Las circunstancias de la muerte de Blanche Stroeve hicieron precisas una serie de formalidades embarazosas, pero al fin se nos autorizó para que la enterráramos. Sólo Dirk y yo acompañamos el cadáver al cementerio. Nuestro vehículo fue al paso, pero al regreso lo hicimos al trote y a mí me pareció algo horrible la forma en que el cochero del coche fúnebre azuzaba a los caballos. Parecía despedir a los muertos encogiéndose de hombros. De vez en cuando veía tambalearse ante nosotros al coche fúnebre vacío, y nuestro cochero tuvo también que arrear sus caballos para no quedar atrás. Asimismo yo sentía deseos de terminar aquel asunto cuanto antes. Empezaba a cansarme de aquella tragedia que, en realidad, no me importaba, y pretendiendo distraer a Stroeve, cambié de tema.
—¿No cree usted que le convendría pasar una temporada fuera de París? —le dije—. Ahora ya no hay razón para que se quede.
Stroeve no contestó, y yo continué, implacable:
—¿Tiene usted algún plan para el futuro?
—No.
—Debe usted sobreponerse a todo y procurar organizar su vida de nuevo. ¿Por qué no se va a trabajar a Italia?
Tampoco me contestó, pero el cochero acudió en mi ayuda. De pronto disminuyó la marcha y se inclinó hacia nosotros para decirnos algo. Yo no lo oí y tuve que sacar la cabeza por la ventanilla. Preguntaba dónde queríamos que nos dejase. Le contesté que esperara un poco.
—Lo mejor será que se venga usted a almorzar conmigo —dije a Dirk—. Voy a decir al cochero que nos deje en la plaza Pigalle.
—No… Deseo ir a mi casa.
Titubeé un momento.
—¿Quiere que lo acompañe?
—No, prefiero ir solo.
—Está bien.
Di al cochero la dirección y continuamos en silencio. Dirk no había vuelto a su casa desde el trágico día en que condujeron a Blanche al hospital. Me alegré de que no quisiera que lo acompañase, y cuando nos despedimos en la puerta me alejé con una sensación de alivio en el corazón. Sentí una alegría nueva al caminar por las calles de París, y miré con ojos sonrientes a los transeúntes. Era un hermoso y soleado día y experimenté con más viveza que nunca la alegría de vivir. No pude evitarlo, pero lo cierto es que me olvidé de Stroeve y de su dolor. Quería divertirme.