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Lo que sucedió posteriormente demostró que Mrs. Strickland era una mujer enérgica. Cualquiera que fuese su angustia, supo disimularla perfectamente. Se dio cuenta en el acto de que el mundo se cansa pronto de oír la relación de nuestras desgracias y evita en lo posible los cuadros de dolor. Dondequiera que fuese —la compasión que inspiraba su infortunio hizo que sus amistades se desvivieran por distraerla—, su actitud fue siempre perfecta. Era valiente, pero no lo demostraba demasiado, y se mostraba alegre, pero no desvergonzada; parecía más deseosa de escuchar las desdichas ajenas que de hablar de las propias. Siempre que hablaba de su marido lo hacía con acento piadoso. Su actitud hacia él me desconcertó un poco al principio. Un día me dijo:

—Estoy convencida de que usted estaba equivocado al creer que Charles vivía solo en París. Lo que he sabido por ciertas personas que no puedo nombrarle me convence de que no se marchó solo de Inglaterra.

—Si es así, su marido posee una gran habilidad para ocultar sus huellas.

Mrs. Strickland apartó la vista y enrojeció ligeramente.

—Quiero decir que si alguien habla de esto con usted y afirma que mi esposo ha huido con una mujer, le ruego que no le contradiga.

—Así lo haré.

Y cambió de conversación, como si no diera importancia al asunto. Poco tiempo después descubrí que entre sus amistades circulaba una singular historia. Se decía que Charles Strickland se había encaprichado de una bailarina francesa a la que había visto por vez primera en un ballet del Empire, marchándose con ella a París. No pude descubrir de dónde había salido aquella historia, pero, cosa singular, le creó muchas simpatías a Mrs. Strickland, proporcionándole, al mismo tiempo, no escaso prestigio, lo cual fue aprovechado por ella para los fines que se había propuesto. El coronel MacAndrew no exageraba al decir que su cuñada se había quedado sin un céntimo y que tendría que empezar a ganarse la vida en el más breve plazo posible. Mrs. Strickland resolvió aprovecharse de sus amistades, entre las que había tantos escritores, y sin pérdida de tiempo empezó a estudiar taquigrafía y mecanografía. Su educación hacía prever que sería una mecanógrafa más eficiente que la mayoría, y su infortunio constituía una excelente recomendación. Sus amistades le prometieron enviarle trabajo y encomendarla a otras personas.

El coronel MacAndrew y su mujer no tenían hijos, y como estaban en buena posición, se encargaron del cuidado de los muchachos, por lo que Mrs. Strickland sólo tuvo que preocuparse de sí misma. Alquiló el piso, vendió los muebles y se fue a vivir en dos pequeñas habitaciones situadas en Westminster, dispuesta a hacer frente a la vida. Era una mujer tan decidida que con seguridad sacaría provecho de la aventura.