La explicación la tuve una semana después. Eran aproximadamente las diez de la noche. Había cenado solo en un restaurante, y de vuelta a mi pequeño alojamiento me senté en el saloncito a leer. De pronto oí el cascado tintineo de la campanilla y, saliendo al pasillo, abrí la puerta. Ante mí se encontraba Stroeve.
—¿Puedo entrar? —me preguntó.
La oscuridad de la escalera no me permitió verlo bien, pero había algo en su voz que me llamó la atención. De no haber sabido que era abstemio hubiese dicho que había estado bebiendo. Lo hice pasar a la sala y le rogué que tomara asiento.
—¡Gracias a Dios que lo he encontrado! —exclamó.
—¿Qué ocurre? —pregunté, sorprendido por la vehemencia de su acento.
Pude examinarlo con todo detalle. Por lo general, era muy cuidadoso de su persona, pero en aquel momento tenía las ropas en desorden. Su aspecto era desastrado. Supuse que, en efecto, había estado bebiendo, y sonreí. Iba a gastarle una broma a propósito de su apariencia cuando él dijo.
—No sabía adónde ir. Vine aquí hace un rato, pero usted no estaba.
—Ceno tarde —repuse.
Cambié de opinión; no era el alcohol lo que le había conducido a aquel estado de desesperación. Su rostro, por regla general muy sonrosado, aparecía cubierto de manchas. Sus manos temblaban.
—¿Ha sucedido algo?
—Mi mujer me ha abandonado.
Apenas si pudo articular estas palabras. Exhaló un suspiro entrecortado, y las lágrimas bañaron sus redondos carrillos. No supe qué decir. Mi primer pensamiento fue que Blanche se había cansado de sufrir la especie de adoración que sentía su marido por Strickland y que, exasperada por la cínica conducta de éste, había vuelto a insistir en que se marchara. La creía capaz de un arrebato de cólera, no obstante sus sosegadas maneras, y si Stroeve se había negado a complacerla, tal vez se hubiera marchado del estudio jurando no volver más. Pero el holandés parecía tan angustiado que me fue imposible sonreír.
—Mi querido amigo, no se atormente más. Su mujer volverá. No debe usted tomar muy en serio lo que dicen las mujeres cuando están furiosas.
—No me ha comprendido usted. Mi mujer se ha enamorado de Strickland.
—¿Cómo? —Sus palabras me sobrecogieron, pero en cuanto me di cuenta de su significación, comprendí que eran absurdas—. No sea usted idiota. ¿Quiere usted decir que tiene celos de Strickland? —Faltó poco para que me echara a reír—. Usted sabe perfectamente que Blanche no puede verlo. Lo que me dice usted es absurdo.
—No comprende usted lo que quiero decir —murmuró Stroeve.
—Es usted un melancólico asno —le dije un poco impaciente—. Permítame que le ofrezca un whisky con soda. Esto lo tranquilizará.
Supuse que, por un motivo cualquiera —Dios sabe con qué ingenuidad se torturan los hombres a sí mismos—, a Dirk se le había metido entre ceja y ceja que su mujer estaba enamorada de Strickland. Con su torpeza habitual podía muy bien haberla ofendido, y ella, para vengarse, le habría dejado creer que eran ciertas sus sospechas.
—Escúcheme —le dije—, vamos a su estudio. Si ha cometido usted alguna tontería, tendrá que humillarse y pedir perdón. No creo que su mujer sea rencorosa.
—¿Cómo quiere usted que vuelva al estudio —dijo con expresión cansada— si están ellos en él?
—Entonces, no es su mujer quien lo ha dejado a usted, sino usted quien ha dejado a su mujer.
—Por el amor de Dios, no me hable así.
Me era imposible tomarle en serio. Ni un instante creí lo que me estaba contando. Pero su angustia era real.
—Bien, usted ha venido aquí para contarme lo sucedido. Lo mejor será que yo me entere de todo.
—Esta tarde no pude contenerme más y le dije a Strickland que, a mi parecer, ya estaba bien de salud y que podía volver a su casa. Necesitaba el estudio para mí.
—Sólo una persona como Strickland hubiese necesitado que se lo dijeran —observé yo—. ¿Y qué repuso él?
—Se echó a reír ligeramente. Ya sabe usted cómo se ríe. No como si algo le hiciese gracia, sino como si nos creyera a todos idiotas, y me contestó que se iría en el acto. Empezó a recoger sus cosas. Recordará usted que me llevé de la buhardilla todo lo que me pareció que podría necesitar. Una vez preparado todo, pidió a Blanche papel y una cuerda para hacer un paquete.
»Blanche estaba muy pálida, pero le llevó el papel y la cuerda. Strickland permanecía silencioso. Estuvo silbando mientras hacía el paquete. No nos prestaba la menor atención. Sus ojos tenían un brillo irónico. Mi corazón parecía de plomo. Tenía el presentimiento de que algo iba a suceder; y estaba arrepentido de haber hablado. Strickland miró en torno suyo, buscando su sombrero. En aquel momento, Blanche habló: “Me marcho con Strickland, Dirk. No puedo seguir viviendo a tu lado.” Intenté hablar, pero no pude. Strickland no dijo nada y continuó silbando, como si aquello no lo afectase lo más mínimo.
Stroeve hizo otra pausa y se enjugó el sudor del rostro. Yo permanecí inmóvil. Creía sus palabras y me sentía anonadado, pero no acababa de comprender lo sucedido. A continuación me explicó con voz temblorosa y lágrimas en los ojos, que se había acercado a su mujer tratando de abrazarla, y que ella lo había rechazado diciendo que no la tocase. Stroeve le suplicó que no lo abandonara. Le habló de su amor apasionado y le recordó la devoción que siempre había sentido por ella. Le habló de la felicidad que habían gozado juntos. No estaba enfadado con ella, ni tampoco le hizo el menor reproche.
—Te ruego que me dejes marchar, Dirk —dijo ella al fin—. ¿No te das cuenta de que quiero a Strickland? Iré a donde él vaya.
—Debes comprender que Strickland nunca te hará feliz. Por tu propio bien, no te vayas. No sabes lo que te aguarda.
—Tú tienes la culpa. Fuiste tú quien insistió en traerlo aquí.
Stroeve se volvió hacia Strickland.
—Tenga compasión de ella —imploró—. No permita que haga una locura así.
—Que haga lo que quiera —repuso Strickland—. Nadie la obliga a que se marche conmigo.
—Mi decisión está tomada —dijo Blanche con voz sorda.
La exasperante calma de Strickland privó a Stroeve de la poca serenidad que le quedaba, y, ciego de rabia, sin saber lo que hacía, se lanzó sobre Strickland. Éste, cogido de sorpresa, se tambaleó un instante, mas la enfermedad no había agotado del todo sus fuerzas, y Stroeve, no recordaba cómo, se encontró en el suelo.
—¡Idiota! —exclamó Strickland.
Stroeve se levantó. Observó que su esposa había permanecido completamente tranquila durante la pelea. El ridículo que había hecho ante ella hizo que aumentase la humillación que sentía. Los lentes se le habían caído durante la lucha y tardó en encontrarlos. Blanche los recogió del suelo y se los entregó en silencio. Stroeve pareció darse cuenta de pronto de su desgracia, y aunque comprendió con ello que resultaría aún más grotesco, rompió a llorar. Ocultó el rostro entre sus manos. Strickland y Blanche lo miraron silenciosamente y permanecieron inmóviles en donde se encontraban.
—Blanche, ¿por qué eres tan cruel? —gimió Stroeve al fin.
—No puedo remediarlo, Dirk —contestó Blanche.
—Te he querido como nadie quiso jamás a una mujer. Si en algo te ofendí, ¿por qué no me lo dijiste y hubiese cambiado? He hecho por ti cuanto he podido.
Blanche no contestó. En su rostro se reflejaba una expresión decidida, y Stroeve comprendió que sus súplicas la molestaban. Blanche se puso el abrigo y el sombrero y se dirigió hacia la puerta. Stroeve comprendió que al cabo de un instante ya no estaría allí. Se precipitó hacia ella y cayó de rodillas a sus pies, cogiéndole las manos. Había perdido toda su dignidad.
—¡No te vayas! No puedo vivir sin ti; me mataré. Si algo he hecho que pueda haberte ofendido, te suplico que me perdones. Dame otra oportunidad. Intentaré con todas mis fuerzas hacerte feliz.
Stroeve se tambaleó al enderezarse, pero continuó sin dejarla marchar.
—¿Adónde irás? —preguntó atropelladamente—. No sabes cómo es la habitación donde vive Strickland. No puedes vivir en ella. Sería horrible.
—Si a mí no me importa, no comprendo por qué ha de importarte a ti.
—Espera un momento más. Aún he de decir algo. No puedes negarme eso.
—¿De qué servirá? Estoy completamente decidida. Nada de lo que digas me hará cambiar de opinión.
Stroeve tragó saliva con dificultad y se llevó las manos al corazón, como para reprimir sus dolorosos latidos.
—No voy a pedirte que cambies de opinión, pero sí quiero que me escuches un minuto. Es lo último que te pido. No me lo niegues.
Blanche titubeó, mientras lo miraba con aquellos pensativos ojos suyos que entonces lo contemplaban con una total indiferencia. Regresó al centro del estudio y se apoyó en la mesa.
—Habla.
Stroeve, haciendo un gran esfuerzo, trató de rehacerse.
—Tienes que ser un poco razonable. No esperarás vivir del aire. Strickland no tiene un céntimo.
—Lo sé.
—Vas a sufrir terribles privaciones. No ignoras por qué ha tardado tanto tiempo en reponerse. Estaba medio muerto de hambre.
—Puedo ganar dinero para él.
—¿Cómo?
—No lo sé. Ya encontraré la forma.
El horrible pensamiento que cruzó por la imaginación del holandés hizo que se estremeciera.
—Debes de estar loca. No sé lo que te ha sucedido.
Blanche se encogió de hombros.
—¿Puedo irme ya?
—Espera un segundo.
Stroeve paseó la mirada por el estudio. Lo amaba porque la presencia de su mujer había hecho que fuera alegre y hogareño. Mantuvo cerrados los ojos durante unos momentos. Después dirigió a Blanche una prolongada mirada, como si quisiera grabar la imagen de ella en su mente. Acto seguido se puso en pie y cogió su sombrero.
—No. Seré yo el que se marche.
—¿Tú?
Blanche lo miró, sorprendida. No acababa de comprender.
—No puedo soportar la idea de que vayas a vivir en una miserable buhardilla. Después de todo, esta casa es tan tuya como mía. Aquí estarás mejor. Por lo menos, estarás a cubierto de las peores privaciones.
Stroeve se dirigió al cajón donde guardaba el dinero y extrajo de él varios billetes de banco.
—Quiero darte la mitad de lo que poseo.
Dejó los billetes sobre la mesa. Strickland y Blanche permanecieron silenciosos. Stroeve, entonces, se acordó de algo más.
—¿Querrás hacer el favor de empaquetar mi ropa y dejársela al portero? Mañana vendré a buscarla. —Trató de sonreír—. Adiós, querida. Gracias por la felicidad que me has proporcionado.
Stroeve salió, cerrando la puerta tras sí. Con los ojos de la imaginación vi cómo Strickland arrojaba su sombrero sobre la mesa y, después de haberse sentado, se ponía a fumar un cigarrillo.