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No llevaba mucho tiempo en Tahití cuando conocí al capitán Nichols. Una mañana apareció cuando yo me desayunaba en la terraza del hotel; se presentó a sí mismo. Había oído que me interesaba por Charles Strickland, y con antelación me anunció que iría a verme para hablar de él. En Tahití gustan tanto de la chismografía como en un pueblo de Inglaterra, y bastaron una o dos preguntas mías sobre los cuadros de Strickland para que la noticia se extendiera rápidamente. Pregunté al recién llegado si se había desayunado ya.

—Sí; he tomado mi café a primera hora —contestó—, pero no me vendría mal tomar un poco de whisky.

Llamé al boy chino.

—¿No cree usted que es demasiado temprano? —me preguntó el capitán.

—Usted y su hígado son los que han de decirlo —repuse.

—Soy prácticamente abstemio —dijo, sirviéndose medio vaso de whisky Canadian Club.

Al sonreír, enseñaba unos dientes rotos y descoloridos. Era un hombre en extremo delgado, de estatura mediana, con el pelo gris, muy corto, y un enhiesto bigote del mismo color. Hacía por lo menos un par de días que no se afeitaba. Tenía el rostro cubierto de arrugas y curtido por el sol, y sus pequeños ojos de color azul poseían una vivacidad asombrosa; se movían con rapidez extraordinaria, siguiendo mis más pequeños ademanes, y lo hacían parecer un pillo redomado. Pero en aquel momento era todo cordialidad. Iba vestido con un sucio traje de tela caqui, y sus manos estaban pidiendo a gritos una pastilla de jabón.

—Conocí mucho a Strickland —me dijo, reclinándose en su silla y encendiendo el cigarro que le había ofrecido—. Si vino a estas islas fue gracias a mí.

—¿Dónde le conoció usted? —pregunté.

—En Marsella.

—¿Qué hacía usted allí?

En los labios del capitán apareció una insinuante sonrisa.

—Estaba sin trabajo.

El aspecto de mi amigo indicaba que volvía a encontrarse en la misma situación, y me dispuse a cultivar una agradable amistad. El trato con los vagabundos del Pacífico recompensa con creces todas las pequeñas molestias que ocasionan. Son gente de fácil acceso y de afable conversación. Rara vez se dan importancia, y el invitarlos a beber es un medio seguro de ganar sus corazones. No se necesita mucho esfuerzo para familiarizarse con ellos, y puede uno no sólo ganarse su confianza, sino también su gratitud, prestando oído atento a sus palabras. Son hombres que consideran la conversación como el mayor placer de la vida, demostrando de esta forma su gran cultura, y la mayoría son expertos conversadores. Suplen su limitada experiencia con una fértil imaginación. No puede afirmarse que estén libres de toda culpa, pero sienten un tolerante respeto por la ley cuando ésta se apoya en la fuerza. El jugar al póquer con ellos es muy arriesgado, pero están dotados de una ingenuidad que presta un peculiar interés al mejor juego del mundo. Antes de marcharme de Tahití pude conocer a fondo al capitán Nichols, y he de asegurar que su amistad me fue provechosa No considero que los cigarros y los whiskies que consumió a expensas mías —siempre se negaba a tomar cócteles, ya que era prácticamente abstemio—, así como los pocos dólares que con el aire de hacerme un favor pasaron en concepto de préstamo de mi bolsillo al suyo, fueran, en modo alguno, equivalentes al solaz que me proporcionó. Sigo considerándome deudor suyo, y sentiría que mi conciencia, basándose en un rígido principio positivista, me obligase a no dedicarle más que un par de líneas.

Ignoro los motivos por los cuales el capitán Nichols tuvo que salir de Inglaterra. Sobre esta cuestión es muy reservado, y con gentes de su índole no es muy prudente una pregunta directa. Aludió, eso sí, a una desgracia inmerecida, y no hay duda de que se consideraba víctima de una injusticia. Mi fantasía imaginó las más variadas formas del fraude y de la violencia y estuve de acuerdo con él cuando observó que las autoridades de la madre patria eran extraordinariamente técnicas. Sin embargo, no dejaba de ser agradable comprobar que, pese a los desagradables contratiempos sufridos en su patria, su ardiente patriotismo seguía inalterable. Afirmaba con frecuencia que Inglaterra era el mejor país del mundo, y sentía una clara superioridad sobre los americanos, coloniales, dagos,[9] holandeses y kanakas.[10]

Pero no creo que fuese un hombre feliz. Sufría de dispepsia y con frecuencia se lo veía chupando una pastilla de pepsina; por la mañana apenas si tenía apetito, pero no creo que este solo inconveniente hubiese agriado su carácter. Tenía un motivo mucho más importante que ése para sentirse descontento de la vida. Ocho años antes había cometido la temeridad de casarse. Hay hombres a quienes la divina Providencia ha destinado indudablemente a permanecer solteros, pero que por terquedad o por culpa de circunstancias que no pueden sortear se oponen a sus designios. No hay nadie más digno de lástima que un soltero casado. De éstos era el capitán Nichols. Conocí también a su esposa. Era, a mi juicio, una mujer de veintiocho años, aunque pertenecía a ese tipo de mujeres cuya edad siempre es dudosa. Seguramente había sido igual a los veinte años, y a los cuarenta tampoco parecería más vieja. Me produjo una impresión de extraordinaria rigidez. La piel que la cubría se estiraba sobre sus huesos; su sonrisa era tirante; su cabello y las ropas de dril blanco que llevaba producían el mismo efecto que si aquello fuese fustán negro. No lograba imaginarme por qué el capitán Nichols se había casado con ella, ni tampoco por qué, una vez casado, no había huido de su lado. Tal vez lo hubiera intentado muchas veces, y su melancolía era debida seguramente a que nunca consiguió su propósito. Por muy lejos que fuera y por muy oculto que estuviese el lugar donde se escondiera, estaba seguro de que Mrs. Nichols, inexorable como el destino y despiadada como la conciencia, se presentaría para reunirse con él. No podía separarse de ella, del mismo modo que la causa no puede separarse del efecto.

El pillo, como el artista y quizá también como el caballero, no pertenece a ninguna clase social. No lo cohíbe el sans gêne del vagabundo ni lo intimida la etiqueta del príncipe. Pero Mrs. Nichols pertenecía a una clase bien definida: la que recibe el nombre de baja clase media. Su padre era policía y estoy convencido de que era un buen policía. Ignoraba cuál era el poder que Mrs. Nichols ejercía sobre el capitán, pero es muy posible que en privado fuese una mujer locuaz. De todas formas, inspiraba al capitán Nichols un miedo cerval. Algunas veces, encontrándose sentado junto a mí en la terraza del hotel, descubría que su mujer pasaba por la calle. Ella no lo llamaba, no demostraba que se había dado cuenta de su presencia. Lo único que hacía era pasear arriba y abajo con andar mesurado. Entonces se apoderaba del capitán una extraña inquietud; miraba su reloj y me decía, exhalando un suspiro:

—Bien… Tengo que marcharme.

Ni el ingenio ni el whisky podían retenerlo. Sin embargo, era un hombre que había hecho frente, con la mayor intrepidez, a los huracanes y a los tifones, y que no vacilaría en luchar contra doce indígenas desarmados llevando sólo un revólver. Algunas veces Mrs. Nichols mandaba al hotel a su hija, una niña de siete años, adusta y de rostro pálido.

—Mamá te llama —decía la niña con plañidero acento.

—Está bien, querida —contestaba el capitán Nichols.

Y se ponía en pie en el acto, marchándose en compañía de su hija. A mí, todo aquello me parecía un magnífico ejemplo del triunfo sobre la materia, de modo que mi digresión tiene, al menos, el mérito de ser una lección moral.