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Al volver la vista atrás, sospecho que lo que he escrito sobre Charles Strickland debe de parecer muy poco satisfactorio. He narrado incidentes que llegaron a mi conocimiento, pero si aparecen oscuros es debido a que ignoro los motivos que los inspiraron. La más extraña determinación de Strickland, la de dedicarse a la pintura, parece a todas luces arbitraria, y aunque seguramente existían razones en su vida que la justificaban, yo no lo sé. Nada pude deducir de sus palabras. Si en vez de narrar los detalles que conozco relativos a una curiosa personalidad, estuviera escribiendo una novela, inventaría muchas cosas a fin de explicar el cambio que se operó en su vida. Podría atribuirle una fuerte vocación, nacida en la infancia y reprimida por la voluntad de su padre o sacrificada ante la necesidad de ganarse la existencia; lo habría descrito luchando desesperadamente contra las imposiciones de la vida, y la lucha entre su pasión por el arte, de un lado, y sus deberes, de otro, hubiera despertado la compasión de todos hacia él y habría dotado de mayor relieve a su carácter. Incluso hubiera podido hacer de él un nuevo Prometeo. Se me presentaba la oportunidad de escribir una versión moderna de ese héroe, exponiéndose, por el bien de la humanidad, a las agonías de los condenados. Siempre hubiera resultado un tema conmovedor.

También podría haber buscado las causas de su determinación en la influencia de sus amistades, una vez casado. Esta cuestión puede ser enfocada desde distintos puntos de vista. Su latente vocación podría haberse revelado con la amistad de los pintores y novelistas cuya compañía buscaba su mujer, e incluso una incompatibilidad matrimonial podía haber hecho que se reconcentrase en sí mismo; igualmente me hubiera sido factible hacer intervenir una aventura amorosa que hiciese arder una hoguera cuyas ascuas iban extinguiéndose en su corazón. Creo que entonces habría pintado a Mrs. Strickland de una forma completamente distinta. Hubiese prescindido de la realidad, convirtiéndola en una mujer regañona y molesta o en una mujer fantástica a la que dejaran indiferentes las aspiraciones espirituales. Habría hecho del matrimonio de Strickland un insoportable tormento ante el cual la única solución hubiese sido la huida; hubiera hecho resaltar su paciencia ante una compañera inadecuada, y su compasión, que lo hacía resistirse a sacudir el yugo que lo oprimía. Y, desde luego, hubiese eliminado a los hijos.

También podría haber escrito un relato interesante colocando a Strickland en contacto con algún viejo pintor al que las necesidades de la vida o el afán de éxitos comerciales hubieran hecho abandonar el ideal de su juventud, y que al ver en Strickland las posibilidades que él había despreciado hubiese influido en él para que lo abandonase todo y se sometiera a la divina tiranía del arte. Creo que hubiera resultado bastante irónica la descripción de ese anciano, rico y respetable, viviendo en otro la vida que él, aun sabiendo que era mejor, no había tenido el valor de seguir.

Pero los hechos son mucho más vulgares. El joven Strickland, recién salido del colegio, entró a trabajar en casa de un agente de bolsa y no sintió el menor disgusto al hacerlo. Hasta el momento de casarse, su vida se desarrolló poco más o menos como la de todos sus compañeros; jugaba prudentemente en la bolsa y apostaba una libra o dos en el Derby o en las regatas de Oxford y Cambridge. Sospecho que en sus ratos libres debía de practicar un poco el boxeo. En su chimenea tenía fotografías de Mrs. Langry y Mary Anderson. Leía el Punch y el Sporting Times e iba a bailar a Hampstead.

Importa poco que estuviese sin verlo durante tanto tiempo. Sus años de lucha para conseguir dominar un arte tan difícil fueron de una gran monotonía, y no sé que hubiera nada interesante en los diversos oficios que desempeñó con el fin de ganarse la vida. Referirlos, sería relatar cuanto había visto suceder a otras personas. No creo que influyeran lo más mínimo en su carácter. Strickland debió de adquirir una experiencia que seguramente proporcionaría abundante material para escribir una novela picaresca del París moderno, pero él permaneció indiferente y, a juzgar por sus palabras, no vio en esos años nada que le produjese una impresión particular. Posiblemente, tenía demasiada edad cuando fue a París para ser víctima del romanticismo del ambiente. Aunque parezca extraño, a mí siempre me dio la impresión de un hombre no sólo muy práctico, sino también muy positivista. Supongo que su vida, durante esa época, sería romántica, pero él, indudablemente, no veía ningún romanticismo en ella. Quizá para que un hombre pueda comprender el romanticismo de la vida convenga que sea un poco actor y que se sienta capaz de salirse de sí mismo para observar las propias acciones, con un interés a la vez absorto e indiferente. Pero no he conocido a nadie más sincero que Strickland, ni menos consciente de sí mismo. Sin embargo, es lamentable que yo no pueda describir la ardua lucha que debió de sostener hasta conseguir la maestría que lo distinguió en el arte de la pintura. Si hubiera podido presentarlo indiferente a los fracasos, haciendo frente animosamente a la desesperación, perseverando tercamente a pesar de las propias dudas, que son el peor enemigo de los artistas, con toda seguridad hubiese suscitado algunas simpatías hacia una personalidad que reconozco carente en absoluto de encanto. Pero no tengo nada en que basarme. Nunca vi a Strickland trabajando, ni sé de nadie que le hubiese visto. El secreto de sus luchas lo guardó para sí mismo, y si en la soledad de su estudio luchaba desesperadamente contra el demonio, jamás dejó a nadie adivinar sus congojas.

A llegar a sus relaciones con Blanche Stroeve, me siento exasperado al ver que los datos de que dispongo son tan fragmentarios. Para dar coherencia a mi relato debería haber descrito los progresos de su trágica unión, pero ignoro por completo lo que sucedió durante los tres meses que vivieron juntos. Ignoro cómo se llevaban, e ignoro también de lo que hablaban. El día sólo tiene veinticuatro horas, y las cimas de la emoción sólo pueden alcanzarse en raros momentos. Yo solamente puedo imaginar cómo pasaban el resto del tiempo. Mientras hubiera luz y durase la paciencia de Blanche, creo que Strickland debía dedicarse a pintar, y seguramente irritaba a aquélla en grado sumo verlo absorto de aquel modo en su trabajo. En tales momentos, ella no existía como amante, sino como modelo. A continuación transcurrirían horas interminables durante las cuales los dos permanecerían juntos en silencio. Esto último debió de horrorizar a Blanche. Cuando Strickland insinuó que la rendición de Blanche Stroeve a él fue como una venganza de ésta sobre su marido por haber acudido en su ayuda en una ocasión en extremo difícil, abría la puerta a muchas y sombrías conjeturas. Espero que tal cosa no fuese cierta. Me parece demasiado terrible. Pero ¿quién es capaz de penetrar en las sutilezas del corazón del hombre? Desde luego, no serán aquellos que esperan descubrir únicamente sentimientos decorosos y emociones normales en los seres humanos. Cuando Blanche vio que, a pesar de los momentos de pasión, Strickland permanecía indiferente, debió de sentir un profundo descorazonamiento, e incluso en los instantes pasionales comprendería que para él no era una persona, sino un instrumento de placer. Strickland seguía siendo un extraño para ella, y seguramente intentó atraérselo haciendo uso de una conmovedora astucia. Trató de hacerlo suyo procurándole una vida cómoda, sin ver que la comodidad no significaba nada para él. Se esforzó en prepararle los platos que más le gustaban sin querer ver tampoco que la comida lo dejaba indiferente. Tuvo miedo de dejarlo solo. Lo persiguió con sus atenciones, y cuando la pasión de Strickland estaba dormida, trataba de excitarla, pues al menos entonces tenía la ilusión de que era suyo. Quizá su inteligencia le permitiera darse cuenta de que con sus demandas no hacía otra cosa que despertar el instinto de destrucción de él, pero su corazón, incapaz de razonar, le hizo seguir un camino que ella misma presentía fatal. Blanche Stroeve debió de ser muy desgraciada. Pero la ceguera de su amor la empujaba a creer en lo que ella deseaba que fuese verdad, y su amor era tan grande que le parecía imposible que no pudiera ser correspondido en la misma forma.

Pero mi estudio sobre la personalidad de Strickland adolece de un defecto mucho más importante que mi ignorancia de muchos hechos. Porque eran manifiestas y sorprendentes, he descrito sus relaciones con las mujeres, y, sin embargo, constituyen una parte insignificante de su vida. El que hubiesen afectado tan trágicamente a otras personas es una ironía del destino. Su verdadera vida estaba integrada por sus sueños y por su abrumador trabajo.

En esto radica la irrealidad de la novela. Por regla general, el amor es, en los hombres, un episodio que acaece entre las otras ocupaciones del día, y el realce que le presta la novela le da una importancia de que carece en la vida real. Pocos son los hombres para quienes el amor es lo más importante del mundo, y puedo afirmar que estos individuos no son muy interesantes; hasta las mujeres, para las que el amor es una cuestión de máximo interés, los desprecian; se sienten halagadas y excitadas por ello, pero en el fondo experimentan la desagradable sensación de que son unos pobres diablos. Pero los hombres, incluso en los breves intervalos de su vida en que sienten el amor, hacen otras cosas que distraen su mente. Los negocios a que se dedican para poder ganarse la vida atraen su atención; el deporte los seduce; pueden interesarse por el arte. La mayoría tienen alojadas sus diversas actividades en varios compartimientos estancos, y pueden seguir una temporalmente, con exclusión de las otras. Poseen la facultad de concentrarse en lo que los ocupa en un momento determinado, y les molesta que se les interpongan cosas distintas. La diferencia entre los hombres y las mujeres como amantes consiste en que las mujeres pueden amar todo el día y los hombres sólo a ratos.

En Strickland, el apetito sexual ocupaba un espacio muy reducido. No tenía la menor importancia. Era una cosa molesta para él. Su alma tenía otros anhelos. Era un hombre de pasiones violentas y algunas veces el deseo se apoderaba de él, empujándolo a la concupiscencia, pero sentía odio hacia el instinto que le robaba el dominio sobre sí mismo. Estoy por decir que odiaba incluso a su compañera de orgía. Cuando recobraba el dominio de sí mismo se estremecía de horror al contemplar a la mujer que había amado. Entonces, sus pensamientos flotaban serenamente por las regiones empíreas y sentía hacia la pobre mujer el mismo horror que siente la mariposa multicolor que revolotea entre las flores hacia la repugnante crisálida de donde ha nacido. Yo creo que el arte es una manifestación del instinto sexual. Idéntico sentimiento al del arte despierta en el corazón humano una mujer hermosa, la bahía de Nápoles en una noche de luna llena o el Entierro, de Ticiano. Es posible que Strickland odiase el amor porque le parecía brutal al compararlo con la satisfacción que produce el arte. Hasta a mí me parece extraño que después de haber descrito a un hombre que era cruel, egoísta, rudo y sensual, afirme a continuación que era un gran idealista. Pero ésta era la verdad.

Strickland vivía más pobremente que un obrero y trabajaba más. Le tenían sin cuidado esas cosas que hacen que la vida sea, para la mayoría de la gente, agradable y bella. El dinero lo dejaba indiferente. La fama le importaba muy poco. No podía elogiárselo porque se resistiera a aceptar cualquiera de esos compromisos con el mundo ante los cuales nos rendimos la mayoría de nosotros. No sentía ni esa tentación. Jamás cruzó por su mente la posibilidad de un compromiso. Vivía en París más solitario que un anacoreta en los desiertos de Tebas. Lo único que pedía a sus conciudadanos era que lo dejasen en paz. Era sincero en sus aspiraciones, y para alcanzarlas estaba dispuesto a sacrificarse no sólo a sí mismo —esto hay muchos que pueden hacerlo—, sino también a los demás. Era un visionario.

Strickland podía ser un hombre odioso, pero sigo creyendo que también era un genio.