Sin embargo, la cama que yo me había preparado era lo bastante incómoda para no permitirme dormir a gusto, y esto fue causa de que pensara largo tiempo en lo que el desgraciado holandés me había contado. Ya no me sorprendía tanto la conducta de Blanche Stroeve, pues comprendí que era el simple resultado de una atracción física. No creo que ella hubiese sentido nunca un verdadero amor por su marido, y lo que yo había tomado por tal no era otra cosa que la respuesta femenina al cariño y a las atenciones del esposo, si bien es cierto que en la imaginación de muchas mujeres esto suele tomarse por amor. Se trata, por decirlo así, de un sentimiento pasivo que cualquier hombre puede despertar, lo mismo que las enredaderas pueden nacer en todos los árboles. La sabiduría del mundo reconoce su fuerza cuando incita a la mujer a casarse con el hombre que la ama, en la seguridad de que el amor vendrá más tarde. Es un sentimiento constituido por la satisfacción que produce la seguridad, por el orgullo de lo propio, el placer de ser deseada y por el regalo del hogar, y la vanidad femenina trata de darle un valor idealizado. En suma, se trata de un sentimiento que no puede luchar contra la pasión. Me pareció que toda la honda antipatía que Blanche Stroeve sentía hacia Strickland tenía como origen un vago elemento de atracción sexual. Pero ¿quién soy yo para tratar de resolver los misteriosos problemas del sexo? Tal vez la pasión de Stroeve hacia su mujer excitaba en ella, sin satisfacerla, esa parte de su naturaleza, y la joven odiaba a Strickland porque presentía en él la existencia del poder capaz de proporcionarle lo que necesitaba. Claro que era profundamente sincera cuando se opuso a los deseos de su marido de llevar a Strickland a su casa; a mi juicio, Blanche sentía miedo de él, si bien ignoraba la causa, y no pude por menos de recordar que en aquella ocasión Blanche había previsto el desastre. Creo que, debido a un proceso inexplicable, el horror que sentía hacia Strickland era un reflejo del que sentía hacia sí misma al verse tan extrañamente turbada por él. El aspecto de Strickland era tosco, montaraz; sus ojos tenían un mirar abstraído, y su boca era sensual. Era, además, fuerte y corpulento. Daba la sensación de ser un hombre de indómitas pasiones, y tal vez Blanche hubiera percibido en él aquel siniestro elemento que a mí me había hecho pensar en los seres salvajes de la Prehistoria, cuando la materia, aún en conexión con la tierra, parecía, no obstante, poseer ya un espíritu propio. Si Strickland debía causar a Blanche alguna impresión, ésta tenía que ser, inevitablemente, de amor o de odio. Y Blanche le odiaba.
Supongo también que la diaria intimidad con el enfermo debió de afectarla de una forma singular. Blanche levantaba la cabeza de Strickland para darle de comer, sentía el peso de ella sobre su mano, y después de haberle dado de comer, había de limpiarle su boca sensual y su barba roja. Blanche tenía que lavarle las manos, aquellas manos velludas, y, al secárselas, se daría cuenta de que, a pesar de su debilidad, eran fuertes y nervudas. Los dedos de Strickland eran grandes; eran los dedos hábiles y expertos del artista, e ignoro qué turbadores pensamientos hacían nacer en la imaginación de Blanche. Strickland dormía con sueño tranquilo, sin hacer el menor movimiento, dando la impresión de que estaba muerto. Parecía un animal salvaje descansando después de una larga correría en busca de alimento. Blanche pensaría con curiosidad en las extrañas quimeras que poblarían sus sueños. ¿Soñaría con una ninfa que huyera por los bosques de Grecia perseguida por un sátiro? La ninfa huía con pie ligero, desesperada. El sátiro se iría acercando a ella lentamente, hasta llegar a sentir su cálido aliento en la mejilla. Ella seguiría corriendo silenciosamente, y silenciosamente continuaría él persiguiéndola. Cuando al fin la hubiera alcanzado, ¿sería de terror o de éxtasis el estremecimiento que agitaría su corazón?
Blanche Stroeve era víctima de un cruel anhelo. Quizá continuase odiando a Strickland, pero lo deseaba, y todo lo que hasta entonces había constituido su vida perdió de pronto su valor. Dejó de ser una mujer compleja, enojadiza, cariñosa, responsable e irreflexiva, para convertirse en una bacante, en un puro deseo.
Sin embargo, es muy posible que esto no sean más que imaginaciones mías, y tal vez se debiera todo a que estaba cansada de su marido, marchándose con Strickland sólo por curiosidad. A lo mejor no sentía nada por él, teniendo el ocio y la profundidad la culpa de que sucumbiera a su deseo, encontrándose después presa de su propia maquinación. ¿Cómo podía yo saber lo que pensaba y lo que sentía la mujer de Stroeve tras de aquella plácida frente y tras de aquellos fríos ojos grises?
Pero si uno no puede estar seguro de nada tratándose de criaturas tan extrañas como los seres humanos, en cambio la conducta de Blanche Stroeve podía explicarse de muchas maneras, todas completamente lógicas. La de Strickland, por el contrario, me desconcertó. Inútilmente me devané los sesos tratando de dar con una razón que justificase su acto, tan contrario al concepto que yo tenía de él. No era extraño que hubiese traicionado de aquella forma la confianza de su amigo, ni que hubiera vacilado en satisfacer un capricho, aun a costa de la felicidad ajena. Esto estaba de acuerdo con su carácter, ya que Strickland era un hombre que no tenía la menor idea de la gratitud ni de la compasión. Los sentimientos más comunes en la mayoría de nosotros no existían en él, y sería tan absurdo criticarlo por ello como censurar al tigre por su ligereza y crueldad. Pero lo que yo no alcanzaba a comprender era que se hubiese encaprichado de una mujer.
Me costaba creer que Strickland se hubiese enamorado de Blanche Stroeve. Lo consideraba incapaz de amar a nadie. El amor es un sentimiento cuya esencia es la ternura, y Strickland no podía sentirla ni hacia sí mismo ni hacia los demás. En el amor se da una especie de debilidad, un deseo de protección, un ansia de hacer bien y de agradar; cuando no está hecho de la más pura abnegación, se trata de un egoísmo maravillosamente disimulado. El amor, por otra parte, supone cierta timidez, y yo no podía imaginar esta cualidad en Strickland. Por último, el amor es absorbente y transforma al amante en otro hombre; el más perspicaz, aunque piense en ello, no admite que su amor pasará; el amor da forma a una ilusión y el hombre prefiere esta ilusión a la realidad; el amor agiganta al individuo y, al mismo tiempo, lo empequeñece. El enamorado deja de ser quien es. Ya no es un individuo, sino una cosa, un instrumento con un fin extraño a su personalidad. El amor no carece nunca de sentimentalismo, y Strickland era el hombre menos sentimental que he conocido. Me resistía a creer que pudiera sufrir el dominio de otro, tal como acontece a veces en el amor. Jamás había podido soportar el yugo ajeno. Lo creía capaz de arrancar de su corazón, aunque fuese a costa de una verdadera agonía, aunque quedase deshecho y ensangrentado, cualquier cosa que se interpusiese entre él y aquel anhelo incomprensible que lo empujaba sabe Dios hacia dónde. Si he conseguido descubrir en parte la complicada impresión que Strickland me producía, nadie se sentirá ofendido si afirmo que era a la vez demasiado grande y demasiado pequeño para poder amar.
Pero supongo que la idea que cada cual tiene del amor está formada de acuerdo con su idiosincrasia y, por lo tanto, es distinta en cada uno de nosotros. Un hombre como Strickland tenía necesariamente que amar de una forma especial. Y resulta vano intentar el análisis de sus sentimientos.