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Pasé casi una semana sin ver a Stroeve, hasta que un día, poco después de las siete de la tarde, compareció en mi casa para invitarme a cenar. Iba de luto riguroso y en su bombín llevaba una ancha cinta negra. Incluso su pañuelo estaba ribeteado de negro. A juzgar por su afligido aspecto, se hubiera dicho que había perdido en una catástrofe a toda su familia, incluso a los parientes más lejanos. Pero su gordura y sus rubicundas mejillas hacían que su luto fuese un poco incongruente. Era cruel que su terrible desgracia pareciera bufa.

Stroeve me dijo que había decidido marcharse de París, aunque no a Italia, como yo le había sugerido, sino a Holanda.

—Salgo mañana. Quizá sea la última vez que nos veamos.

Yo le contesté adecuadamente, y una leve sonrisa apareció en sus labios.

—Hace cinco años que no voy a casa de mis padres. Creo que me había olvidado por completo de ella. He vivido tan alejado de allí que me parecía como si nunca me atreviera a volver, pero en la actualidad es el único refugio que tengo.

Con el corazón destrozado y dolorido, sus pensamientos se volvían hacia el dulce cariño de su madre. Parecía sentir el peso del ridículo que había soportado durante tantos años, y el golpe final de la traición de Blanche lo privó de la alegre indiferencia con que lo había tomado todo. Ya no podía reírse con los que se reían de él. Era un desterrado. Me contó su infancia pasada en la casita de ladrillos, y me habló de su madre y del amor que ésta sentía por el orden. Su cocina era un prodigio de limpieza. Todo estaba siempre en su sitio; en toda la casa no se veía una mota de polvo. La limpieza era en su madre una verdadera manía. Me imaginé a una pulcra viejecita de mejillas como manzanas, trabajando afanosamente de la mañana a la noche durante años y años para conservar su casa limpia y aseada. Su padre era un viejo enjuto, con las manos nudosas por el trabajo, silencioso y erguido. Por las noches leía el periódico en voz alta, mientras su mujer y su hija, casada ésta con el capitán de un barco pesquero, se inclinaban afanosamente sobre su costura, no queriendo perder un momento. Nunca sucedía nada en aquella pequeña ciudad, que el progreso de la civilización parecía haber dejado atrás, y los años se sucedían hasta que llegaba la muerte, que era como una amiga, para dar el merecido descanso a aquellos que habían trabajado con tanta inteligencia.

—Mi padre quería que fuese carpintero, como él. Durante cinco generaciones, el negocio fue pasando de padres a hijos. Quizá consista en esto la sabiduría de la vida; seguir las huellas del padre, sin mirar a derecha ni a izquierda. De niño solía decir que me casaría con la hija del guarnicionero que vivía al lado de casa. Era una muchachita de ojos azules y rubias trenzas. Ella hubiera tenido un hijo que continuara el negocio de la familia después de mi muerte.

Stroeve dejó escapar un leve suspiro y permaneció silencioso. Soñaba con las cosas que podían haber sido y añoraba la seguridad de una vida que había despreciado.

—El mundo es duro y cruel. Nos encontramos en él sin saber por qué y vamos no sabemos dónde. Debemos avanzar por la vida tan discretamente que el hado no repare en nosotros. Hay que buscar el amor de las gentes sencillas e ignorantes. Su ignorancia es superior a toda nuestra sabiduría. No alborotemos, permanezcamos en nuestro pequeño rincón, humildes y amables como ellos. Esta es la sabiduría de la vida.

Me pareció que era su espíritu el que se expresaba así y me rebelé contra su renunciación, pero no dije nada.

—¿Qué es lo que lo decidió a dedicarse a la pintura? —pregunté.

Stroeve se encogió de hombros.

—Tenía mucha facilidad para el dibujo. En el colegio obtuve algunos premios. Mi pobre madre estaba orgullosa de mí y me regaló una caja de pinturas. Enseñaba mis obras al pastor, al médico y al juez. Más tarde me mandaron a Ámsterdam para ver si obtenía una beca. La conseguí. Mi madre no cabía en sí de felicidad, y, aunque sintió muchísimo que yo me marchase, sonreía, no queriendo dejar transparentar su dolor. Le entusiasmaba que su hijo fuese artista. Mis padres habían ahorrado, a costa de muchas privaciones a fin de que yo tuviese lo suficiente para vivir, y cuando se exhibió en Ámsterdam mi primer cuadro, fueron a verlo en compañía de mi hermana. Mi madre lloró cuando lo vio. —Los bondadosos ojos de Stroeve brillaron—. En todas las paredes de nuestra vieja casa hay cuadros míos colocados en bellos marcos dorados.

Stroeve rebosaba de orgullo en aquel momento. Yo pensaba en las frías escenas de sus pinturas, con sus pintorescos campesinos, sus cipreses y sus olivares. Debían de ofrecer un aspecto bastante extraño, colocados en aquellos llamativos marcos, colgados de las paredes de una casa de campesinos.

—Mi madre creyó que me hacían un gran favor al permitirme que fuera un artista, pero quizá hubiese sido mejor que hubiera prevalecido la voluntad de mi padre. Yo sería ahora un honrado carpintero.

—Y puesto que ya sabe usted lo que el arte puede ofrecer, ¿cambiaría su vida? ¿No le importaría haber dejado de gozar todo el placer que el arte le ha proporcionado?

—¡El arte es la cosa más grande del mundo! —contestó después de una pausa.

Me miró pensativamente durante unos segundos. Parecía vacilar. A continuación dijo:

—¿Sabe usted que he ido a ver a Strickland?

—¿Que ha ido usted a verlo?

Me quedé atónito. Yo suponía que le sería odioso hasta pensar en él. En los labios de Stroeve se dibujó una débil sonrisa.

—Ya sabe usted que apenas tengo dignidad.

—¿Qué quiere usted decir con eso?

Y a continuación me contó una singular historia.