Creo que lo más correcto hubiese sido rechazar su proposición. Hubiera debido exteriorizar la indignación que realmente sentía, y estoy seguro de que al coronel MacAndrew le habría producido un excelente efecto el que yo me hubiese negado a sentarme a la mesa con un hombre de tal calaña. Pero el temor a no poder hacerlo con suficiente dignidad me ha impedido siempre adoptar una actitud moral de reprobación, y en aquel caso me era difícil expresar mis sentimientos, sabiendo como sabía que a Strickland le tendría totalmente sin cuidado. Sólo el poeta y el santo pueden regar una calle asfaltada en la confianza de que, como premio a su labor, nacerán lirios en ella.
Pagué nuestras consumiciones y nos encaminamos a un restaurante barato, alegre y lleno de gente, donde cenamos agradablemente. Yo tenía el apetito propio de la juventud y Strickland el de una negra conciencia. Después fuimos a una taberna, donde tomamos café y licores.
Yo había dicho ya cuanto tenía que decir sobre el asunto que me había llevado a París, y aunque, en cierto modo, me parecía una traición a Mrs. Strickland no volver a insistir, lo cierto es que no me sentía con ánimos de luchar contra la indiferencia de Strickland. Se necesita un auténtico temperamento femenino para repetir tres veces lo mismo con idéntico celo. Me consolé a mí mismo pensando que me sería útil descubrir el estado de ánimo de Strickland. El asunto me interesaba. Pero no resultaba tarea fácil: Strickland no era muy hablador. Parecía expresarse con dificultad, como si las palabras no fuesen el medio que utilizaba su espíritu para hacerse comprender, y había que adivinar las intenciones de su alma a través de frases sueltas y gestos vagos. Pero aunque no dijo nada interesante, había algo en su personalidad que le impedía parecer un hombre insulso. Tal vez se debiera esto a que era sincero. No parecía importarle mucho el París que veía por primera vez —la visita hecha con su esposa no contaba—, y contemplaba escenas que tenían que ser completamente nuevas para él sin demostrar el menor asombro. Yo he estado en París infinidad de veces y nunca deja de producirme cierta emoción; pasear por sus calles me parece como estar al borde de la aventura. Strickland permanecía imperturbable. Al recordar el pasado, pienso que sus ojos estaban ciegos para todo lo que no fuese la atormentadora visión de su alma.
En aquella ocasión sucedió algo absurdo. En la taberna había cierto número de mujeres de vida alegre; unas, en compañía de hombres; otras, solas. De pronto descubrí que una de ellas nos estaba mirando. Al encontrarse sus ojos con los de Strickland, la mujer sonrió. Pero no creo que él la viese. La mujer salió al cabo de unos instantes, regresando a los pocos minutos. Al pasar a nuestro lado nos pidió muy cortésmente que la invitásemos a beber. Se sentó a nuestra mesa y comencé a hablar con ella, pero, evidentemente quien le interesaba era Strickland. Dije a la mujer que mi compañero apenas sabía dos palabras de francés; ella trató de hablar con Strickland en parte por medio de signos, y, en parte, utilizando un francés chapurreado, creyendo, no sé por qué, que así podría hacerse comprender mejor; además, sabía media docena de frases en inglés. Hizo que yo tradujese lo que sólo podía expresar en su lengua, preguntándome a continuación con gran curiosidad qué había contestado mi compañero. Strickland parecía estar de buen humor y un tanto divertido, pero su indiferencia era evidente.
—Me parece que ha hecho usted una conquista —le dije echándome a reír.
—No me enorgullezco de ella.
En su lugar, yo me hubiese mostrado un poco más confuso y algo menos tranquilo. La mujer poseía unos ojos sonrientes y una boca encantadora. Y, además, era joven. Me pregunté qué habría visto en Strickland. La joven no ocultó sus deseos y yo me vi precisado a exponérselos a Strickland en inglés.
—Quiere que la acompañe usted a su casa.
—Pienso irme solo a la mía.
Traduje la respuesta, procurando hacerlo de la forma más agradable posible. Me parecía poco amable declinar una invitación de aquella naturaleza y atribuí su negativa a la falta de dinero.
—Pero si es que me gusta —dijo la joven—. Dígale que es por amor.
Cuando traduje las palabras de la joven, Strickland se encogió de hombros, impaciente.
—¡Mándela al diablo!
Su expresión hizo que la respuesta fuese perfectamente comprensible. La joven echó súbitamente la cabeza hacia atrás. Tal vez enrojeciera bajo la pintura. Luego se puso en pie.
—Monsieur n’est pas poli —dijo.
Y salió de la taberna. Yo me sentí un poco molesto.
—No tenía usted por qué insultarla —dije—. Después de todo, se trataba de un cumplido.
—Esas cosas me dan asco —contestó bruscamente Strickland.
Lo miré con curiosidad. En su rostro se pintaba una verdadera repugnancia y, sin embargo, era el rostro de un hombre rudo y sensual. Sospecho que aquella mujer se había sentido atraída por la brutalidad que dejaba transparentar.
—En Londres podía haber conseguido cuantas mujeres hubiese deseado. No he venido a París para eso.