No conseguía explicarme por qué Strickland había decidido de pronto enseñarme sus cuadros. Pero acogí con júbilo aquella oportunidad. En las relaciones sociales se exhibe únicamente lo superficial, aquello que se desea que acepte el mundo, y sólo se puede llegar a conocer el fondo de un ser deduciéndolo de actos insignificantes que realiza inconscientemente y de los gestos fugaces que alteran su rostro sin que él se dé cuenta. Algunos hombres llevan con tal perfección la máscara que adoptaron en determinado momento de su vida, que llegan a convertirse en el hombre que pretendieron ser. Pero el hombre se muestra tal como es en sus libros o en sus cuadros. Su presencia sólo servirá para poner de manifiesto su estupidez. El latón pintado con el fin de que parezca hierro seguirá siendo latón. La afectación jamás podrá disfrazar una inteligencia vulgar. Ante un observador sagaz, es imposible exponer la obra más insignificante sin descubrir los más recónditos secretos del alma del autor.
Confieso que al subir la interminable escalera de la casa donde vivía Strickland me sentía un poco excitado. Tenía la sensación de hallarme en los umbrales de una sorprendente aventura. Paseé la vista por su habitación con verdadera curiosidad. Era aún más pequeña y pobre de como yo la recordaba. Me hubiese gustado saber qué hubieran opinado de ella aquellos amigos míos que necesitaban grandes estudios y que afirmaban no poder trabajar si no disponían de las condiciones adecuadas.
—Lo mejor es que se coloque usted aquí —dijo Strickland señalándome un sitio desde donde creyó que podría ver mejor lo que iba a enseñarme.
—Supongo que no querrá que hable —dije.
—No… Prefiero que se meta la lengua en el bolsillo.
Strickland colocó un cuadro en el caballete y permitió que lo contemplase durante unos minutos; después lo quitó y puso otro. Creo que me ofreció unos treinta lienzos. Eran el fruto de los seis años que llevaba pintando. No había vendido nada. Los lienzos eran de diferentes tamaños. Los más pequeños eran naturalezas muertas; los mayores, paisajes. También había media docena de retratos.
—Esto es todo —dijo por último.
Me gustaría poder decir que capté en el acto su belleza y su extraordinaria originalidad. Ahora que he vuelto a ver muchos de ellos y que los otros me son familiares a través de las reproducciones, me asombra que entonces experimentase tan amargo desengaño. No sentí esa emoción especial que nos produce el arte. La impresión que me dieron los cuadros de Strickland fue desconcertante y siempre habrá un hecho en mi contra: jamás se me ocurrió comprar ninguno. Perdí una ocasión magnífica. La mayoría se encuentran hoy en museos y los otros son un tesoro en las colecciones de los aficionados ricos. Desde entonces trato de dar con alguna excusa que pueda servirme de justificación. Creo que tengo buen gusto, pero al mismo tiempo me percato de que no soy original. Entiendo poco de pintura y sigo los caminos trillados. En aquel tiempo sentía la mayor admiración por los impresionistas. Ansiaba poseer un Sisley y un Degas y sentía verdadera adoración por Manet. La Olympia de éste me parecía el mejor cuadro de los tiempos modernos, y Le déjeuner sur l’herbe me había conmovido profundamente. Estas obras eran para mí la última palabra en pintura.
No voy a describir los lienzos que me mostró Strickland. Las descripciones de cuadros son siempre muy aburridas y, además, los suyos son familiares a cuantos se interesan por estas cosas. En la actualidad, cuando su influencia se ha dejado sentir con tal fuerza en la pintura moderna, cuando otros han recorrido a fondo esas regiones del arte que él fue el primero en explorar, cualquiera que viese las obras de Strickland por primera vez lo haría con la imaginación más preparada para saborearlas. Pero debe tenerse en cuenta que yo no había visto nada semejante hasta entonces. Acostumbrado a la forma de pintar de los antiguos maestros y convencido de que Ingres era el mejor dibujante de los tiempos modernos, me pareció que Strickland dibujaba muy mal. No tenía la menor idea de la simplificación a la cual aspiraba. Recuerdo una naturaleza muerta en la que se veían unas naranjas colocadas sobre un plato, sorprendiéndome que el plato no fuese redondo y las naranjas parecieran deformes. Los retratos tenían un tamaño algo mayor que el natural, y esto daba a las figuras un aspecto desgarbado. A mi juicio, los rostros no eran más que simples caricaturas. Además estaban pintados de una forma que me era completamente desconocida. Los paisajes me llamaron aún más la atención si cabe. Había dos o tres pinturas de los bosques de Fontainebleau y varias de las calles de París. Mi primera impresión fue que debía haberlos pintado un cochero borracho. No salía de mi asombro. El color me pareció extraordinariamente crudo. En aquel momento se me ocurrió pensar que todos sus cuadros eran una farsa tremenda e incomprensible. Ahora, al recordar el pasado, me siento más impresionado que nunca por la sagacidad de Stroeve. Éste vio desde el primer momento que aquello representaba una revolución en el arte, descubriendo en Strickland, a las primeras de cambio, el genio que hoy proclama todo el mundo.
Pero si me quedé atónito y desconcertado, también he de confesar que sus cuadros me produjeron una gran impresión. Pese a mi colosal ignorancia, no pude por menos de comprender que en ellos trataba de expresarse una fuerza auténtica, un poder real. De ahí mi excitación y mi interés. Comprendí que aquellos cuadros tenían algo que decirme, algo muy importante, pero no pude captar su mensaje. Parecían feos, pero insinuaban, sin descubrirlo, un secreto de trascendental significación. Eran extrañamente atormentadores. Me produjeron una emoción que no pude analizar. Decían algo que las palabras eran incapaces de expresar. Pensé que Strickland había entrevisto un significado espiritual en las cosas materiales, tan extraño que sólo podía sugerirlo por medio de símbolos imperfectos. Era como si hubiese encontrado en el caos del universo una nueva inspiración y tratara de fijarla torpemente en sus telas a costa de indecibles sufrimientos. Creí observar un espíritu atormentado que luchara afanosamente por la libertad de expresión.
—Me estoy preguntando si no ha equivocado usted el medio —dije, volviéndome hacia Strickland.
—¿Qué diablos quiere usted decir?
—Creo que trata usted de decir algo, no sé exactamente el qué, pero no estoy seguro de que la mejor manera de decirlo sea la pintura.
Me equivocaba al creer que la vista de sus cuadros podría facilitarme la comprensión de su carácter. No hicieron más que aumentar mi confusión. Mi desorientación fue mayor que nunca. Lo único que me pareció claro —y es posible que esto también fuera efecto de mi imaginación— es que Strickland luchaba desesperadamente para librarse de un poder que lo tenía preso. Pero ignoraba por completo qué clase de poder era éste y qué liberación sería la suya. Cada uno de nosotros vive solo en el mundo, encerrado en una torre de bronce, y nos comunicamos con los demás por medio de signos; pero como esos signos no tienen un valor común, su sentido es vago e incierto. Tratamos lastimosamente de transmitir a otros los tesoros de nuestro corazón; mas como ellos no tienen forma de aceptarlos, vivimos solitarios, unos al lado de otros, pero no juntos, sin poder conocer a los que nos rodean y sin que ellos puedan conocernos a nosotros. Somos como hombres que viviéramos en un país cuya lengua nos fuese casi desconocida y que, no obstante tener tantas cosas bellas y profundas que decir, estuviésemos condenados a las nonadas de una conversación vulgar. Nuestra imaginación está llena de ideas; sin embargo, sólo podemos decir que la sombrilla de la tía del jardinero está en la casa.
La última impresión que me produjeron los cuadros de Strickland fue la de que se trataba de un prodigioso esfuerzo para expresar un estado anímico, y, a mi juicio, en este esfuerzo es donde hay que buscar la explicación de lo que tanto me desconcertó. Evidentemente, los colores y las formas tenían un significado especial para Strickland. Sentía la necesidad imperiosa de expresar algo, y creaba formas y colores con esa sola intención. No vacilaba en simplificar o deformar lo que fuera si con ello podía acercarse a ese algo desconocido que buscaba. La realidad lo tenía sin cuidado, pues bajo la masa de detalles absurdos trataba de expresar lo que él solo comprendía. Era como si hubiese llegado a sentir el alma del universo y se viera impelido a expresarla. Por este motivo, aunque aquellos cuadros me produjeron una confusión, no pude permanecer indiferente al sentimiento que latía en ellos, y, sin saber la causa, experimenté hacia Strickland lo que nunca había creído que pudiera sentir: una profunda compasión.
—Creo que ahora ya sé por qué rindió usted a Blanche Stroeve —dije.
—¿Por qué?
—Porque le faltó el valor. La debilidad de su cuerpo se comunicó a su espíritu. Ignoro cuál es el ansia infinita que se ha apoderado de usted y que lo arrastra, por sendas peligrosas, en busca de una meta donde confía verse libre para siempre de ese espíritu que lo atormenta. Para mí, es usted como un peregrino eterno a la busca de algo que quizá ni exista. No sé a qué misterioso nirvana aspira. ¿Lo sabe usted? Tal vez lo que usted busque sea la Verdad y la Libertad, y quizá creyera usted un momento que podría hallar un descanso en el Amor. Creo que su alma cansada sintió deseos de reposar en los brazos de una mujer, y cuando ya no encontró descanso en ellos, la odió. No tuvo piedad de ella, porque tampoco tiene piedad de sí mismo. Usted la mató por miedo, porque lo hacía temblar todavía el riesgo que había corrido.
Strickland sonrió fríamente y se acarició la barba.
—Mi pobre amigo, es usted un sentimental terrible.
Una semana más tarde me enteré por casualidad de que Strickland se había marchado a Marsella. Nunca más lo volví a ver.