Ya he dicho anteriormente que, a no ser por la circunstancia de un viaje que hice a Tahití, seguramente no hubiese escrito este libro. A esa isla fue a parar Charles Strickland después de muchas andanzas por el mundo, y allí fue donde pintó los cuadros que más fama le han dado. Soy del parecer que ningún artista consigue del todo la realización del sueño que lo obsesiona, y Strickland, atormentado constantemente por su lucha con la técnica, consiguió, quizá menos que ningún otro, expresar la visión que evocaba su fantasía. Pero en Tahití las circunstancias le fueron favorables; encontró en el ambiente lo necesario para que su inspiración se concretase, y al fin pudo expresar en sus últimos cuadros algo de lo que buscaba. Ofrecer a la imaginación algo nuevo y extraño. Parecía como si en aquel lejano país su espíritu, que había errado sin cuerpo buscando alojamiento, hubiese podido encarnarse al fin. Para valernos de la frase conocida, diremos que en Tahití se encontró a sí mismo…
Hubiese parecido natural que mi visita a aquella remota isla hiciera revivir inmediatamente mi interés por Strickland, pero mis ocupaciones acapararon de tal modo mi atención que hasta pasados unos días no caí en la cuenta de la relación que existía entre Tahití y Strickland. Pero esto es muy comprensible. Hacía quince años que no le veía, y nueve que había muerto. Además, creo que mi llegada a Tahití me hizo olvidar cosas de mucha importancia para mí, y hasta pasada una semana no conseguí poner en orden mis pensamientos. Recuerdo que el primer día me desperté temprano, y cuando salí a la terraza del hotel aún no se había levantado nadie. Estuve por los alrededores de la cocina, pero ésta se hallaba cerrada y sólo encontré, junto a la puerta, a un boy indígena que dormía sobre un banco. Era evidente que el desayuno tardaría un rato en estar a punto, y en vista de ello me encaminé a la playa. Los chinos trabajaban ya en sus tiendas. El cielo conservaba la palidez del amanecer, y un silencio fantasmagórico se extendía sobre el lago de coral. La isla de Moorea, a diez millas de distancia, guardaba su misterio como una fortaleza del Santo Grial.
No podía dar crédito a mis ojos. Los días transcurridos desde mi salida de Wellington me parecían extraordinarios y fantásticos. Wellington es una ciudad pulcra, limpia, muy inglesa, que recuerda las de la costa sur de Inglaterra. El mar estuvo alborotado durante los tres días siguientes. Por el cielo se perseguían grandes nubes grises. Más tarde cesó el viento y el mar se apaciguó, adquiriendo un color azul. El Pacífico es un mar mucho más desolado que otros; sus ámbitos parecen más vastos, y el viaje más insignificante a través de él produce la sensación de una aventura. El aire que se respira es un elixir que nos prepara para lo inesperado. No se le ha otorgado al hombre nada que se aproxime tanto a los dorados reinos de la fantasía como el acercarse a Tahití. Moorea, la isla gemela, aparece ante nuestra vista envuelta en un rocoso esplendor, surgiendo misteriosamente del desierto mar como por obra y gracia de una varita mágica. Su mellada silueta es como un Montserrat del Pacífico, e imaginamos que los caballeros polinésicos guardan allí, practicando extraños ritos, misterios que sería impío que conocieran los hombres. La belleza de la isla se hace más perceptible al acortarse la distancia, pues entonces adquieren formas variadas los maravillosos picos de sus montañas; pero no revela su secreto cuando navegamos cerca de ella y parece encerrarse en una pétrea e inaccesible lobreguez. Por ello no puede sorprendernos que, al acercarnos en busca de un paso entre los arrecifes, desapareciera de pronto de nuestra vista y ante nosotros no quedara más que la azul soledad del Pacífico.
Tahití es una elevada y verde isla, con profundos repliegues de un verde muy oscuro, en los que se adivina la existencia de silenciosos valles; sus sombrías profundidades, por las que se deslizan frescos y murmuradores arroyos, poseen un extraño misterio, y pensamos que en aquellos umbríos lugares la vida ha estado regida desde tiempo inmemorial por leyes también inmemoriales. Sin embargo, en ello hay algo triste y terrible. Pero la impresión es fugaz y sólo sirve para hacer más vivo el placer del momento. Es como la tristeza que asoma a los ojos de un payaso cuando un alegre auditorio se ríe de sus ocurrencias; sus labios sonríen y sus chistes resultan más graciosos porque al confraternizar con los que ríen se encuentra a sí mismo más solo. Tahití es una isla sonriente y acogedora; es como una mujer hermosa que prodiga graciosamente sus encantos y su belleza, y nada hay más seductor que la entrada en el puerto de Papeiti. Las goletas ancladas en el muelle ofrecen un aspecto pulcro y limpio; la pequeña ciudad que se extiende a lo largo de la bahía es blanca y acogedora; y las cesalpinias, de un tono escarlata bajo el cielo azul, lanzan su color como un grito de pasión. Son de una sensualidad tan violenta que nos dejan sin aliento. La muchedumbre que llena el puerto al acercarse el vapor es alegre y complaciente; es una multitud ruidosa, animada y gesticulante; desde el barco vemos un mar de rostros bronceados. Produce la sensación de un coloreado movimiento agitándose bajo el azul resplandeciente del cielo. Todo se hace bulliciosamente: la descarga del equipaje, la revisión de la aduana; todo el mundo parece sonreír. Hace mucho calor. El calor nos deslumbra.