Guardé silencio durante unos instantes, pensando en lo que Stroeve acababa de decirme. Su debilidad me indignaba, y a Stroeve no se le escaparon mis sentimientos.
—Usted conoce tan bien como yo la buhardilla donde vivía Strickland —me dijo con trémulo acento—. No podía permitir que ella se fuese a vivir allí. No podía…
—Eso es cosa suya —contesté.
—¿Qué hubiera hecho usted en mi lugar? —me preguntó.
—Ella no ignoraba lo que hacía. Si después hubiera tenido que sufrir algunas incomodidades, eso era cuenta suya.
—De acuerdo, pero usted no está enamorado de ella.
—¿Y usted la sigue queriendo?
—Más que nunca. Strickland no es un hombre que haga feliz a las mujeres. Eso no puede durar. Y yo quiero que Blanche sepa que nunca la abandonaré.
—¿Quiere usted decir que está dispuesto a vivir de nuevo con ella?
—No vacilaría ni un instante en hacerlo. Si ocurriera algo, ella me necesitaría más que nunca. Si se viera sola, humillada y dolorida, sería terrible que no tuviese a dónde dirigirse.
No parecía sentir contra ella el menor rencor. Tal vez fuese una vulgaridad en mí, pero lo cierto es que me sentí ultrajado por su falta de espíritu.
Stroeve volvió a adivinar lo que yo pensaba, pues me dijo:
—Yo no podía esperar que ella me amase como yo la amo a ella. Yo soy un bufón. No pertenezco a la clase de hombres que aman las mujeres. Estoy convencido de ello. No puedo censurarla si se ha enamorado de Strickland.
—Desde luego, puedo asegurarle que no he conocido en todos los días de mi vida un hombre menos vanidoso que usted —dije.
—La quería más que a mí mismo. Yo creo que cuando la vanidad se mezcla con el amor, se debe, en realidad, a que uno se ama más a sí mismo que al ser elegido. Además, es un hecho frecuente que un hombre casado se enamore de otra mujer y que luego, cuando ese amor ha muerto, vuelva otra vez al lado de su esposa y que ésta lo acoja como si no hubiera ocurrido nada. Todo el mundo encuentra esto natural. ¿Por qué ha de ser distinto cuando se trata de una mujer?
—A mí me parecería lógico que fuese así —contesté sonriendo—, pero la mayoría de los hombres son distintos de usted y no pueden comportarse de ese modo.
Pero, a la vez que hablaba con Stroeve, me sentía irritado por lo súbitamente que había sucedido todo. Me negaba a creer que él no hubiese sospechado nada.
Recordé la curiosa mirada que había sorprendido en los ojos de Blanche Stroeve; quizá la explicación fuera que había empezado a darse cuenta de un modo confuso de que existía en su corazón un sentimiento que la sorprendía y la alarmaba al mismo tiempo.
—¿Y hasta hoy no ha sospechado usted que había algo entre ellos? —le pregunté.
Stroeve tardó unos instantes en contestar. Sobre la mesa había un lápiz e, inconscientemente, dibujó una cabeza sobre el papel.
—Le ruego que me diga si le molestan mis preguntas —dije.
—Me alivia hablar. ¡Oh! ¡Si usted supiera la terrible angustia de mi corazón! —Arrojó el lápiz sobre la mesa—. Sí, lo sabía hace quince días. Lo sabía antes de que ella lo supiera.
—Entonces, ¿por qué no echó usted inmediatamente a Strickland de su casa?
—Porque me resistía a creerlo. Era tan inverosímil… Blanche no podía soportar su presencia. Era más que inverosímil: era increíble. Supuse que todo se debía a mis celos. Siempre he sido celoso, aunque procuraba no demostrarlo. Sentía celos de todos los hombres que conozco, incluso de usted. Sabía que no me amaba como yo a ella. Era natural. ¿No lo cree usted así? Pero ella se dejaba querer, y eso bastaba para hacerme feliz. Me impuse la obligación de pasar fuera de casa horas enteras con el fin de que estuviesen juntos. Quería castigarme a mí mismo por mis ruines sospechas, pero al volver me daba cuenta de que con mi presencia los molestaba. No a Strickland, a quien le tenía sin cuidado que yo estuviese allí o no, sino a Blanche. Cuando trataba de besarla, un estremecimiento recorría todo su cuerpo. Cuando al fin comprobé que mis sospechas eran ciertas, no supe qué hacer. Estaba seguro de que se reirían de mí si les hacía una escena. Entonces pensé que si me callaba y fingía ignorarlo, todo podría arreglarse. Decidí indicar a Strickland, con las mejores palabras y sin ánimo de pelearme, que era ya tiempo de que se marchase. ¡Oh, si usted supiera lo que he sufrido!
Volvió a explicarme la forma en que le había dicho a Strickland que se fuese. Eligió cuidadosamente el momento, procurando hacer el requerimiento del modo más natural posible, pero no pudo evitar que le temblara la voz, y en las palabras que quería que fuesen joviales y amistosas se reflejó toda la amargura de sus celos. No esperaba, sin embargo, que Strickland las tomase al pie de la letra y comenzara a hacer en el acto sus preparativos de marcha; y, sobre todo, no creyó que su mujer se fuera con él. Comprendí que estaría arrepentido con toda su alma de haber hablado. Prefería la angustia de los celos al tormento de la separación.
—¡Quise matarlo y sólo hice el ridículo!
Permaneció largo rato en silencio, y cuando habló fue para decir lo que yo esperaba.
—Si hubiese aguardado, tal vez todo hubiera acabado bien. No debí haberme mostrado tan impaciente… ¡Pobre mujercita mía! ¡A qué extremo la he llevado!
Me encogí de hombros y guardé silencio. No sentía la menor compasión por Blanche Stroeve, pero comprendí que si decía lo que pensaba de ella no conseguiría sino aumentar su dolor.
Stroeve había llegado a tal estado de agotamiento que le era imposible dejar de hablar. Volvió a repetir todas las palabras que se habían cruzado entre ellos. De pronto se acordaba de algo que no había dicho antes, o bien se le ocurría pensar que debía haber dicho una cosa distinta de la que dijo y a renglón seguido se lamentaba de su ceguera. Sentía haber dicho esto o haber callado aquello. Pasaron las horas hasta que, al fin, me sentí tan cansado como él.
—¿Qué va usted a hacer ahora? —le pregunté al cabo.
—¿Qué puedo hacer? Esperar hasta que me llame.
—¿Por qué no se marcha de París por unos días?
—No. Debo estar cerca para cuando ella me necesite.
Su perplejidad era enorme. No sabía qué hacer. Cuando le sugerí que se fuera a acostar, me contestó que le sería imposible dormir. Tenía el propósito de pasearse hasta que fuese de día. Pero, evidentemente, no estaba en condiciones de andar solo por el mundo. Logré convencerlo de que pasase la noche conmigo y lo hice acostar en mi cama. En la salita había un diván donde podía dormir perfectamente. Tan agotado estaba Stroeve que no opuso la menor resistencia. Le di una buena dosis de veronal con el fin de asegurarle un reposo de varias horas. Me pareció que éste era el mejor servicio que podía prestarle en aquel momento.