Cuando llegué a Londres hallé en casa un recado urgente de Mrs. Strickland, rogándome que fuese a verla después de cenar. La encontré en compañía del coronel MacAndrew y de su esposa. Mrs. MacAndrew tenía un aspecto ajado y ese aire de autoridad —parecía llevar el Imperio inglés en el bolsillo— que las mujeres de los militares antiguos han adquirido después de convencerse a sí mismas de que pertenecen a una casta superior.
Sus modales eran vivos y su buena educación ocultaba su creencia de que si no se era militar tanto daba ser salteador de caminos. Odiaba a la Guardia Real, a cuyos componentes calificaba de orgullosos, y prefería no hablar de sus mujeres, demasiado remisas en devolver las visitas. El vestido que lucía era lujoso y de mal gusto.
Mrs. Strickland estaba, al parecer, muy nerviosa.
—Bien, ¿qué noticias nos trae? —me preguntó.
—He visto a su marido. No quiere volver. —Hice una pausa—. Ha resuelto dedicarse a la pintura.
—¿Qué dice usted? —exclamó Mrs. Strickland con el más profundo asombro.
—¿No sabía usted que era aficionado a la pintura?
—Debe de estar loco como una cabra —afirmó el coronel.
Mrs. Strickland frunció levemente el entrecejo. Trataba de ahondar en su memoria.
—Recuerdo que antes de casarnos se entretenía a veces pintando. Pero tenía usted que haber visto sus mamarrachos. Todos nos burlábamos de él. No tiene la menor aptitud.
—Por supuesto, eso no se trata más que de una excusa —dijo Mrs. MacAndrew.
Mrs. Strickland permaneció unos momentos pensativa. Evidentemente, mis noticias le habían parecido incomprensibles. Había arreglado un poco el salón; sus instintos de ama de casa se habían sobrepuesto a su congoja, y la estancia ya no tenía el aspecto de abandono propio de una casa amueblada por alquilar que advertí en mi primera visita después de la catástrofe. Pero después de haber visto a Strickland en París me era difícil imaginármelo en aquel ambiente. No acertaba a explicarme cómo no me había dado cuenta de que éste era incompatible con él.
—Pero si quería ser artista, ¿por qué no me lo dijo? —preguntó Mrs. Strickland—. Creo que hubiese sido la última persona que se hubiera opuesto a… una aspiración de esa naturaleza.
Mrs. MacAndrew apretó los labios. Me pareció que nunca había visto con buenos ojos la inclinación que sentía su hermana hacia las personas que cultivan las artes.
Mrs. Strickland continuó:
—Yo habría sido la primera en animarle, si hubiera tenido talento. No me hubieran importado los sacrificios. Preferiría haberme casado con un pintor que con un agente de bolsa. Si no fuese por los niños todo me habría tenido sin cuidado. Hubiese sido tan feliz en un modesto estudio de Chelsea como en este piso.
—Querida, estás acabando con mi paciencia —gritó Mrs. MacAndrew—. Supongo que no querrás decir que crees esas paparruchas.
—Pues yo estoy convencido de que es verdad —tercié yo.
Mrs. MacAndrew me miró con irónico desprecio.
—Un hombre no arroja por la borda su negocio y abandona a su mujer y a sus hijos, a los cuarenta años, para ser pintor, a no ser que haya una mujer de por medio. Supongo que conocería a una de sus… amigas literatas, y perdió la cabeza.
Una mancha de color animó de pronto las pálidas mejillas de Mrs. Strickland.
—¿Cómo es ella?
Titubeé un momento. Sabía que mis palabras iban a producir el efecto de una bomba.
—No hay ninguna mujer.
El coronel MacAndrew y su esposa dejaron escapar una exclamación de incredulidad, y Mrs. Strickland se puso en pie de un salto.
—¿Quiere usted decir que no la ha visto?
—No había nadie a quien ver. Está solo.
—¡Eso es absurdo! —gritó Mrs. MacAndrew.
—Debería haber ido yo —dijo el coronel—. Le apuesto lo que quiera a que yo la hubiese visto enseguida.
—También a mí me hubiera gustado que fuese usted —repliqué con acritud—. Entonces habría comprobado que todas sus suposiciones eran equivocadas. No vive en un hotel lujoso. Vive en una habitación miserable, en la mayor pobreza. Si ha abandonado su casa no ha sido para llevar una vida de despilfarro. Apenas si tiene dinero.
—¿No cree usted que haya hecho algo que ignoramos y que se ha ido huyendo de la policía?
Esta sugerencia fue como un rayo de esperanza para todos sus corazones, pero yo me negué a admitirla.
—Si así fuese, no hubiera sido tan necio como para dar su dirección a su socio —repuse secamente—. Sea lo que fuere, estoy seguro de una cosa: de que no ha huido con ninguna mujer. No está enamorado de nadie. Nada más lejos de sus pensamientos.
Reinó un breve silencio, mientras los presentes reflexionaban sobre mis palabras.
—Bien, si eso es verdad —dijo al cabo Mrs. MacAndrew—, este asunto no está tan mal como yo creía.
Mrs. Strickland miró a su hermana, pero no dijo nada. Estaba muy pálida, y su hermosa frente se había oscurecido. No pude descifrar la expresión de su rostro. Mrs. MacAndrew prosiguió:
—Si es sólo un capricho, pronto se le pasará.
—¿Por qué no vas a verlo, Amy? —se aventuró a decir el coronel—. No hay ninguna razón que impida que vivas con él en París durante un año. Nosotros cuidaríamos de los niños. Yo creo que acabará cansándose y más tarde o más temprano sentirá deseos de volver a Londres. Por lo tanto, nada irreparable ha sucedido.
—Yo no haría eso —dijo Mrs. MacAndrew—. Es preferible dejarle en completa libertad. Charles volverá con el rabo entre las piernas para continuar como si tal cosa su vida de siempre. —Mrs. MacAndrew miró fríamente a su hermana—. Es posible que algunas veces no hayas sido muy comprensiva con él. Los hombres son unos seres extraños y nadie sabe cómo hay que tratarlos.
Mrs. MacAndrew compartía la opinión, común a su sexo, de que un hombre que abandona a una mujer que le ama es siempre un bruto, pero que, si eso sucede, la mujer también tiene su parte de culpa. Le coeur a ses raisons que la raison ne connaît pas.
Mrs. Strickland paseó lentamente su mirada de una a otro.
—¡No volverá jamás! —dijo.
—Vamos, querida, recuerda lo que acabas de oír. Charles está acostumbrado a las comodidades, y a tener a su lado a alguien que le cuide. ¿Cuánto tiempo crees que tardará en cansarse de la miserable habitación que ocupa en ese hotel? Además, carece de dinero. Por fuerza tiene que volver.
—Tuve esperanzas mientras creí que había huido con una mujer. Una cosa así no dura mucho. Se hubiera cansado de ella a los tres meses. Pero si su huida no obedece al amor, entonces ya no hay remedio.
—¡Oh, eso es muy sutil! —dijo el coronel, poniendo en sus palabras todo el desprecio que le inspiraba semejante cualidad, tan ajena a las tradiciones de su carrera—. No lo creas. Charles volverá, y, como dice Dorothy, esa escapada no le habrá sentado mal.
—Soy yo la que no quiere ahora que vuelva —dijo Mrs. Strickland.
—¡Amy!
Mrs. Strickland estaba furiosa, y su palidez se debía a una fría y súbita rabia. Empezó a hablar rápidamente, con voz entrecortada.
—Lo habría perdonado si se hubiera enamorado de otra mujer y hubiese huido con ella. Esto me hubiera parecido natural. No tendría por qué censurarlo. Hubiese dicho que lo habían seducido. Los hombres son débiles, y las mujeres muy poco escrupulosas. Pero esto es distinto. ¡Lo odio! ¡No lo perdonaré jamás!
El coronel MacAndrew y su mujer empezaron a hablarle a la vez. No salían de su asombro. Le dijeron que se había vuelto loca. No acertaban a comprenderla. Mrs. Strickland se volvió hacia mí con manifiesta desesperación.
—¿Tampoco me comprende usted? —gritó.
—No estoy seguro. ¿Quiere usted decir que lo hubiera perdonado si la hubiese abandonado por una mujer, pero que no le perdonará jamás que la haya dejado por una idea? Usted cree que contra la mujer podía haber luchado, pero que es completamente impotente contra la idea, ¿no es así?
Mrs. Strickland me lanzó una mirada en la que me pareció ver cierta animosidad, pero no contestó. Al parecer, mi suposición era acertada. Luego prosiguió diciendo en voz baja y con acento tembloroso:
—Jamás creí que pudiera odiarse a nadie como ahora lo odio a él. Me consolaba pensando que durara lo que durase su ausencia, terminaría al fin volviendo a mí. Estaba segura de que si se sentía morir me llamaría a su lado, y yo me hubiese apresurado a ir a su encuentro. Lo habría cuidado como una madre cuida a su hijo y al final le hubiese dicho que no me importaba nada de lo sucedido, que le había amado siempre y que se lo perdonaba todo.
Siempre me ha desconcertado un poco la afición que sienten las mujeres a portarse con dignidad ante el lecho de muerte de aquellos a quienes aman. Incluso dan a veces la impresión de que lamentan la longevidad del ser amado, la cual obliga a aplazar una escena de tanto efecto.
—Pero ahora todo ha terminado. Me es tan indiferente como un extraño. Me gustaría que muriese miserable, pobre, hambriento, sin un amigo. ¡Ojalá contraiga alguna enfermedad repugnante! Para mí ha dejado de existir.
Me pareció que aquél era el momento oportuno de exponer lo que Strickland había sugerido.
—Si usted quiere divorciarse, su marido está dispuesto a darle toda clase de facilidades.
—¿Por qué voy a concederle la libertad?
—No creo que la desee. Pero su marido piensa que tal vez le conviniera a usted.
Mrs. Strickland se encogió de hombros con impaciencia. Confieso que me defraudó un poco. Yo creí entonces —en la actualidad no pienso del mismo modo— que los seres humanos eran todos de una pieza, buena o mala, y me sorprendió descubrir instintos vengativos en una criatura tan encantadora. Ignoraba lo mezcladas que están las cualidades en el ser humano. Ahora sé que la mezquindad y la largueza, la maldad y la caridad, el odio y el amor pueden encontrarse reunidos en el mismo corazón humano. En aquel momento no se me ocurrió nada que pudiese suavizar la amarga humillación que atormentaba a Mrs. Strickland. Sin embargo, creí que mi deber era intentarlo.
—No estoy seguro de que su marido sea totalmente responsable de sus actos. No creo que sea el mismo de antes. Parece estar poseído por una fuerza extraña que lo utiliza para sus fines y contra la cual se halla tan indefenso como una mosca presa en una telaraña. Da la impresión de que alguien lo ha hechizado. Me recuerda esos relatos fantásticos que nos hablan de una nueva personalidad que se apodera de un hombre y destruye la antigua. El alma vive inestablemente en el cuerpo humano y puede sufrir misteriosas transformaciones. En tiempos pasados se hubiera dicho que Charles Strickland estaba poseído por el demonio.
Mrs. MacAndrew se alisó la falda, y sus pulseras de oro se juntaron en sus muñecas.
—Todo eso me parece demasiado rebuscado —dijo con acritud—. No niego que Amy haya estado tal vez demasiado segura de su marido. Si no se hubiera hallado tan ocupada con sus asuntos acaso se hubiese dado cuenta de que algo sucedía. No creo que Alec pudiera ocultar una cosa durante un año o más sin que yo me llegase a enterar de ello.
El coronel tenía la mirada perdida en el espacio, y yo me pregunté si estaría tan libre de pecado como parecía.
—Pero eso no es óbice para que Charles Strickland sea un completo desalmado —continuó Mrs. MacAndrew, mirándome severamente—. Voy a decirle por qué ha abandonado a su mujer: lo ha hecho por egoísmo y por nada más.
—Esa es, sin duda, la explicación más sencilla —repuse.
Pero comprendí que mis palabras no tenían ningún sentido.
Cuando dije que estaba cansado y me levanté para marcharme, Mrs. Strickland no hizo el menor movimiento para retenerme.