Durante mi viaje de regreso a Inglaterra pensé con frecuencia en Strickland. Traté de poner en orden lo que iba a decir a su esposa. No era muy satisfactorio, y no era de esperar que ella se mostrase muy contenta de mí, pues yo tampoco lo estaba. Strickland me había dejado perplejo. No alcanzaba a comprender los motivos que lo impulsaban. Cuando le pregunté qué era lo que le había sugerido la idea de ser pintor, no pudo o no quiso contestarme. Yo tampoco me lo explicaba. Me esforcé en convencerme de que se trataba de un difuso sentimiento de rebeldía que poco a poco había ido tomando cuerpo en su espíritu, pero contradecía esto el hecho indiscutible de que jamás había demostrado la menor impaciencia ante la monotonía de su vida. Si, presa de un intolerable hastío, hubiera resuelto ser pintor con el único fin de romper ciertos vínculos molestos, ello hubiese sido comprensible y vulgar; pero, a mi modo de ver, su caso lo era todo menos vulgar. Sin embargo, como yo entonces era un romántico, di con una explicación que, aun reconociendo que era un tanto rebuscada, fue la única que me satisfizo desde todos los puntos de vista. Hela aquí: probablemente existía en lo más profundo de su alma un arraigado impulso creador, que las circunstancias de su vida habían reprimido, pero que, a pesar de ello, fue creciendo inexorablemente, como un cáncer crece en los tejidos vivos, hasta apoderarse de todo su ser, obligándolo a obrar contra su misma voluntad. El cuclillo pone su huevo en el nido de otros pájaros; cuando nace la cría, ésta arroja fuera del nido a los demás y acaba rompiendo el nido que la albergó.
Pero si lo extraño era que aquel impulso creador hubiese arraigado en un vulgar agente de bolsa, para labrar, posiblemente, su ruina y la desgracia de los que dependían de él, no es menos extraño el modo con que el espíritu de Dios se ha apoderado de algunos hombres poderosos y ricos, persiguiéndolos con terca insistencia, hasta que al fin, vencidos, han abandonado los placeres del mundo y el amor de las mujeres a cambio de las penosas austeridades del claustro. Una conversión puede revestir muy diversas formas y lograrse de muy distintas maneras. Algunos hombres necesitan un cataclismo —una piedra rota en mil pedazos por la furia de un torrente—, pero en otros se realiza poco a poco, del mismo modo que una piedra se gasta por la incesante caída de una gota de agua. Strickland poseía la rectitud de un fanático y la ferocidad de un apóstol.
Pero a mi espíritu práctico le quedaba por saber si la pasión que obsesionaba a Strickland sería justificada por sus obras. Cuando le pregunté qué impresión había producido a sus compañeros de las clases nocturnas de Londres su manera de pintar, me contestó haciendo una mueca:
—Lo tomaron a broma.
—¿Ha empezado a estudiar aquí?
—Sí. El maestro vino esta mañana y, al ver lo que había pintado, enarcó las cejas y se fue.
Strickland se rió entre dientes. No parecía descorazonado. La opinión de los demás no ejercía en él ninguna influencia.
Y era esto, precisamente, lo que más me desconcertaba. Cuando los seres humanos dicen que no les importa lo que piensen de ellos los demás, se engañan, en su mayor parte, a sí mismos. Por lo general, quieren decir que harán lo que mejor les parezca, en la confianza de que nadie se enterará de sus andanzas, y, todo lo más, se atreven a comportarse contrariamente a la opinión de la mayoría cuando se sienten apoyados por la conformidad de unos cuantos. No es difícil mostrarse despreocupado ante los ojos del mundo cuando tal despreocupación merece el beneplácito de nuestro grupo. Esto hace que sintamos confianza en nosotros mismos. Se goza de la satisfacción del valor sin el inconveniente del peligro. Pero el deseo del aplauso ajeno es quizá el instinto más poderoso del hombre civilizado. Nadie se acoge con tanto apresuramiento al abrigo de la respetabilidad como la mujer ligera que ha corrido el riesgo de ser el blanco de todas las críticas. No creo a la gente que afirma que les importa un comino la opinión de sus semejantes. Se trata de una bravata hija de la ignorancia. Lo que quieren decir es, a mi entender, que no temen los reproches por unas faltas que están seguros de que nadie descubrirá.
Pero allí tenía a un hombre a quien no le importaba lo que se pensara de él. Las normas sociales no influían en su modo de ser. Era como un atleta untado de aceite; no había modo de cogerlo. Gozaba de una libertad de acción verdaderamente molesta. Recuerdo que le dije:
—Si todos obrasen como usted, el mundo no podría subsistir.
—Lo que usted acaba de decir es una tontería. Nadie quiere conducirse como yo. La mayoría se siente satisfecha de vivir la vida corriente.
Traté de mostrarme irónico.
—Evidentemente, usted no cree en la máxima que dice: Obra de tal forma que todas tus acciones puedan ser una regla universal de conducta.
—Nunca la había oído hasta ahora, pero es una completa sandez.
—Fue Kant quien lo dijo.
—Poco importa quién fuese. Es una completa sandez.
Con un hombre como Strickland era imposible apelar a la conciencia con posibilidades de éxito. Sería lo mismo que tratar de verse reflejado en una pared. Yo creo que la conciencia es, en el individuo, el guardián de las reglas que la comunidad ha creado para su propia conservación. Es el policía de nuestros corazones, el cual nos vigila para que no quebrantemos las leyes. Es el espía que permanece sentado en la fortaleza principal de nuestro Yo. El deseo que el hombre siente de lograr la aprobación de sus conciudadanos es tan poderoso y su temor a las censuras tan violento, que él mismo ha introducido en su interior a su enemigo y permanece observándole, vigilando constantemente los intereses de su amo, dispuesto a aplastar cualquier incipiente deseo de apartarse del rebaño. Obliga al hombre a anteponer el bien de la sociedad al suyo propio. Es el vínculo más fuerte que une al individuo con el todo. Y el hombre al servir los intereses que ha reconocido como más importantes que los suyos propios se hace esclavo de ese amo. Lo sienta en el sitio de honor. Y finalmente como un cortesano que se inclina servilmente ante el cetro que blanden sobre su cabeza se enorgullece de la sensibilidad de su conciencia. Y no dispone de palabras lo suficientemente duras para calificar al individuo que no reconoce el imperio de la conciencia, ya que como miembro de la sociedad, comprende que contra tal individuo se encuentra indefenso. Cuando vi que Strickland se mostraba totalmente indiferente a las censuras que su conducta iba a originar, no pude menos de apartarme de él tan horrorizado como si se tratase de un monstruo humano.
Las últimas palabras que me dijo al despedirme fueron las siguientes:
—Dígale a mi mujer que perderá el tiempo viniendo a buscarme. De todas formas, voy a cambiar de hotel con el fin de que no pueda saber dónde estoy.
—Mi impresión es que su esposa se ha liberado de usted definitivamente.
—Mi querido amigo, espero tan sólo que se lo haga comprender así. Pero las mujeres son muy poco inteligentes.