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Estuve varias semanas sin ver a Strickland. Me sentía disgustado con él, y me hubiera agradado decírselo si se hubiese presentado la ocasión. Pero me pareció que este motivo no era suficiente para buscarlo. Me cuesta bastante mostrarme indignado por cuestiones de moralidad, ya que en tal indignación hay siempre una especie de complacencia personal que repugna al que posee un poco de sentimiento humorístico. Necesitaría estar muy furioso para correr el riesgo de caer en el ridículo. Además, la sarcástica sinceridad de Strickland hacía que yo detestase fingir lo más mínimo.

Pero una tarde iba yo por la avenida de Clichy cuando, al pasar por delante del café que Strickland frecuentaba y al que yo no concurría ya, me encontré con él. Lo acompañaba Blanche Stroeve, y se dirigían en busca del rincón favorito de Strickland.

—¿Dónde diablos ha estado usted durante todo este tiempo? —me preguntó—. Creí que se habría marchado.

Su cordialidad era prueba de que no ignoraba que yo no sentía el menor deseo de hablar con él. Pero Strickland no era hombre con quien se perdiera el tiempo en cortesías.

—No —repuse—, no me he marchado.

—Entonces ¿por qué no ha venido usted por aquí?

—En París hay muchos otros cafés donde pasar el rato.

Blanche me tendió la mano y me dio las buenas noches. No sé por qué razón esperaba encontrarla cambiada; vestía el mismo traje gris, pulcro y correcto, que solía llevar a menudo; su frente continuaba siendo tan cándida y sus ojos tan serenos como cuando la había visto entregada a sus quehaceres de ama de casa en el estudio de Stroeve.

—Venga y jugaremos una partida de ajedrez —me dijo Strickland.

En aquel momento no se me ocurrió ninguna excusa para dejarlos, y confieso que los seguí de bastante mala gana hasta la mesa en que Strickland solía sentarse. Él pidió el tablero de ajedrez y las piezas. Tanto Strickland como Blanche parecían haber aceptado la situación con tal naturalidad que creí absurdo tomarla de otra forma. Mrs. Stroeve estuvo contemplando el desarrollo de la partida con expresión inescrutable. No despegó los labios una sola vez, pero esto no era de extrañar, pues siempre había sido una mujer muy callada. Observé su boca, tratando de sorprender en ella algún gesto que pudiera indicarme lo que sentía; estudié su mirada, deseoso de descubrir un chispazo revelador, algún indicio de desesperación o de amargura; busqué en su frente alguna fugaz arruga que sugiriese la existencia de una emoción; mas su rostro era una máscara impasible y muda. Sus manos permanecían sobre su regazo, inmóviles, fuertemente enlazadas. Por lo que me habían contado, sabía que era una mujer de genio vivo, y la injuriosa bofetada que había propinado a Dirk, al hombre que la quiso con tanto fervor, demostraba que poseía un carácter violento y una horrible crueldad. Había abandonado la segura protección de su marido y el bienestar halagüeño de su morada por algo que no podía por menos de considerar un azar, lo que hacía suponer en ella un ansia de aventuras, un temperamento arriesgado que el celo con que había cuidado de su hogar y sus preocupaciones de buena ama de casa hacían que resultase más extraordinario. Debía de ser una mujer de carácter complicado, y había algo dramático en el contraste que esto formaba con su tranquila apariencia.

Aquel encuentro me excitó e hizo volar mi fantasía, mientras trataba de concentrar mi atención en el juego. Procuraba siempre vencer a Strickland, ya que éste era un jugador que despreciaba al adversario vencido, y el júbilo que sentía cuando resultaba victorioso hacía que la derrota fuera muy difícil de soportar. Por el contrario, si el vencido era él, aceptaba el descalabro con excelente humor. No sabía ganar, pero, en cambio, sabía perder. Los que creen que los hombres revelan su carácter en el juego pueden extraer sutiles deducciones de lo que acabo de decir.

Cuando terminamos la partida, llamé al camarero y pagué nuestras consumiciones. A continuación me separé de ellos. Nuestro encuentro no tuvo nada de extraordinario. No se dijo ni una sola palabra que me diera un indicio de lo que ocurría, y cualquier juicio que yo hubiese podido formar hubiera carecido de fundamento. Todo aquello me intrigó bastante. Me hubiera sido imposible decir cómo se llevaban. Habría dado cualquier cosa por convertirme en un espíritu sin cuerpo y poder verlos cuando se encontraban en el estudio y oír lo que hablaban. Mi imaginación no tenía el más leve indicio para fundamentar una opinión.