Unos cinco años después de lo que acabo de relatar decidí irme a vivir a París durante algún tiempo. Londres empezaba a cansarme. Me aburría tener que hacer lo mismo todos los días. Mis amistades proseguían su vida inalterable; ya no tenían secretos para mí y cuando nos encontrábamos sabía por anticipado lo que iban a decirme. Hasta sus asuntos amorosos eran de una tediosa vulgaridad. Éramos como tranvías que hiciesen su recorrido de un extremo a otro de la línea, siendo posible calcular con exactitud el número de pasajeros que podían transportar. La vida estaba demasiado bien ordenada. El pánico se apoderó de mí. Dejé mi pequeño aposento, vendí las pocas cosas que tenía y opté por comenzar una nueva vida.
Antes de marcharme fui a ver a Mrs. Strickland. Hacía bastante tiempo que no la veía y descubrí que había experimentado ciertos cambios; no sólo me pareció más vieja, más delgada y con más arrugas, sino que incluso su carácter se había alterado. Había conseguido salir adelante con su trabajo y a la sazón tenía una oficina en Chancery Lane. Escribía poco a máquina, dedicándose a corregir el trabajo hecho por sus cuatro empleadas. Procuraba presentarlo con la mayor pulcritud posible y utilizaba abundantemente las tintas azul y roja. Encuadernaba los trabajos en un papel grueso de distintos colores, semejante al muaré, y había adquirido fama de cuidadosa y esmerada. Ganaba dinero. Pero no podía desechar la idea de que ganarse la vida con sus propios medios era poco digno, y procuraba recordar a todo el mundo que era una señora. En una conversación, sacaba a relucir los nombres de las personas que conocía, deseosa de demostrar que no había descendido en la escala social. Al mismo tiempo sentíase un poco avergonzada de su valor y de su capacidad para los negocios, y, en cambio, la llenaba de orgullo poder ir a cenar con una personalidad que vivía en South Kensington. Disfrutaba hablando de la estancia de su hijo en Cambridge, y se refería, riendo ligeramente, a la serie de bailes a que había sido invitada su hija. Creo que le hice una pregunta estúpida.
—¿No trabaja en su negocio?
—¡Oh, no! Jamás se lo permitiré —contestó Mrs. Strickland—. Es tan bella… Estoy segura de que se casará bien.
—Pues yo creo que hubiera sido una gran ayuda para usted.
—Varias personas me han dicho que debería dedicarse al teatro, pero, naturalmente, yo no se lo permitiré. Conozco a los principales comediógrafos y mañana mismo podría conseguirle un papel. Sin embargo, no quiero que se mezcle con esta clase de gente.
La actitud de Mrs. Strickland me produjo bastante mal efecto.
—¿Ha sabido usted algo de su marido?
—Ni palabra. Para mí es como si hubiese muerto.
—Tal vez me lo encuentre en París. ¿Quiere usted que le envíe noticias de él?
Mrs. Strickland titubeó unos instantes.
—Si lo necesita, estoy dispuesta a ayudarle. Le enviaría una cantidad de dinero y usted se la iría entregando gradualmente, según sus necesidades.
—Es un rasgo que la honra a usted —repuse.
Pero comprendí que no lo hacía por bondad. No es cierto que el dolor ennoblezca los corazones; la felicidad lo consigue algunas veces, pero el dolor, en la mayoría de los casos, hace a los seres humanos mezquinos y rencorosos.