo beso a la mujer sentada sobre sus rodillas, la rechifla de los marineros ingleses aumentaba el alboroto. La atmósfera aparecía cargada por el polvo que levantaban las gruesas botas de los hombres y gris por el humo del tabaco. El calor era sofocante. Detrás del mostrador se hallaba sentada una mujer que daba de mamar a un niño. El camarero, un joven raquítico de cara aplastada y pecosa, corría apresuradamente de un lado a otro con una bandeja llena de vasos de cerveza.
Al rato de estar allí entró Tough Bill, acompañado de dos corpulentos negros. Era fácil advertir que estaban casi borrachos. Tough Bill buscaba camorra. Se acercó a una mesa ocupada por tres soldados y arrojó uno de los vasos de cerveza al suelo. Se produjo un violento altercado. Apareció el dueño del bar y ordenó a Tough Bill que se marchase. Era un hombre grueso que no estaba acostumbrado a tolerar los desmanes de sus parroquianos, y Tough Bill vaciló. No le hacía mucha gracia tener que enfrentarse con el dueño, pues la policía estaba de parte de éste, y, soltando un juramento, dio media vuelta. Pero en aquel instante descubrió a Strickland y se dirigió hacia él. No dijo una palabra. Se llenó la boca de saliva y se la escupió a Strickland en plena cara. Strickland cogió entonces su vaso y se lo arrojó a la cabeza a Tough Bill. Los que bailaban se detuvieron de pronto. Durante unos segundos reinó un silencio absoluto, pero cuando Tough Bill se lanzó sobre Strickland, el ansia de lucha se apoderó de todos, armándose en un momento un formidable tumulto. Volcáronse las mesas, y los vasos se rompieron al caer al suelo. El guirigay era infernal. Las mujeres huyeron hacia la puerta o se sentaron detrás del mostrador. Los transeúntes se asomaron desde la calle. Se oyeron juramentos en todas las lenguas, ruido de golpes, gritos. En el centro del local, una docena de hombres luchaban a brazo partido. De pronto apareció la policía y todo el mundo trató de huir. Cuando el bar quedó algo despejado, se vio que Tough Bill yacía exánime en el suelo, con una gran herida en la cabeza. El capitán Nichols arrastró hacia la calle a Strickland, que sangraba por un brazo. Sus ropas estaban hechas jirones. Su rostro también estaba cubierto de sangre, a consecuencia de un golpe que había recibido en la nariz.
—Me parece que lo mejor que puede usted hacer es marcharse de Marsella antes de que Tough Bill salga del hospital —dijo Nichols a Strickland, mientras se lavaban en la posada del chino.
—Ha sido mejor que una pelea de gallos —respondió Strickland.
Me imaginé la irónica sonrisa que debió de aparecer en sus labios.
El capitán Nichols estaba inquieto. Conocía los instintos vengativos de Tough Bill. Strickland se la había jugado de puño al mulato en dos ocasiones y éste, cuando no estaba bebido, era hombre peligroso. Esperaría astutamente una oportunidad. No tendría la menor prisa, pero, una noche, Strickland recibiría una puñalada por la espalda, y uno o dos días más tarde encontrarían flotando en las sucias aguas del puerto el cadáver de un vagabundo desconocido. A la noche siguiente, Nichols fue a casa de Tough Bill a inquirir noticias. El mulato estaba aún en el hospital, pero su mujer, que había ido a verlo, le dijo que su marido había jurado matar a Strickland en cuanto saliera.
Pasó una semana.
—Es lo que yo digo siempre —reflexionó el capitán Nichols—. Cuando uno hiere a un hombre, hay que herirlo de verdad. De ese modo se tiene tiempo para pensar en lo que uno va a hacer.
La suerte le fue a Strickland propicia. Un barco que se dirigía a Australia había solicitado del Hogar del Marinero un fogonero que reemplazase a uno que se había arrojado por la borda a la altura de Gibraltar, en un ataque de delirium tremens.
—Amigo mío, ya está usted corriendo al puerto —dijo el capitán a Strickland— y enrolándose en ese barco. Ya tiene su documentación.
Strickland se embarcó inmediatamente, y aquélla fue la última vez que el capitán Nichols lo vio. El barco permaneció en el puerto solamente seis horas, y al atardecer el capitán vio desvanecerse el humo de sus chimeneas en el horizonte, rumbo al este, a través de un mar invernal.
He narrado todo esto lo mejor que me ha sido posible, pues me gusta el contraste que forman estos episodios con la vida que había visto llevar a Strickland en Ashley Gardens, cuando se ocupaba con las acciones y los valores. Pero, al mismo tiempo, debo hacer constar que el capitán Nichols era un redomado embustero, y creo que no había una palabra de verdad en todo lo que me contó. No me sorprendería saber que no había visto a Strickland en su vida y que sus conocimientos de Marsella los había sacado de las páginas de una revista.