Aunque yo estaba tan convencido como Stroeve de que las relaciones de Strickland con Blanche terminarían de un modo desastroso, no esperaba un final tan trágico como el que tuvieron. Llegó el verano; el calor era bochornoso, y ni durante la noche refrescaba para alivio de nuestros extenuados nervios. Las calles, abrasadas por el sol, parecían despedir el calor que habían recibido durante el día, y los viandantes circulaban por ellas arrastrando fatigosamente los pies. Hacía varias semanas que no veía a Strickland. Ocupado en otras cosas, había dejado de pensar en él y en sus asuntos. Dirk terminó por cansarme con sus vanas lamentaciones, y yo evitaba su compañía. Tratábase de un sórdido drama y no me sentía inclinado a preocuparme más de él.
Una mañana me encontraba trabajando en pijama. Mis pensamientos divagaban, añorando las soleadas playas de Bretaña y la fresca brisa del mar. A mi lado tenía la taza vacía, en la que la portera me había servido el café au lait, y el trozo de cruasán que por falta de apetito había dejado. Oía a la portera que, en la habitación de al lado, vaciaba el baño. De pronto sonó la campanilla, pero dejé que ella fuese a abrir. Oí la voz de Stroeve, que preguntaba si yo estaba en casa. Le grité, sin moverme de sitio, que entrase. Stroeve entró precipitadamente en la habitación y se abalanzó sobre la mesa ante la que me hallaba sentado.
—¡Se ha suicidado! —exclamó con voz ronca.
—¿Qué quiere usted decir?
Stroeve movió los labios como si fuera a hablar, pero no emitió ningún sonido. Balbució unas palabras con la expresión de un idiota. Mi corazón latía violentamente, y, sin saber por qué, monté en cólera.
—¡Por el amor de Dios, domine sus nervios! —grité—. ¿Qué diablos está usted diciendo?
Stroeve hizo algunos ademanes de desesperación, sin lograr tampoco articular palabra. Parecía haberse tornado mudo. No sé lo que me sucedió en aquel momento; lo cogí por los hombros y lo sacudí con todas mis fuerzas. Ahora, al recordar aquella escena, me siento abochornado por mi acción. Supongo que las últimas noches, pasadas sin dormir, habían alterado mis nervios más de lo que suponía.
—Permítame que me siente —murmuró al fin.
Llené un vaso de agua de Saint-Galmier y se lo di a beber. Tuve que colocarle el vaso en los labios, como si fuera un niño. Stroeve bebió un sorbo, derramando parte del contenido del vaso sobre la pechera de su camisa.
—¿Quién se ha suicidado?
Ignoro por qué le hice la pregunta, pues de sobra sabía de quién se trataba. Stroeve hizo un esfuerzo para dominarse.
—Anoche se pelearon y Strickland se marchó.
—Pero ¿está seguro de que ella ha muerto?
—No, pero la han llevado al hospital.
—Entonces ¿qué es lo que quiere usted decir? —exclamé, impaciente—. ¿Por qué me ha dicho que se había suicidado?
—No se ponga así, pues en este caso no podré contarle nada.
Apreté los puños, tratando de dominar mi irritación. Hice un esfuerzo y sonreí.
—Lo siento. Tómese el tiempo que quiera. No tengo prisa.
En sus redondos y azules ojos se reflejaba un terror indescriptible. Los cristales de aumento de sus gafas los deformaban.
—La portera subió esta mañana con una carta y tocó el timbre de la puerta. No obtuvo contestación, pero oyó que alguien se quejaba dentro. La puerta no estaba cerrada con llave, y la portera entró. Blanche yacía en la cama en grave estado. Sobre la mesa había una botella de ácido oxálico.
Stroeve ocultó el rostro entre sus manos y se tambaleó, gimiendo.
—¿Había perdido el conocimiento?
—No… ¡Si usted supiera cómo sufre! No puedo, no puedo soportarlo…
Su voz fue creciendo hasta acabar en un grito.
—¡Diantre…! ¡Usted no es el que ha de soportarlo! —grité impaciente—. Es ella.
—¿Cómo puede ser usted tan cruel?
—¿Qué hizo usted cuando lo supo?
—La portera me avisó y llamó a un médico y a la policía. Yo le había dado veinte francos y le había rogado que me buscara si sucedía algo.
Stroeve hizo una pausa, y comprendí que lo que iba a decirme le resultaba muy doloroso.
—Cuando llegué, mi mujer se negó a verme. Les dijo a los demás que me echaran de allí. Juré que se lo perdonaba todo, pero se negó a escucharme. Trató de golpearse la cabeza contra la pared. El médico me pidió que me fuese. Blanche continuaba gritando: «¡Que se vaya! ¡Que se vaya!» No me quedó otro remedio que salir y esperar en el estudio. Cuando llegó la ambulancia y la colocaron en la camilla, me hicieron entrar en la cocina, para que ella no descubriese que aún estaba allí.
Mientras me vestía —Stroeve se empeñó en que lo acompañase al hospital—, me dijo que había logrado que su mujer tuviera una habitación individual, con el fin de evitarle, al menos, la promiscuidad de las salas. Durante el camino me explicó por qué deseaba mi presencia. Si Blanche seguía negándose a verle, quizá a mí me fuera posible hablarle. Me suplicó que le dijera que la amaba todavía, que no le reprochaba nada y que sólo deseaba ayudarla; que no pretendía hacer valer sus derechos sobre ella, y que, cuando se curase, no trataría de convencerla para que volviera a su lado; sería libre de hacer lo que considerara más conveniente.
Pero cuando llegamos al hospital, un edificio triste y desagradable, cuya sola vista encogía el corazón, y después de haber subido por interminables escaleras y atravesado largos pasillos pasando de un funcionario a otro, dimos con el médico encargado del caso. Nos dijo que la enferma estaba demasiado grave para recibir visitas aquel día. El médico era un hombrecillo de barba canosa, vestido de blanco y modales bruscos. Evidentemente, consideraba a los enfermos como simples enfermos y a los inquietos parientes como una calamidad a la que había que hacer frente con energía. Además, aquel caso era para él de lo más vulgar. Se trataba de una mujer histérica que, después de reñir con su amante, había ingerido un veneno; esto sucedía con extraordinaria frecuencia. Al principio creyó que Dirk era el causante del desastre y se mostró excesivamente brusco con él. Cuando le dije que Dirk sólo era el marido y que estaba ansioso de perdonar, empezó a mirarlo con ojos curiosos y escrutadores. Me pareció descubrir en ellos un destello de burla. Realmente, el aspecto de Stroeve era el de un marido engañado. El doctor se encogió ligeramente de hombros.
—No hay peligro inmediato —repuso, contestando a nuestras preguntas—. No sabemos la cantidad de veneno que pudo tomar. Puede ser que escape sólo con el susto. Es muy frecuente que las mujeres se suiciden por amor. Pero generalmente no aciertan. A menudo no se trata más que de un intento de provocar la piedad o el terror en el amante.
En el tono de su voz descubrí un frío desprecio. Evidentemente, Blanche Stroeve sólo era para él una unidad que añadir a la estadística de suicidios frustrados en la ciudad de París durante aquel año. Tenía mucho que hacer y no podía perder el tiempo con nosotros. Nos dijo que volviésemos a cierta hora del día siguiente, y si Blanche estaba mejor, su marido podría verla.