41

Llegamos a mi domicilio. No lo invité a entrar y subí la escalera sin decir una palabra. Strickland me siguió y traspuso el umbral de mi casa pisándome los talones. Era la primera vez que la visitaba, pero no se dignó echar un vistazo a la habitación, que a mí me había costado tanto hacer agradable a la vista. Sobre una mesa había una caja con tabaco, y Strickland sacó su pipa y la llenó. Después se sentó en la única silla que carecía de brazos y se inclinó hacia atrás apoyándose únicamente en las patas traseras de la silla.

—Ya que, al parecer, se halla usted como en su casa, ¿por qué no se sienta cómodamente en una butaca? —le pregunté irritado.

—¿Por qué le interesa mi comodidad?

—No me interesa su comodidad, sino la mía —repliqué—. Me pone nervioso ver sentada incómodamente a una persona.

Strickland se echó a reír, pero no se movió. Fumaba en silencio, sin preocuparse de mí, en apariencia absorto en sus pensamientos. Me hubiera gustado saber por qué se había empeñado en acompañarme.

Al escritor no puede por menos de desconcertarle, hasta que la costumbre embota su sensibilidad, esa ansia que le impulsa a interesarse por las particularidades morbosas de la naturaleza humana, al extremo de que su sentido moral es importante para luchar contra ella. Al contemplar el mar experimenta una satisfacción artística que a veces llega a asustarlo, pero la sinceridad lo obliga a confesar que la desaprobación que le merecen ciertas acciones no tienen tanta fuerza como la curiosidad por averiguar sus causas. El tipo de un canalla lógico y completo ejerce una fascinación tal sobre su creador que la ley y el orden deben de sentirse ultrajados por ello. Sospecho que Shakespeare experimentaría una satisfacción mucho mayor al dar vida a Yago que la que debió gozar cuando, tejiendo rayos de luna con su fantasía, imaginó a Desdémona. Quizá el novelista obedezca, al crear tipos perversos, a un instinto profundamente arraigado en él, instinto que la educación y las costumbres del mundo civilizado han recluido en los oscuros rincones de lo subconsciente. Al dotar de carne y hueso a un ente de su invención, da al mismo tiempo vida a una parte de sí mismo que no posee otra forma de expresarse, y el placer que experimenta le produce una sensación liberadora.

Al escritor le interesa más conocer que juzgar.

Strickland despertaba en mí un verdadero horror, pero junto a ese horror existía una fría curiosidad por descubrir su modo de ser. Era un hombre que me desconcertaba, y en aquel momento estaba deseoso de conocer qué impresión le había producido la tragedia que por causa suya había asolado a unas personas que tan bondadosas fueron para con él. Apliqué el escalpelo atrevidamente.

—Stroeve me dijo que el cuadro que usted pintó utilizando a su mujer como modelo es una verdadera obra maestra.

Strickland se quitó por un instante la pipa de los labios, y una sonrisa iluminó sus ojos.

—Disfruté pintándolo.

—¿Por qué se lo regaló?

—Estaba terminado. De nada me servía ya.

—¿Sabe que Stroeve estuvo a punto de hacerlo pedazos?

—No hubiera estado del todo bien.

Durante unos instantes permaneció silencioso; después, volvió a quitarse la pipa de la boca y sonrió con cierta ironía.

—¿Sabe usted que fue a verme?

—¿No lo conmovieron sus palabras?

—Me parecieron un sentimiento idiota.

—¿No recuerda que es usted el que ha arruinado su vida?

Strickland se acarició la barba pensativamente.

—Es un pésimo pintor.

—Pero es un hombre.

—Y un excelente cocinero —añadió Strickland burlonamente.

Su insensibilidad era inhumana, y tan indignado me sentí que no me preocupé de medir mis palabras.

—Me gustaría saber, por simple curiosidad, si no siente usted remordimiento por la muerte de Blanche Stroeve.

Escruté su rostro, buscando algún cambio de expresión, pero éste permaneció impasible.

—¿Por qué iba a sentirlo? —me preguntó.

—Permítame que le exponga los hechos. Estaba usted muriéndose: Dirk Stroeve lo llevó a su propia casa y en ella lo cuidó como hubiera podido hacerlo una madre. Sacrificó por usted su tiempo, su comodidad y su dinero. Lo salvó de una muerte segura.

Strickland se encogió de hombros.

—Ese hombre absurdo disfruta haciendo favores a los demás. Esa es su vida.

—Suponiendo que usted no le debiera la menor gratitud por ello, ¿estaba usted obligado, por ventura, a seducir y a quitarle la mujer? Fueron felices hasta que usted se interpuso entre ellos. ¿Por qué no los dejó en paz?

—¿En qué se fundamenta usted para suponer que eran felices?

—Se notaba a simple vista.

—Es usted un hombre muy perspicaz. Pero ¿está usted seguro de que Blanche perdonó a Stroeve lo que hizo por ella?

—No sé a qué se refiere usted.

—¿Conoce la historia de su matrimonio?

Moví negativamente la cabeza.

—Blanche estaba de institutriz en casa de un príncipe romano, y el hijo de éste la sedujo. Blanche creyó que se casaría con ella. Pero sus amos la despidieron, quedando completamente desamparada. Stroeve la encontró y se casó con ella.

—Eso es muy propio de él. No he visto un hombre más caritativo.

Muchas veces me había preguntado por qué aquellos dos seres tan distintos se habían casado, pero nunca se me ocurrió pensar en tal explicación. Posiblemente, aquélla era la causa del peculiar amor que sentía Dirk por su mujer. Era en él algo más que una simple pasión. También recordé que siempre me había parecido que tras la reserva de Blanche se ocultaba algo, pero ahora veía que no era más que el deseo de esconder un secreto vergonzoso. Su tranquilidad era como la sombría calma que se extiende sobre una isla después de haber sido barrida por el huracán. Su alegría era la alegría de la desesperación. Strickland interrumpió mis reflexiones con una observación tan cínica que me hizo estremecer.

—Una mujer puede perdonar a un hombre el daño que le haya causado —dijo—, pero jamás le perdonará los sacrificios hechos por ella.

—En ese caso, debe ser tranquilizador para usted saber que no corre el menor riesgo de que le guarden resentimiento las mujeres que tengan relación con usted —repliqué.

Una leve sonrisa apareció entonces en los labios de Strickland.

—Usted está siempre dispuesto a sacrificar sus convicciones con tal de poder lanzar una respuesta ingeniosa.

Hubo una breve pausa; luego pregunté:

—¿Y qué fue del niño?

—Nació muerto dos o tres meses después de haberse ellos casado.

Al llegar a este punto me atreví a hacerle una pregunta sobre algo que me parecía lo más sorprendente de todo.

—¿Querría usted decirme por qué se fijó en Blanche Stroeve?

Tardó tanto en contestarme que estuve a punto de repetir la pregunta.

—¡Yo qué sé! —dijo al fin—. Ella no me podía ver, y esto me divertía.

—Comprendo.

Un arrebato de cólera se apoderó de Strickland en aquel momento.

—¡Maldita sea…! Me gustaba.

Pero inmediatamente recobró el dominio de sí mismo y me miró sonriendo.

—Al principio se horrorizó.

—¿Le dijo usted algo?

—No hacía la menor falta. Ya lo sabía. Nunca le dije una palabra. Estaba muy asustada. Pero al final fue mía.

La forma en que dijo esto me sugirió, no sé por qué, toda la violencia de su deseo. Aquello era desconcertante. De ordinario transcurría su vida completamente ajena a las cosas materiales, pero algunas veces parecía como si su cuerpo se vengase cruelmente de su espíritu. El sátiro que había en él se adueñaba súbitamente de su voluntad, y Strickland quedaba indefenso, aprisionado por aquel instinto que poseía el poder de las fuerzas primitivas de la naturaleza. Era la suya una obsesión tan completa que en su alma no había lugar para la prudencia ni la gratitud.

—Pero ¿por qué quiso usted llevársela?

—No fue idea mía —repuso Strickland frunciendo el entrecejo—. Cuando Blanche dijo que se iría conmigo, mi asombro no fue menor que el de Stroeve. Ya le había dicho que cuando me cansara de ella tendría que marcharse de mi lado, y Blanche me contestó que aceptaba el riesgo. —Hizo una pausa—. Tenía un cuerpo maravilloso, y yo quería pintar un desnudo. Cuando terminé el cuadro dejé de sentir interés por ella.

—Pero Blanche lo amaba con todo su corazón.

Strickland se puso en pie de un salto y empezó a pasear por la habitación.

—No me interesa el amor. No tengo tiempo para él. El amor es una debilidad. Yo soy un hombre, y a veces deseo a una mujer. En cuanto satisfago mi pasión, he de dedicarme a otras cosas. Me es imposible dominar mi deseo, pero al mismo tiempo, el odio aprisiona mi espíritu. Estoy deseando llegar a la edad en que me vea libre de todo deseo; entonces podré dedicarme sin inconvenientes a mi trabajo. Como las mujeres no saben hacer otra cosa que amar, dan una importancia ridícula al amor. Quieren convencernos de que constituye la vida eterna, cuando sólo es una parte insignificante de ella. Comprendo la sensualidad. Eso es lo normal y lo saludable. El amor es una enfermedad. Las mujeres son para mí un instrumento de placer, y no puedo aceptar su pretensión de convertirse en amigas, auxiliares ni compañeras.

Nunca había oído a Strickland hablar tanto de una vez, y en aquel momento lo hizo con ímpetu e indignación. Pero ni aquí ni en ningún otro lugar de este libro he pretendido reproducir sus palabras exactas; su vocabulario era muy escaso y apenas si sabía construir una frase entera, por lo que uno se veía obligado a deducir sus pensamientos de sus interjecciones, de la expresión de su rostro, de sus ademanes y de sus palabras sueltas.

—Usted debía haber vivido en la época en que las mujeres eran como animales y los hombres dueños de esclavos —exclamé.

—¿Qué quiere usted que le haga? Soy un hombre completamente normal.

No pude por menos de echarme a reír al oír sus palabras, dichas con la mayor seriedad, pero Strickland continuó paseándose por la habitación como una fiera enjaulada, tratando de expresar lo que sentía, aunque tropezaba con muchas dificultades para formar un discurso coherente.

—Cuando una mujer nos ama, no ceja en su empeño hasta que ha conseguido la posesión de nuestra alma. Como es débil, siente una verdadera ansia de dominación y no se contenta con eso. Su inteligencia es limitada y odia lo abstracto porque le es imposible comprenderlo. Las cosas materiales absorben su atención y siente celos del ideal. El alma del hombre puede elevarse a las etéreas regiones del universo, y ellas tratan de aprisionarlo en el círculo de su dietario de gastos. ¿Recuerda usted a mi mujer? Descubrí que Blanche iba empleando conmigo las mismas tretas que ella. Con infinita paciencia trató de atraerme y encadenarme. Quería reducirme a su mismo nivel; yo no le importaba lo más mínimo; sólo quería que fuese suyo. Estaba dispuesta a hacer cualquier cosa por mí, excepto lo que yo deseaba: que me dejase en paz.

Permanecí silencioso durante unos momentos.

—¿Qué esperaba usted que hiciera cuando la abandonó?

—Podía haber vuelto al lado de Stroeve —repuso irritado—. Su marido estaba dispuesto a cargar con ella de nuevo.

—¡Qué ser más inhumano es usted! —exclamé—. Se pierde el tiempo hablando con usted de estas cosas. Es lo mismo que tratar de describir los colores a un ciego de nacimiento.

Strickland se detuvo ante mí y me miró de arriba abajo con cierta expresión en la que adiviné una extraña ironía.

—¿Le importa a usted mucho que Blanche Stroeve esté viva o muerta?

Reflexioné sobre su pregunta; quería contestarla sinceramente, para ser, por lo menos, leal con mi conciencia.

—Puede que se deba a falta de compasión por mi parte el que no me importe demasiado que haya muerto. Pero la vida podía ofrecerle aún mucho. Me parece terrible que se haya visto privada de todo de una forma tan cruel, y estoy avergonzado de no sentirlo más profundamente.

—No tiene usted el valor de sus convicciones. La vida carece de valor. Blanche no se suicidó porque yo la abandoné. Si lo hizo fue porque era una mujer tonta y desequilibrada. Pero ya hemos hablado suficientemente de ella: era una persona muy poco interesante. Venga conmigo y le enseñaré mis cuadros.

Strickland me dijo estas palabras como si yo fuese un niño a quien hubiera de distraer. Me sentía más furioso contra mí mismo que contra él. Pensé en la vida feliz que el matrimonio Stroeve había llevado en el estudio de Montmartre; pensé en Stroeve y en su mujer; pensé en la bondad de ambos, en su sencillez y en su hospitalidad. Me pareció cruel que el implacable destino hubiese destrozado sus vidas, y mucho más cruel me pareció que su tragedia no tuviera la menor importancia. El mundo seguía igual y nadie parecía haberse enterado de lo sucedido. Yo tenía el presentimiento de que Dirk, un hombre de reacciones sentimentales más que de sentimientos profundos, olvidaría lo pasado, y la vida de Blanche, iniciada Dios sabe con qué dulces esperanzas y sueños, sería como si no hubiese existido. Todo parecía inútil y estéril.

Strickland cogió su sombrero y me miró.

—¿Viene usted?

—¿Por qué busca mi amistad? —le pregunté—. Usted sabe que lo odio y lo desprecio.

Se echó a reír irónicamente.

—La única queja que usted tiene es que no me importa lo más mínimo lo que pueda usted pensar de mí.

Mis mejillas se encendieron a causa de la repentina indignación que acababa de sentir. Era imposible hacerle comprender que uno podía sentirse ofendido por su brutal egoísmo, y deseé con toda mi alma poder atravesar su armadura de fría indiferencia. Pero también comprendí que, en el fondo, estaba en lo cierto. Tal vez, de un modo inconsciente, valoremos a las personas de acuerdo con el aprecio que sienten por nuestras opiniones sobre ellos, y odiemos a las que se muestran indiferentes a nuestras apreciaciones. Creo que esto es la más profunda herida que se puede infligir al orgullo humano. Pero no quise dejarle entrever que estaba en lo cierto.

—¿Es posible que un hombre viva completamente desligado de los demás? —dije, más para mí mismo que para él—. Usted depende de los demás en todos los actos de su existencia. Es ridículo querer vivir para uno mismo. Más tarde o más temprano enfermará usted, se cansará, envejecerá, y entonces tendrá que volver arrastrándose al rebaño de sus semejantes. ¿No se avergonzará de sí mismo cuando sienta deseos de cariño y de simpatía? Usted pretende una cosa imposible. Llegará un día en que el ser humano que existe en usted ansiará los lazos que ligan a todos los seres vivos.

—Venga a ver mis cuadros.

—¿Ha pensado usted alguna vez en la muerte?

—¿Por qué motivo había de pensar en ella? La muerte no tiene la menor importancia.

Lo miré fijamente. Se hallaba en pie ante mí, inmóvil, con un brillo irónico en los ojos, y durante un instante me pareció entrever un espíritu torturado y audaz que aspiraba a algo tan grande que no podía ser concebido por nadie que tuviera que pagar su tributo a la carne. Por mi pensamiento cruzó la imagen de un ser que persiguiera lo inefable. Al mirar a aquel hombre vestido con un traje raído, de nariz grande, ojos vivos, barba roja y pelo alborotado, me produjo el extraño efecto de que me encontraba en presencia de un espíritu desligado de la carne.

—Vamos a ver sus cuadros —dije.