Como se suele dar cierta importancia a las opiniones de los pintores sobre el arte, me parece conveniente consignar aquí las que conozco de Strickland sobre los grandes artistas del pasado. Sin embargo, temo que lo que diga carezca de valor. Strickland no tenía facilidad de palabra y no sabía expresar sus ideas con frases certeras que pudiesen ser recordadas por sus oyentes. Carecía de ingenio. Su carácter, como ya se ha visto, si es que he acertado a reproducir su forma de hablar, era acre. Sus respuestas eran toscas. A veces hacía reír diciendo la verdad, pero esto es algo que únicamente tiene fuerza debido a que es poco usual, y estoy cierto de que dejaría de ser divertido si se practicase más corrientemente.
A mi juicio, Strickland no era hombre de gran inteligencia, y sus opiniones sobre la pintura no se salían de lo vulgar. Nunca lo oí hablar de aquellos pintores cuyas obras guardaban cierta analogía con las suyas; de Cézanne, por ejemplo, o de Van Gogh; hasta dudo que hubiese visto sus cuadros. Tampoco sentía mucho interés por los impresionistas. Le gustaba su técnica, pero yo creo que la actitud de éstos le parecía vulgar. Cuando Stroeve le alababa las excelencias de Monet, Strickland respondía: «Prefiero a Winterhalter». Pero yo creo que lo decía para molestar a Stroeve, y si, en efecto, era éste su propósito, no hay duda de que lo conseguía.
Lamento no poder exponer alguna opinión extravagante de Strickland sobre los antiguos maestros. En su carácter había tantas cosas extrañas que me parece que hubiera completado el cuadro el que sus puntos de vista fueran excéntricos. Siento la necesidad de atribuirle teorías fantásticas sobre sus predecesores, pero tengo que confesar, bastante desilusionado, que sus juicios sobre ellos eran poco más o menos como los de todo el mundo. No creo que conociese a El Greco. Sentía una gran admiración, aunque un poco intransigente, por Velázquez. Chardin le encantaba y Rembrandt lo dejaba extasiado. El efecto que le había producido Rembrandt me lo describió utilizando una grosería que me es imposible repetir aquí. El único pintor que llamaba su atención, lo cual no dejaba de ser sorprendente, era Breughel el Viejo. En aquella época yo conocía muy poco a este pintor, y Strickland se expresaba muy mal. Recuerdo lo que dijo de él porque sus palabras me parecieron algo extrañas.
—Es un buen pintor —dijo Strickland—. Estoy seguro de que ha de haberle costado mucho pintar.
Cuando más tarde vi en Viena varios cuadros de Peter Breughel, creo que comprendí por qué había llamado la atención de Strickland. Breughel era un hombre que también tenía una visión particular del mundo. En aquel tiempo tomé muchas notas con el propósito de escribir algo sobre él, pero las he perdido, y hoy sólo conservo el recuerdo de una emoción. Breughel parecía ver a los seres humanos desde un punto de vista grotesco, y al mismo tiempo se enfurecía por ello; la vida era para él un amasijo de sucesos ridículos y sórdidos que provocaban la risa, y, sin embargo, le dolía reírse. Me produjo la impresión de ser un hombre que luchaba por expresar de una manera sentimientos que debían serlo de otra, y es posible que una difusa percepción de esto fuera lo que había excitado las simpatías de Strickland. Quizá intentaran ambos exponer con la pintura unas ideas mucho más adecuadas para la expresión literaria.
Strickland, en aquella época, debía de estar próximo a los cuarenta y siete años.