No había anunciado a Stroeve mi llegada. Al llegar a su estudio, pulsé el timbre, y él mismo salió a abrirme la puerta. No me reconoció de pronto. Pero luego lanzó un grito de alegre sorpresa y me hizo entrar. Nada hay tan delicioso como ser recibido con aquel entusiasmo. Su mujer se hallaba al lado de la estufa, cosiendo, y se puso en pie al entrar yo. Stroeve me la presentó.
—¿No lo reconoces? —le dijo—. Te he hablado de él muchas veces. —Y añadió dirigiéndose a mí—: Pero ¿por qué no me anunció usted su llegada? ¿Cuánto tiempo lleva en París? ¿Va a estar muchos días? ¿Por qué no vino una hora antes, y hubiésemos podido cenar juntos?
Las preguntas llovían sobre mí. Me hizo sentar en una butaca. Después de darme unos golpecitos, como si fuese un almohadón, me ofreció cigarros, bizcochos y vino. No me dejaba tranquilo. Cuando vio que no había whisky, experimentó un gran disgusto; quiso hacerme café, se devanó los sesos tratando de encontrar algo que pudiera satisfacerme, y gesticulaba y reía, sudando al mismo tiempo por todos sus poros, en la exuberancia de su júbilo.
—Veo que no ha cambiado —le dije sonriendo.
Conservaba el aspecto absurdo que yo recordaba. Era un hombre de escasa estatura, grueso, de piernas cortas, joven todavía —no debía de tener más de treinta años—, aunque prematuramente calvo. Su rostro era completamente redondo. Tenía buen color: la piel blanca, y las mejillas y los labios encarnados. Sus ojos eran azules y redondos; llevaba gafas con montura de oro y sus cejas eran tan rubias que apenas se distinguían. Hacía recordar a los jocundos y obesos comerciantes pintados por Rubens.
Cuando le dije que me proponía pasar en París una temporada y que había alquilado una habitación, me reprochó amargamente que no se lo hubiera hecho saber. Él mismo me habría buscado alojamiento; me hubiera dejado los muebles —¿era posible que hubiese hecho el gasto de comprarlos?— y podría haberme ayudado a instalarme. Consideraba una falta de amistad el no haberle proporcionado la oportunidad de serme útil. Mientras tanto, Mrs. Stroeve continuaba sentada remendando tranquilamente calcetines, sin despegar los labios, aunque prestando atención a todo lo que decía su esposo con una inmóvil sonrisa en los labios.
—Como usted ve, me he casado —dijo Stroeve de pronto—. ¿Qué le parece mi mujer?
Stroeve la miró con ojos radiantes, ajustándose las gafas sobre la nariz. El sudor hacía que resbalaran constantemente.
—¿Qué quiere usted que le diga? —contesté, echándome a reír.
—Realmente, Dirk… —dijo Mrs. Stroeve sonriendo.
—Pero ¿no es encantadora? Amigo mío, no pierda usted el tiempo; cásese en cuanto le sea posible. Soy el hombre más feliz del mundo. Mírela ahí sentada. ¿No parece un cuadro? Un cuadro de Chardin, ¿eh? He visto a las mujeres más bellas de la tierra, pero ninguna aventaja a madame Dirk Stroeve.
—Si no te callas, Dirk, tendré que marcharme.
—Mon petit chou —murmuró Dirk.
Mrs. Stroeve enrojeció levemente, un poco confusa ante la pasión que vibraba en las palabras de su marido. Stroeve me había dicho en sus cartas que estaba muy enamorado de su mujer, y entonces pude ver que apenas podía apartar los ojos de ella. Lo que no puedo afirmar es que ella le amase. Aquel infeliz payaso no era un ser capaz de inspirar amor, pero la sonrisa de Mrs. Stroeve era muy cariñosa, y es posible que su reserva ocultase un hondo sentimiento. No poseía la hermosura deslumbrante con que soñaba la enamorada fantasía de Stroeve, pero sí una gran gentileza. Era más bien alta, y su traje gris, sencillo y bien hecho, no disimulaba la belleza de su cuerpo. Poseía una figura que seguramente atraería más al escultor que al modisto. Llevaba el pelo, castaño y abundante, peinado sencillamente; su rostro era muy pálido, y sus facciones correctas, aunque no distinguidas. En sus ojos grises brillaba una mirada serena. Lo que no podía decirse era que fuese hermosa, ni siquiera bonita. Pero a Stroeve no le faltaba razón al hablar de Chardin. La joven me recordó a la encantadora ama de casa, con su cofia y su delantal, inmortalizada por el gran pintor. Imaginaba a Mrs. Stroeve seriamente ocupada entre sus pucheros y sus sartenes, convirtiendo en un rito sus deberes de ama de casa, con lo que aquéllos adquirían un significado moral. No me parecía muy inteligente, ni siquiera divertida, pero en su grave laboriosidad había algo que excitaba mi interés. Su reserva no estaba exenta de misterio. Me pregunté por qué se había casado con Dirk Stroeve. Aunque era inglesa, no acababa de situarla; tampoco estaba muy clara la clase social a que pertenecía, cuál había sido su educación y cómo había vivido antes de su matrimonio. Era una mujer muy silenciosa, pero cuando hablaba lo hacía con una voz en extremo agradable, y sus modales estaban llenos de naturalidad.
Pregunté a Stroeve si trabajaba en algo.
—¿Trabajar? Estoy pintando como nunca he pintado en mi vida.
Nos hallábamos sentados en su estudio, y con la mano señaló un lienzo sin terminar que había en el caballete. Quedé sobrecogido. Estaba pintando un grupo de campesinos italianos vestidos con el traje típico de la Campagna. Los campesinos se hallaban en las gradas de una iglesia.
—¿Es eso lo que está usted haciendo ahora? —le pregunté.
—Sí. Aquí encuentro modelos tan fácilmente como en Roma.
—¿No le parece a usted precioso? —me preguntó su mujer.
—Mi mujercita cree que soy un gran artista.
A pesar de echarse a reír, no consiguió disimular la satisfacción que sentía. Permaneció con los ojos clavados en la tela. No dejaba de ser extraño que su sentido crítico, tan sagaz, e independiente cuando examinaba las obras de los demás, se diese por satisfecho con aquella pintura anodina y vulgar en extremo.
—Enséñale tus otros cuadros, Dirk —dijo Mrs. Stroeve.
—¿Quiere verlos?
Aunque sus amigos lo habían ridiculizado mucho, lo que lo hacía sufrir, Dirk Stroeve, hambriento de elogios e ingenuamente satisfecho de sí mismo, no podía resistir la tentación de enseñar sus obras. Me mostró una tela en la que se veía a dos pilluelos italianos de pelo rizado jugando a la canica.
—¿Verdad que son encantadores? —preguntó Mrs. Stroeve.
A continuación me enseñó otros. Descubrí que en París seguía pintando las mismas cosas típicas que había pintado en Roma durante años. Todo era falso, insincero y artificial, y, sin embargo, no existía hombre más probo, sincero y franco que Dirk Stroeve. ¿Cómo explicarse esta contradicción?
Ignoro por qué se me ocurrió preguntarle:
—¿Conoce usted, por casualidad, a un pintor llamado Charles Strickland?
—¿Es que también lo conoce usted? —exclamó Dirk Stroeve.
—Es un bruto —murmuró su mujer.
Stroeve se echó a reír.
—Ma pauvre chérie. —Se inclinó hacia ella y le besó ambas manos—. A mi mujer no le es simpático… ¡Es curioso que usted también conozca a Strickland…!
—No me gustan las personas maleducadas —dijo Mrs. Stroeve.
Dirk, sin dejar de reír, se volvió hacia mí.
—Verá usted. Un día lo invité a que viniese a ver mis cuadros. Bien, vino y yo le enseñé cuantos tenía… —Stroeve titubeó unos momentos, confuso. No comprendo por qué había empezado a contarme aquello que tan poco favor le hacía; después no sabía cómo terminar—. Contempló mis cuadros en silencio. Creí que reservaba su juicio para el final. Por fin le dije: «Bien, ya lo ha visto usted todo». Él me contestó: «He venido a ver si podía prestarme veinte francos».
—Y Dirk, naturalmente, se los dio —dijo su mujer con indignación.
—Fue tan grande mi sorpresa que no supe negarme. Strickland se metió el dinero en el bolsillo, me saludó con una inclinación de cabeza, me dijo «Gracias», y se marchó.
Tan cómica era la expresión del redondo rostro de Dirk Stroeve que era difícil contener la risa.
—Poco me hubiera importado que dijese que mis cuadros eran malos, pero no decir nada, nada…
—Y tú, en cambio, se lo vas contando a todo el mundo, Dirk —dijo su mujer.
Era lamentable que uno se sintiese más divertido con la ridícula figura del holandés que indignado por el brutal proceder de Strickland.
—Espero no volver a verlo más —afirmó Mrs. Stroeve.
Stroeve sonrió. Había recobrado su buen humor.
—Pero, a pesar de todo, es un gran artista, un verdadero genio.
—¿Strickland? —exclamé—. Entonces, no es el que yo conozco.
—Un individuo corpulento, con barba roja. Se llama Charles Strickland. Es inglés.
—Cuando lo conocí no tenía barba, pero si se la ha dejado, sin duda será roja. El individuo a quien me refiero empezó a pintar hace sólo cinco años.
—Entonces es el mismo. Sí, señor, se trata de un gran artista.
—¡Imposible!
—¿Me he equivocado yo alguna vez? —me preguntó Dirk Stroeve—. Le aseguro a usted que es un genio. Estoy convencido de ello. Si dentro de cien años se nos recuerda a nosotros, será porque conocimos a Charles Strickland.
No salía de mi asombro. Al mismo tiempo, me sentía muy excitado. De pronto recordé mi última conversación con Strickland.
—¿Dónde pueden verse sus cuadros? —pregunté a Stroeve—. ¿Ha triunfado? ¿Dónde vive?
—No, no ha triunfado. No creo que haya vendido un solo cuadro. Cuando se habla de él, todo el mundo se echa a reír. Pero yo sé que es un gran artista. También se rieron de Manet. Corot no vendió ni un cuadro. No sé dónde vive Strickland, pero puedo hacer que lo vea. Suele ir todas las tardes, a las siete, a un café de la avenida de Clichy. Si quiere, podemos ir mañana.
—No sé si se alegrará de verme. Tal vez le recuerde algo que prefiera olvidar. Pero iré de todos modos. ¿Hay alguna posibilidad de ver sus cuadros?
—Él no se los enseñará. Se niega en redondo a hacerlo. Pero conozco una tiendecita donde sé que hay dos o tres. Tiene usted que ir conmigo. De otro modo no entendería nada. He de ser yo quien se los muestre.
—¡Dirk, estás acabando con mi paciencia! —exclamó Mrs. Stroeve—. ¿Cómo puedes hablar así de sus cuadros, después de haberte tratado como lo hizo? —Se volvió hacia mí—. ¿Sabe usted que cuando vienen holandeses a nuestra casa para comprar cuadros de Dirk, él trata de convencerlos para que compren los de Strickland? Llegó al extremo de traer aquí los cuadros para enseñárselos.
—¿Y qué le parecieron a usted? —le pregunté sonriendo.
—Que eran horribles.
—Querida, tú no entiendes de pintura.
—Conforme. Pero el caso es que tus compatriotas se enfurecieron contigo. Creyeron que te burlabas de ellos.
Dirk Stroeve se quitó las gafas y empezó a limpiarlas. En su encendido rostro se reflejaba una gran excitación.
—¿Por qué hemos de creer que la belleza, lo más precioso del mundo, yace como una piedra en la playa a disposición de cualquier paseante indiferente? La belleza es algo maravilloso y extraño que el artista modela, extrayéndola del caos del mundo, en su alma atormentada. Y cuando la ha creado, no todos pueden verla. Para reconocerla hay que vivir la aventura del artista. Es como una melodía que él canta para nosotros. Para oírla en nuestro corazón se necesitan conocimientos, sensibilidad e imaginación.
—¿Por qué me han parecido siempre bellos tus cuadros, Dirk? Sentí admiración por ellos la primera vez que los vi.
Los labios de Stroeve se estremecieron levemente.
—Vete a la cama, preciosa. Yo saldré a dar una vuelta con nuestro amigo. Volveré enseguida.