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No llevaba quince días en París cuando vi a Strickland.

Encontré con bastante facilidad una pequeña habitación en el quinto piso de una casa de la calle Des Dames, y por doscientos francos adquirí en una tienda de compraventa los muebles necesarios para hacerla habitable. Convine con el portero en que me preparara el café por la mañana y se hiciera cargo de la limpieza de la habitación. Hecho esto, me fui a ver a mi amigo Dirk Stroeve.

Dirk Stroeve era una de esas personas en las que no se puede pensar sin que una risa irónica aparezca en nuestros labios, o nos encojamos de hombros, perplejos, según nuestro temperamento. La naturaleza hizo de él un bufón. Era pintor, un mal pintor, a quien conocí en Roma, y todavía recuerdo sus cuadros. Stroeve sentía un sincero entusiasmo por lo vulgar. Su alma rebosaba de amor por el arte y pintaba los modelos que se ven en la escalera de Bernini, en la Piazza di Spagna, sin importarle su evidente carácter pintoresco; en su estudio había infinidad de lienzos en los que figuraban campesinos bigotudos, de ojos grandes, con sombreros de picos; pilluelos andrajosos y mujeres con sayas de colores. Unas veces aparecían sentados en las gradas de una iglesia y otras retozaban entre algunos cipreses, bajo un cielo sin nubes; en unos se hacían el amor junto a una fuente de estilo Renacimiento, y en otros avanzaban por la Campagna al lado de un carro tirado por bueyes. Todos sus cuadros estaban cuidadosamente dibujados y pintados. Un fotógrafo de la Villa de Médicis le había llamado Le maître de la boite à chocolats. Al contemplar sus cuadros no podía menos de pensarse que Monet, Manet y los demás impresionistas no existían.

—No pretendo ser un gran pintor —solía decir—. No soy Miguel Ángel, pero también he conseguido algo. Con mis cuadros llevo un poco de romanticismo a muchos hogares. ¿No sabe usted que mis cuadros se compran no sólo en Holanda, sino también en Noruega, Suecia y Dinamarca? Los compran sobre todo los comerciantes y los negociantes ricos. No puede usted imaginarse lo que son los largos, oscuros y fríos inviernos de esos países. Les gusta pensar que Italia es como aparece en mis cuadros. Así es como ellos la ven, y así la creía yo antes de conocerla.

Estoy convencido de que aquella visión había permanecido siempre en su fantasía, cegándole los ojos e impidiéndole ver la realidad. A pesar de la crudeza de los hechos, continuaba viendo con su imaginación una Italia de bandidos románticos y pintorescas ruinas. Dirk Stroeve pintaba un ideal, un ideal pobre, común y gastado, pero que seguía siendo, sin embargo, un ideal, y esto prestaba a su persona un definido encanto.

Por eso, Dirk Stroeve no era para mí el ser ridículo que era para los demás. Sus compañeros no ocultaban el desprecio que sentían por sus obras, pero Dirk ganaba bastante dinero y sus camaradas no vacilaban en hacer libre uso de su bolsa; Dirk Stroeve era, además, generoso, y los necesitados que se reían de él porque creía con toda ingenuidad en sus historias de miseria, le pedían descaradamente dinero. Tenía un temperamento muy impresionable. Sin embargo, sus sentimientos, tan fáciles de despertar, eran algo absurdos, lo cual hacía que se aceptasen sus bondades sin sentir gratitud al mismo tiempo. Aceptar su dinero era como robar a un niño, y se le despreciaba por su misma necedad. Estoy seguro de que un ratero que se siente orgulloso de la habilidad de sus manos debe de experimentar una especie de indignación cuando una mujer descuidada deja en un coche su bolso con todas sus joyas. La naturaleza había hecho de Dirk Stroeve un ser ridículo, aunque no permitió que fuese un hombre insensible. Le hacían sufrir las bromas de toda clase de que era objeto, y, sin embargo, no evitaba el exponerse a ellas. Sentíase invariablemente ofendido, pero su buen carácter le impedía guardar rencor a nadie; podría picarlo una víbora, pero de nada le serviría la experiencia. En cuanto se hubiese recobrado de su dolor, volvería a colocarla tiernamente en su pecho. Su vida era una tragedia escrita en los términos de una violenta farsa. Como yo no me reía de él, me estaba agradecido y acostumbraba a verter en mis oídos la larga lista de sus infortunios. Pero lo más triste era que éstos resultaban grotescos, y cuanto más patéticos, mayores deseos de reír producían.

Sin embargo, aun siendo tan mal pintor, poseía un delicado sentimiento, y el ir en su compañía a un museo constituía un verdadero placer. Su entusiasmo era sincero y su sentido crítico muy sagaz. Su religión era la católica. No sólo sentía un profundo entusiasmo por los antiguos maestros, sino también una gran simpatía por los modernos. Era rápido en descubrir el talento allí donde lo hubiera, y sus alabanzas eran generosas. No creo haber conocido a nadie cuyo juicio fuese tan certero. Además, tenía más cultura que la mayoría de los pintores. No era, como tantos otros, un ignorante en las demás artes, y su gusto por la música y la literatura le facilitaba una mejor comprensión de la pintura. Para un joven como yo, sus consejos y su dirección eran de incomparable valor.

Cuando me fui de Roma seguimos escribiéndonos, y cada dos meses recibía una extensa carta suya, escrita en un pintoresco inglés, que me hacía recordar su conversación entusiasta, confusa y gesticulante. Poco tiempo antes de llegar yo a París se había casado con una inglesa: vivía a la sazón en un estudio de Montmartre. Hacía cuatro años que no lo veía, y no conocía a su esposa.