Dos o tres días después, Dirk Stroeve se presentó en mi casa.
—He sabido que ha visto usted a Blanche —me dijo.
—¿Cómo diablos se ha enterado?
—Me lo ha dicho una persona que lo vio a usted con ellos. ¿Por qué no me lo dijo?
—Porque creí que le causaría un dolor innecesario.
—¿Y eso qué importa? Usted debía saber que yo deseo conocer todo cuanto a ella se refiera.
Esperé a que me preguntase.
—¿Qué aspecto tiene?
—El mismo de siempre.
—¿Parece feliz?
Me encogí de hombros.
—¿Quién podría decirlo? Estábamos en un café. Strickland y yo jugábamos una partida de ajedrez. No tuve ocasión de hablar con ella.
—Pero ¿no pudo adivinarlo por la expresión de su rostro?
Negué con la cabeza. Sólo pude decirle que ni sus palabras ni sus gestos me habían permitido averiguar cuáles eran sus sentimientos. Él debía de conocer mejor que yo su capacidad para dominarse. Dirk se retorció las manos nerviosamente.
—Estoy asustado. Presiento que va a suceder algo terrible, y no me es posible evitarlo.
—¿Qué es lo que usted sospecha?
—No lo sé —gimió, cogiéndose la cabeza con las manos—. Pero temo que sobrevenga una terrible catástrofe.
Stroeve había sido siempre muy excitable, y en aquel momento estaba fuera de sí; parecía haber perdido la razón. Pensé que era muy probable que a Blanche Stroeve le pareciera un día poco agradable la vida al lado de Strickland, pero uno de los proverbios más falsos que existen es aquel que dice que se debe yacer en la cama que uno mismo ha hecho. La experiencia de la vida demuestra que los seres humanos realizan cosas que deberían conducirlos a la ruina, logrando, sin embargo, por un motivo u otro, rehuir muchas veces las consecuencias de su locura. Cuando Blanche riñera con Strickland no tenía más que separarse de él. Su marido la esperaba humildemente, dispuesto a perdonar y a olvidar. En consecuencia, no me sentía inclinado a compadecerla demasiado.
—Pero usted no la ama —dijo Stroeve.
—Después de todo, no hay nada que demuestre que sea desgraciada. Incluso podríamos decir, por lo que sabemos, que se trata de una pareja feliz.
Stroeve me miró con ojos acongojados.
—Naturalmente, a usted no lo preocupa, pero para mí es una cuestión muy seria, extraordinariamente seria.
Lamenté haber dicho algo que hubiera podido parecer irónico.
—¿Quiere usted hacer algo por mí? —me preguntó Stroeve.
—Con mucho gusto.
—¿Querría escribir a Blanche en mi nombre?
—¿Por qué no lo hace usted mismo?
—Le he escrito ya varias cartas, pero no espero que me conteste. Ni siquiera creo que las haya leído.
—Usted no cuenta con la curiosidad femenina ¿Cree que podrá resistir la tentación?
—Tratándose de mí, sí.
Le dirigí una rápida mirada. Dirk bajó los ojos. Su respuesta me pareció por demás humillante. Se había dado cuenta de que su mujer lo miraba con profunda indiferencia, y estaba convencido de que la vista de su escritura no le afectaría lo más mínimo.
—¿Cree usted realmente que algún día volverá a su lado?
—Quiero que sepa que si alguna vez sucede lo peor, siempre podrá contar conmigo. Esto es lo que quiero que le diga.
—En fin, ¿qué es lo que desea usted que escriba?
He aquí la carta que redacté:
Apreciada Mrs. Stroeve:
Dirk me ha rogado que le comunique que si alguna vez lo necesita usted, se alegrará mucho de poder serle útil. No le guarda el menor rencor por todo lo sucedido. El amor que siente por usted continúa inalterable. Lo encontrará usted en todo momento en la dirección que indico.