20

Convine con Dirk Stroeve en que éste iría a buscarme al día siguiente para llevarme al café donde probablemente encontraríamos a Charles Strickland. Sentí interés al ver que se trataba del mismo café donde Strickland y yo habíamos tomado ajenjo cuando fui a verle a París. El hecho de no haber cambiado de café indicaba una pereza de hábito que me pareció muy característica.

—Allí está —exclamó Stroeve cuando llegamos.

A pesar de estar en octubre, la tarde era calurosa y las mesas de la calle aparecían ocupadas. Paseé la vista por ellas, pero no vi a Strickland.

—Mire allí, en aquel rincón. Está jugando al ajedrez.

Descubrí a un hombre inclinado sobre el tablero, pero sólo pude ver un gran sombrero de fieltro y una barba roja. Nos dirigimos hacia él, pasando a través de las mesas.

—¡Strickland!

Éste levantó los ojos.

—¡Hola, gordito! ¿Qué quiere?

—Le he traído a un antiguo amigo.

Strickland me miró, pero evidentemente no me reconoció entonces. De nuevo volvió a enfrascarse en el estudio del tablero.

—Siéntense y no hagan ruido —dijo.

Movió una pieza y se absorbió en el juego. El pobre Stroeve me miró atribulado, pero yo no iba a desconcertarme por tan poco. Pedí algo de beber, dispuesto a esperar tranquilamente a que Strickland terminase la partida. Me felicité ante la oportunidad que se me ofrecía de poder observarlo a mi sabor. Sin duda, no lo hubiera reconocido si lo hubiese encontrado solo. En primer lugar, porque su barba, áspera y mal cuidada, le cubría casi todo el rostro, y, en segundo, por su cabello largo; pero el cambio más sorprendente era su extrema delgadez. Ésta hacía que su nariz destacase con mayor arrogancia, acentuando sus pómulos y agrandando sus pupilas. Tenía las sienes hundidas y su aspecto era cadavérico. Llevaba el mismo traje con que lo había visto cinco años atrás; estaba roto, sucio y deshilachado, y colgaba de sus hombros como si estuviera hecho para otra persona. Me fijé en sus manos mugrientas y en sus largas uñas; bajo la piel no había más que huesos y tendones; eran grandes y fuertes, pero había olvidado que fuesen tan perfectas. Me produjo una gran impresión verlo allí sentado, con toda su atención fija en el juego; una impresión de energía, sin que acertara yo a explicarme por qué su delgadez la hacía más sorprendente.

Al poco rato, después de una jugada, se echó hacia atrás y miró con curiosa abstracción a su contrario. Éste era un francés grueso y barbudo. El francés consideró la situación un instante, estallando a continuación en una serie de joviales invectivas; con impaciente ademán recogió las piezas y las metió en la caja. Luego dedicó a Strickland algunas maldiciones, llamó al camarero, pagó lo que se había bebido y se marchó. Stroeve acercó su silla a la mesa.

—Supongo que ahora podremos hablar —dijo.

Los ojos de Strickland se fijaron en él con maliciosa expresión. Estoy seguro de que quería zaherirle con alguna pulla, pero al no ocurrírsele ninguna, guardó silencio.

—Le he traído a un antiguo amigo —repitió Stroeve con acento jovial.

Strickland me miró con ojos pensativos durante un minuto. Yo no despegué los labios.

—No lo he visto en mi vida —repuso Strickland con el mayor aplomo.

Ignoro por qué dijo esto. No me cabía la menor duda de que por sus ojos cruzó un relámpago: me había reconocido. Pero ya no se me aturdía tan fácilmente como unos años antes.

—Vi a su mujer el otro día —dije—. Estoy seguro de que le gustará escuchar las noticias que traigo de ella.

Strickland dejó escapar una breve carcajada y sus ojos brillaron.

—Pasamos juntos una velada deliciosa —dijo—. ¿Cuántos años hace de ello?

—Cinco.

Pidió otro ajenjo. Stroeve, hablando volublemente, explicó cómo nos habíamos conocido y de qué forma tan casual supimos que ambos conocíamos a Strickland. No creo que éste lo escuchase. Me miró dos o tres veces con ojos pensativos, pero parecía estar ocupado con sus propios pensamientos. Indudablemente, sin la charla de Stroeve, la conversación hubiese resultado difícil. Al cabo de media hora, el holandés, después de mirar su reloj, dijo que tenía que marcharse. Me preguntó si yo también me iba. Mas pensé que quizá a solas podría sacarle algo a Strickland, por lo que contesté a Stroeve que me quedaba.

Cuando Stroeve se hubo marchado, dije a Strickland:

—Dirk Stroeve cree que es usted un gran artista.

—¿Se figura usted que eso me importa?

—¿Me dejará ver sus cuadros?

—¿Por qué voy a dejárselos ver?

—Tal vez le comprase alguno.

—Puede que yo no quisiera vendérselo.

—¿Se gana usted bien la vida? —le pregunté sonriendo.

Strickland dejó escapar una risita irónica.

—¿Tengo aspecto de ello?

—Parece usted medio muerto de hambre.

—Estoy medio muerto de hambre.

—Entonces, véngase conmigo y cenaremos.

—¿Por qué me invita?

—No es por caridad —le contesté fríamente—. Me importa muy poco que se muera usted de hambre o no.

Sus ojos se encendieron de nuevo.

—Entonces, vamos —dijo poniéndose en pie—. No me disgustará una buena cena.