35

Apenas recuerdo cómo pasamos aquel día. Stroeve no podía quedarse solo, y yo agoté mis fuerzas tratando de distraerlo. Lo llevé al Louvre, y aunque Stroeve fingía contemplar los cuadros, comprendí que sus pensamientos estaban constantemente fijos en su mujer. Lo obligué a almorzar y después a que se echara un poco, pero le era imposible dormir. Aceptó gustoso la invitación que le hice para que se quedara conmigo. Le di libros para que se entretuviera leyendo, pero al cabo de una página o dos dejaba el libro y se quedaba mirando tristemente el espacio. Durante la noche jugamos innumerables partidas de piquet, y el infeliz, queriendo agradecer mis esfuerzos, trataba de interesarse en el juego. A última hora le di un soporífero y cayó en un tranquilo sueño.

Cuando llegamos al hospital nos encontramos con una enfermera. Nos dijo que Blanche parecía estar un poco mejor, y entró en la habitación para preguntarle si quería ver a su marido. Oímos dentro un ruido de voces y a los pocos minutos apareció la enfermera, la cual nos dijo que Blanche no quería ver a nadie. Le habíamos pedido que si la enferma se negaba a ver a Dirk le preguntase si yo podía entrar, pero también se negó a ello. Los labios de Dirk temblaron.

—No me atrevo a insistir —dijo la enfermera—. Está demasiado grave. Quizá cambie de parecer dentro de uno o dos días.

—¿Desea ver a alguna otra persona? —preguntó Dirk, con voz tan baja que casi fue un susurro.

—Dice que sólo quiere que la dejen en paz.

Dirk movió las manos de un modo extraño, como si éstas tuvieran vida propia, desconectadas de su cuerpo.

—¿Quiere usted decirle que si desea ver a alguien yo se lo traeré? Sólo quiero que sea feliz.

La enfermera lo miró con sus tranquilos y bondadosos ojos, que conocían todo el dolor y toda la miseria del mundo y que, sin embargo, fijos en la visión de un mundo sin pecado, permanecían serenos.

—Se lo diré cuando se calme un poco.

Dirk, llevado de su compasión, le suplicó que fuese a preguntárselo enseguida.

—Eso podría curarla. Le ruego que se lo pregunte ahora.

La enfermera, con una leve sonrisa de piedad en los labios, entró en la habitación. Oímos su voz suave y acto seguido la respuesta dada en un tono que yo no reconocí.

—¡No, no y no!

La enfermera volvió junto a nosotros y movió la cabeza.

—¿Era ella la que hablaba? —pregunté—. Su voz ha sonado de una forma muy extraña.

—Al parecer, el ácido le ha quemado las cuerdas vocales.

Dirk dejó escapar un gemido de desesperación. Le rogué que me esperase fuera, pues quería decir algo a la enfermera. No me hizo la menor pregunta sobre mis propósitos y se alejó silenciosamente. Parecía haber perdido por completo la voluntad; era como un niño obediente.

—¿No le ha dicho a usted por qué hizo eso? —pregunté a la enfermera.

—No. Se niega a hablar. Permanece en la cama sin moverse. Se pasa inmóvil horas enteras. Pero llora constantemente. Tiene la almohada empapada en llanto. Está demasiado débil para utilizar el pañuelo y deja correr libremente sus lágrimas.

Sentí que se me oprimía el corazón. En mi pecho brotó un violento odio contra Strickland y noté que mi voz temblaba al despedirme de la enfermera.

Encontré a Dirk esperándome a la puerta. Parecía no ver nada y no se dio cuenta de mi presencia hasta que le toqué en el brazo. Nos alejamos del hospital en silencio. Intenté imaginarme lo que había sucedido para que la infeliz joven hubiese dado aquel terrible paso. Suponía que Strickland estaba enterado de lo ocurrido, pues la policía debía de haber ido a preguntarle alguna cosa. Ignoraba dónde se encontraría en aquel momento, aunque estaba casi seguro de que debía de haber vuelto a sucia buhardilla que le servía antes de estudio. No dejaba de ser curioso que ya se negase ella a verlo. Quizá se opusiera a que lo llamaran porque sabía que él se negaría a ir. Me pregunté qué abismo de crueldad había llegado a entrever para que, horrorizada ante su visión, se negara a vivir.