39

Al separarme de Stroeve después del entierro de la pobre Blanche, mi amigo subió a su casa con el corazón angustiado. Algo lo impulsaba a volver a su estudio, un oscuro deseo de torturarse a sí mismo, y, sin embargo, temía el dolor que presentía. Ascendió trabajosamente por las escaleras; sus piernas parecían negarse a sostenerle y se detuvo unos instantes en la puerta, mientras reunía todas sus fuerzas para entrar. Se sentía horriblemente enfermo. Lo asaltó el deseo de volver a bajar las escaleras y echar a correr hasta alcanzarme, para pedirme que lo acompañase; tenía el presentimiento de que había alguien en el estudio. Recordó entonces las veces que había esperado unos minutos en el descansillo de la escalera para recobrar el aliento y cómo su absurda impaciencia por ver a Blanche lo había hecho reemprender la ascensión con nuevos bríos. Volverla a ver era para él una alegría siempre nueva, y aunque sólo hubiera estado ausente una hora, sentía la misma excitación que si hiciese un mes que se hubiera separado de ella. De pronto pensó que era imposible que Blanche estuviese muerta. Lo que había sucedido sólo era un sueño, una pesadilla, una terrible pesadilla, y cuando abriera la puerta la volvería a ver inclinada ligeramente sobre la mesa, en la graciosa actitud de la mujer del cuadro de Chardin, Benedicite, que siempre le había parecido a él tan exquisita.

Sacó apresuradamente la llave del bolsillo, abrió la puerta y entró.

El cuarto no parecía estar deshabitado. La predilección por la limpieza era una de las cualidades de la mujer que más lo habían complacido. El ejemplo de su casa le había inculcado el gusto por la pulcritud y el orden, y cuando observó el instintivo afán de colocar cada cosa en su sitio, sintió en su corazón un afectuoso sentimiento. La alcoba se encontraba como si ella acabase de salir: los cepillos se hallaban en el tocador colocados a ambos lados del peine. Alguien había hecho la cama donde ella pasó la última noche, y su camisa, dentro de una funda, estaba sobre la almohada. Era imposible creer que Blanche no volviese a entrar nunca más en aquella habitación.

Stroeve sintió sed y se dirigió a la cocina para beber un poco de agua. Allí también estaba todo en orden. Los platos utilizados la noche de su riña con Strickland estaban en su sitio, después de haber sido fregados cuidadosamente. Los cuchillos y los tenedores habían sido guardados en un cajón. Debajo de una tapadera estaban los restos de un trozo de queso, y en una pequeña caja de metal se veía una corteza de pan. Ella iba todos los días a la compra, adquiriendo lo estrictamente necesario, por lo que nunca quedaba nada de un día para otro. Stroeve sabía, por las investigaciones policíacas, que Strickland se había marchado inmediatamente después de cenar, y el hecho de que Blanche hubiese lavado los platos y ordenado las cosas de costumbre le produjo un leve estremecimiento de horror. Su metódica manera de actuar hacía que el suicidio apareciese más deliberado. El dominio sobre sí misma de que había dado pruebas era espantoso. Una súbita angustia se apoderó de Stroeve y las rodillas le flaquearon de tal modo que estuvo a punto de caerse al suelo. Regresó a la alcoba y se echó en la cama. Entonces pronunció en voz alta el nombre de su mujer.

—¡Blanche! ¡Blanche!

El pensamiento de lo que ella había sufrido le era intolerable. Vio con la imaginación a su esposa, de pie en la cocina, en aquella cocina que era un poco mayor que un armario, lavando los platos, los vasos, los tenedores y las cucharas; la vio sacando brillo a los cuchillos y recogiéndolo todo, limpiando el fregadero y colgando el trapo de cocina para que se secase; el trapo estaba allí, un trapo de color gris, hecho jirones; por último la vio cuando lanzaba una ojeada final a su alrededor, para ver si todo quedaba en orden. La vio bajarse las mangas y quitarse el delantal —el delantal seguía colgando de una percha, detrás de la puerta—, y después coger el frasco de ácido oxálico e irse con él a la alcoba.

La angustia le hizo a Stroeve saltar del lecho y salir de la habitación. Se dirigió al estudio. Estaba a oscuras, pues habían corrido las cortinas del amplio ventanal. Dirk tuvo que descorrerlas. Un sollozo se escapó de su pecho al contemplar aquella estancia donde había sido tan feliz. Todo estaba en orden allí también. A Strickland le era indiferente cuanto lo rodeaba, y había vivido en el estudio de otro sin que se le ocurriera alterar la menor cosa. La habitación tenía un aspecto deliberadamente artístico. Encarnaba la idea que Stroeve tenía del ambiente propio para un hombre dedicado al arte. De las paredes pendían trozos de brocado antiguo y el piano estaba cubierto con un precioso paño de seda mate. En un rincón había una copia de la Venus de Milo y en otro una de la Venus de Médicis. Esparcidos al azar, veíanse objetos artísticos italianos y algún que otro bajorrelieve. Enmarcada en un magnífico marco se veía una copia del retrato de Inocencio X, de Velázquez, que Stroeve había pintado en Roma, y colocados en espléndidos marcos y en forma que resaltaban más, unas cuantas obras de Stroeve. El holandés se había sentido siempre muy orgulloso de su buen gusto. Le agradaba mucho el romántico ambiente del estudio, y aunque sintiera al contemplarlo como si le clavasen un puñal en el corazón, sin darse cuenta de lo que hacía, cambió ligeramente la posición de una mesa estilo Luis XV, que era uno de sus tesoros. Y de pronto, sus ojos se fijaron en un lienzo apoyado contra la pared. Era mucho mayor que los por él usados habitualmente y no pudo explicarse qué hacía allí. Se acercó y, cogiéndolo con una mano, lo inclinó un poco para ver de qué se trataba. Era un desnudo. El corazón empezó a latirle aceleradamente, al sospechar que el cuadro pertenecía a Strickland. Poseído por repentina furia, lo dejó contra la pared. ¿Por qué lo habría dejado allí? Pero su ademán hizo que el cuadro se cayera al suelo. No importaba de quién fuera; no podía dejarlo sobre el polvo y lo levantó. La curiosidad pudo más que él. Quiso examinarlo y lo colocó en el caballete, retrocediendo unos pasos para contemplarlo mejor.

Stroeve emitió un sonido entrecortado. El cuadro representaba una mujer reclinada en un sofá, con un brazo bajo la cabeza y el otro a lo largo del cuerpo; una de sus piernas estaba doblada y estirada la otra. La postura era clásica. A Stroeve empezó a darle vueltas la cabeza. Aquella mujer era Blanche. Sintió dolor, celos y rabia, y lanzó un grito ahogado. De pronto creyó haberse vuelto loco; apretó los puños y amenazó con ellos a un enemigo invisible. Empezó a gritar con todas sus fuerzas. Estaba fuera de sí. Le era imposible soportarlo; aquello era demasiado para él. Miró en torno suyo, buscando con sus ojos un instrumento cortante. Quería romper aquel lienzo en mil pedazos, destruirlo para siempre. Pero no encontró nada con que pudiera llevar a cabo su propósito. Entonces revolvió sus útiles de pintar, sin conseguir tampoco dar con lo que buscaba; parecía un demente. Al fin halló lo que quería, un largo raspador, y se lanzó sobre él con un grito de triunfo. Lo cogió como si fuese una daga y corrió hacia el cuadro.

Cuando Stroeve me contó esto, su excitación era tan grande como cuando ocurrió el incidente. Cogió un cuchillo de la mesa donde estábamos y lo blandió en el aire. Después levantó el brazo como si fuera a asestar el golpe, pero a continuación, abriendo la mano, lo dejó caer al suelo. Me miró con una trémula sonrisa en los labios. Se había quedado mudo.

—¿Y qué más? —pregunté.

—No sé lo que me sucedió. Estaba a punto de rasgar el cuadro, mi brazo se había levantado dispuesto a dar el golpe, cuando de pronto me pareció verlo…

—¿Ver el qué?

—El cuadro. Era una obra de arte. No pude tocarlo. Tuve miedo.

Stroeve hizo nuevamente una pausa y me miró con la boca abierta y los ojos desorbitados.

—Era un cuadro maravilloso. Me quedé sobrecogido de espanto. Había estado a punto de cometer un crimen horrible. Me alejé un poco para verlo mejor y mis pies tropezaron con el raspador. Y, al tener contacto con él, me estremecí.

Yo también experimenté en aquel momento algo de la emoción que Stroeve había sentido. Me encontraba bajo los efectos de una extraña impresión, como si de pronto me hubiesen transportado a un mundo en donde los valores fuesen distintos y yo me encontrase perdido, como un extranjero en un país donde las reacciones de los hombres ante las cosas familiares fueran distintas de las que conocía. Stroeve trató de hablar sobre aquel cuadro, pero sus palabras eran incoherentes, y tuve que hacer un esfuerzo para adivinar lo que quería decir. Strickland había roto las ligaduras que hasta entonces lo aprisionaban. Se había encontrado, no a sí mismo, como vulgarmente se dice, sino una nueva alma de insospechada fuerza. No era sólo la atrevida simplificación del dibujo lo que demostraba la experiencia de una rica y extraordinaria personalidad; no era sólo la pintura, aunque la carne estaba pintada con tan apasionada sensualidad que tenía algo de milagroso; no era sólo su densidad, que hacía se sintiera el peso del cuerpo, sino también su espiritualidad, una espiritualidad inquietante y nueva que arrastraba a la imaginación por insospechados derroteros, sugiriendo la existencia de regiones desérticas y sombrías, alumbradas únicamente por las estrellas eternas, donde el alma, desnuda, se aventura, temerosa, impelida por el ansia de descubrir nuevos misterios.

Si mi lenguaje es retórico, esto se debe a que también lo era el de Stroeve. ¿No se expresa el hombre, en sus momentos de emoción, en términos grandilocuentes con la mayor naturalidad? Stroeve trataba de expresar un sentimiento que hasta entonces le era desconocido y no sabía hacerlo con palabras vulgares. Era como un místico que tratase de describir lo inefable. Pero en sus palabras había algo que me permitió ver con toda claridad. La gente habla a la ligera de la belleza, y como usan de las palabras sin sentirlas, hablan de ella sin el menor cuidado, por lo que pierde su significado, y el concepto que encarna, al abandonar un centenar de objetos triviales, queda privado de dignidad. Afirman que es bello un vestido, un perro, un sermón, y cuando se encuentran ante la Belleza no la reconocen. El falso énfasis con que tratan de valorar sus mezquinos pensamientos embota su sensibilidad. Como el charlatán que se ve obligado a fingir la fuerza espiritual un día experimentada, esas personas pierden el poder de que han abusado. Pero Stroeve, el bufón sempiterno, poseía un amor y una comprensión por la belleza tan honrados y sinceros como sincera y honrada era su alma. Para él representaba lo que Dios para el creyente, y al verse frente a ella sentía miedo.

—¿Qué le dijo usted a Strickland cuando fue a verle?

—Lo invité a que fuera conmigo a Holanda.

Me quedé estupefacto. No pude hacer otra cosa que mirar a Stroeve con ojos estúpidos.

—Los dos amábamos a Blanche. En la casa de mis padres habría sitio para él, y creo que la compañía de personas pobres y sencillas hubiera hecho mucho bien a su alma. Estoy seguro de que hubiese aprendido de ellas algo que le sería útil.

—¿Y qué le contestó él?

—Sonrió ligeramente. Supongo que me tomó por un tonto. Dijo que tenía otras cosas que hacer y me regaló el cuadro de Blanche.

Me pregunté por qué habría hecho Strickland aquello, pero no opuse ningún comentario y durante algún tiempo guardamos silencio.

—¿Qué ha hecho usted de sus cosas? —le pregunté al fin.

—Llamé a un judío y me las compró por un tanto alzado. Mis cuadros me los llevo a casa, y son, con una maleta con ropa y unos cuantos libros, lo único que poseo en el mundo.

—Me alegro de que se vaya usted a su casa —dije.

A mi modo de ver, su único recurso era olvidar lo pasado, y confiaba en que el dolor, que le parecía insoportable, se iría mitigando poco a poco con el tiempo, hasta que la misericordia del olvido le permitiese cargar una vez más con el peso de la vida. Era aún joven, y pasados unos cuantos años recordaría sus penas actuales con una melancolía no exenta de placer. Más tarde o más temprano se casaría con una honrada holandesa, y estoy seguro de que sería feliz. Hube de sonreír al pensar en los numerosos cuadros malos que aún pintaría antes de morir.

Al día siguiente salió para Ámsterdam.