La avenida de Clichy rebosaba de gente a aquella hora, y una fantasía exaltada hubiese descubierto en ella a los personajes de muchas novelas escandalosas. Había empleados y estudiantes; viejos que parecían arrancados de las páginas de Balzac y hombres y mujeres pertenecientes a profesiones que se lucran con las debilidades del género humano. En las calles de los barrios más míseros de París hay una vitalidad que enardece la sangre y prepara el espíritu para lo inesperado.
—¿Conoce usted bien París? —le pregunté.
—No. Estuvimos aquí durante nuestra luna de miel. Pero no había vuelto desde entonces.
—Si es así, ¿cómo diablos encontró usted ese hotel?
—Me lo recomendaron. Yo deseaba uno que fuese barato.
Nos sirvieron el ajenjo y con la debida solemnidad echamos agua sobre el azúcar.
—Me parece que lo mejor será que le diga cuanto antes por qué he venido a verlo —dije, no sin cierto embarazo.
Sus ojos brillaron.
—Esperaba que alguien viniese más tarde o más temprano. He recibido un montón de cartas.
—Entonces, ya sabe usted lo que voy a decirle.
—No he leído ninguna de esas cartas.
Encendí un cigarrillo con el fin de ganar tiempo y poder reflexionar un momento. No sabía cómo dar comienzo a mi misión. Las palabras elocuentes que llevaba preparadas, unas patéticas, otras rebosantes de indignación, no me parecían apropiadas para ser dichas en la avenida de Clichy. Strickland se echó a reír irónicamente.
—Mal asunto el suyo, ¿verdad?
—¡Oh, no lo sé! —repuse.
—Será mejor que despache pronto. Así podremos pasar una velada agradable.
Titubeé un instante.
—¿No ha pensado usted en el dolor que ha ocasionado a su mujer?
—Ya se le pasará.
Me es imposible describir la extraordinaria frialdad con que pronunció estas últimas palabras. Aquello me desconcertó, pero traté de disimular lo mejor que pude. Adopté entonces el tono de mi tío Henry, un pastor protestante, cuando trataba de conseguir de sus parientes una suscripción o un donativo para la Sociedad de los Vicarios.
—¿Me permite que le hable con franqueza?
Strickland asintió con una sonrisa.
—¿Cree usted que su mujer merece ser tratada como usted lo hace?
—No.
—¿Tiene usted alguna queja de ella?
—Ninguna.
—Entonces, ¿no le parece monstruoso dejarla de esa forma, después de diecisiete años de matrimonio y sin que pueda reprocharle la menor cosa?
—En efecto, es monstruoso.
Lo miré sorprendido. Su cordial asentimiento a cuanto yo iba diciendo hacía inútiles mis argumentos. Además, complicaba mi postura, por no decir que la hacía ridícula. Había ido a verlo dispuesto a mostrarme persuasivo, conmovedor, exhortatorio; a censurarlo si era preciso, e incluso a mostrarme indignado y sarcástico. Pero ¿qué diablos podía hacer cuando el pecador confesaba llanamente su pecado? Yo no tenía experiencia de esta forma de proceder, ya que mi costumbre había sido siempre la de negarlo todo.
—¿Qué más? —preguntó Strickland.
Traté de humedecer mis labios.
—Bien, si está usted de acuerdo con todo, no creo que tenga más que decir.
—Tampoco yo.
Me pareció que no desempeñaba mi embajada con mucha habilidad. Me sentí irritado.
—Pero ¡diablos!, no puede dejarse a una mujer sin un céntimo.
—¿Por qué no?
—¿De qué va a vivir?
—Yo la he mantenido durante diecisiete años. ¿Por qué no se mantiene ahora a sí misma?
—No le es posible.
—Que lo intente.
Ni que decir tiene que a esto se le podía replicar de muchas formas. Podía haber hablado de la posición económica de la mujer, del contrato tácito o expreso que un hombre firma al casarse y de otras muchas cosas, pero me pareció que sólo un punto tenía importancia.
—¿No siente usted ya ningún cariño por ella?
—No —contestó Strickland.
El asunto era muy complicado y serio para los interesados en él, pero en las contestaciones de Strickland había un cinismo tan jovial que me vi obligado a morderme los labios para no echarme a reír. Tuve que recordarme a mí mismo que su proceder era abominable, y me esforcé en sentir una verdadera indignación.
—¡Caramba! También ha de pensar usted en sus hijos. Ellos no le han hecho ningún daño. No le pidieron que los trajese al mundo. Si lo tira usted todo por la borda, los pobres se encontrarán en la calle.
—Han vivido cómodamente durante muchos años. Han tenido mucho más de lo que tienen la mayoría de los niños. Además, ya habrá alguien que cuide de ellos. Cuando llegue el momento, los MacAndrew costearán su educación.
—Pero ¿es que no los quiere usted? Son unos muchachos encantadores. ¿Quiere usted decir que no desea volver a verlos?
—Los quería mucho cuando eran pequeños, pero ahora que ya son mayores no siento ningún afecto por ellos.
—Eso es inhumano.
—Tal vez.
—No parece usted estar avergonzado.
—No lo estoy.
Empleé otra táctica.
—Todo el mundo lo tendrá por un perfecto canalla.
—No me importa.
—¿Lo tiene sin cuidado que la gente le odie y le desprecie?
—Sí.
Había tanta ironía en su tajante respuesta que mi pregunta, por muy natural que fuese, pareció absurda. Reflexioné unos segundos.
—Dudo que pueda vivirse con tranquilidad cuando se tiene el convencimiento de que todo el mundo desaprueba nuestra conducta. ¿Está usted seguro de que esto no lo torturará después? Todos tenemos nuestra conciencia, y más tarde o más temprano oirá usted su voz. Suponga que muere su mujer. ¿No lo atormentará el remordimiento?
Strickland no contestó y esperé a que hablase. Fui yo el que tuvo que romper el silencio.
—¿Qué dice usted a eso?
—Sólo una cosa: que es usted un majadero.
—Sin embargo, pueden obligarlo a que mantenga a su mujer y a sus hijos —contesté, algo picado—. La ley debe protegerlos de algún modo.
—¿Puede la ley extraer algo de una piedra? No tengo dinero. Apenas me queda un centenar de libras.
Me sentí más desconcertado que nunca. En efecto, su hotel indicaba una difícil situación económica.
—¿Qué va usted a hacer cuando gaste esa suma?
—Ganar más.
Estaba completamente tranquilo y en sus ojos seguía brillando la mirada irónica que hacía parecer descabellado cuanto yo decía. Hice una pausa con el fin de pensar lo que me proponía decir, pero fue Strickland el que habló primero.
—¿Por qué no vuelve a casarse Amy? Es relativamente joven y no deja de tener atractivo. Puedo recomendarla como una esposa excelente. Si quiere el divorcio, le daré toda clase de facilidades.
Entonces me tocó a mí sonreír. Era muy astuto. Evidentemente, era esto lo que quería. Trataba de ocultar, por alguna razón desconocida, el hecho de haber huido con una mujer, y adoptaba todas las precauciones para mantener oculto su paradero. Yo repuse con decisión:
—Su mujer afirma que, haga usted lo que haga, ella no se divorciará. Está decidida a mantenerse en sus trece. De modo que puede usted abandonar toda esperanza en ese sentido.
Strickland me miró con tal asombro que costaba creer que éste fuese fingido. La sonrisa desapareció de sus labios, contestándome con la mayor seriedad:
—¡Pero, mi querido amigo, si a mí eso no me importa lo más mínimo! Me tiene por completo sin cuidado que se divorcie o no.
—¡Vamos! —exclamé, echándome a reír—. No nos crea usted tan tontos. Todos sabemos que ha huido usted con una mujer.
Hizo un gesto de sorpresa e inesperadamente se echó a reír. Tan ruidosas eran sus carcajadas que los que se hallaban a nuestro lado volvieron la cabeza, y algunos se rieron también.
—No creo que tenga gracia lo que acabo de decirle.
—¡Pobre Amy! —exclamó Strickland, haciendo una mueca.
En su rostro apareció una expresión desdeñosa.
—¡Qué inteligencia tan pobre tienen las mujeres! ¡Amor! Para ellas siempre es el amor. Creen que un hombre sólo puede abandonarlas porque quiere a otras. ¿Me cree usted tan imbécil como para hacer lo que he hecho por una mujer?
—¿Quiere usted decir que no ha abandonado a su esposa por otra mujer?
—Claro que no.
—¿Me da usted su palabra de honor?
Ignoro por qué dije esto. Fue una ingenuidad mía.
—Le doy mi palabra de honor.
—Entonces, ¿quiere usted decirme, en nombre de Dios, por qué la ha abandonado?
—Porque quiero pintar.
Le miré largo rato. No lo comprendía. Pensé que se había vuelto loco. Hay que tener en cuenta que yo era muy joven y que lo consideraba un hombre de edad madura. Me olvidé de todo, excepto de mi sorpresa.
—¡Pero si tiene usted cuarenta años!
—Eso es, precisamente, lo que me ha hecho pensar que ya era tiempo de decidirme.
—¿Ha pintado usted alguna vez?
—Cuando era niño quería ser pintor, pero mi padre se empeñó en dedicarme a los negocios, pues decía que con el arte no se gana dinero. Hace un año empecé a pintar un poco. Iba de noche a clase.
—¿Eso hacía usted cuando decía a Mrs. Strickland que estaba jugando al bridge en su club?
—Sí.
—¿Por qué no se lo dijo a ella?
—Preferí que no lo supiese.
Hubo una pausa. Luego pregunté:
—¿Sabe usted pintar?
—Todavía no, pero sabré. Por eso he venido a París. En Londres no encontraba lo que quería. Quizá lo consiga aquí.
—¿Cree usted que un hombre puede hacer algo bueno comenzando a su edad? La mayoría empieza a los dieciocho años.
—Ahora puedo aprender más rápidamente que cuando tenía dieciocho años.
—¿Qué le ha hecho a usted suponer que tiene talento para la pintura?
Strickland tardó unos segundos en contestar. Su mirada se detuvo en la multitud de transeúntes, pero no creo que los viera. Su contestación no fue una respuesta a mi pregunta.
—Tengo que pintar.
—¿No cree usted que con su resolución corre un riesgo excesivo?
Me miró. En sus ojos había algo extraño, y yo me sentí un tanto violento.
—¿Qué edad tiene usted? ¿Veintitrés años?
Su pregunta me pareció fuera de lugar. Era natural que yo me arriesgase, pero él era un hombre que había pasado de la juventud, un agente de bolsa con una posición respetable, una mujer y dos hijos. Lo que era natural en mí, resultaba absurdo en él. Pero quise ser imparcial.
—Puede suceder un milagro y convertirse usted en un gran pintor, pero debo confesarle que tiene una probabilidad contra un millón de que eso ocurra. Nada más triste que tuviese usted que reconocer al final que se había equivocado.
—Tengo que pintar —repitió.
—Suponga que no pasa de ser un pintor de tercer orden. ¿Cree usted que habrá valido la pena abandonarlo todo para eso? En cualquier otro ramo de la vida es indiferente que uno destaque o no; puede uno desenvolverse cómodamente aun siendo del montón; pero en el arte es distinto.
—Es usted un condenado mediador —dijo con notorio disgusto.
—No veo por qué, a menos que sea una insensatez y un desatino hablar de lo que es a todas luces evidente.
—Le digo que no tengo otro remedio que pintar. Cuando un hombre se cae al agua, importa poco que nade bien o mal; lo que tiene que hacer es salir de ella, pues de lo contrario se ahogará.
En su voz vibraba un auténtico apasionamiento y, a pesar mío, me sentí impresionado. Parecía luchar interiormente con un impulso avasallador, como si una fuerza poderosa e irresistible lo tuviese encadenado contra su voluntad. Yo no acertaba a comprenderlo. Me daba la impresión de que estaba poseído por el demonio y de que éste podría destrozarlo en cualquier momento. Sin embargo, el aspecto de Strickland no podía ser más vulgar. Mis ojos, fijos en él, no le producían el menor embarazo. Me pregunté por quién lo tomaría un desconocido que lo viera sentado allí con su chaqueta vieja y su sombrero sin cepillar. Sus pantalones eran como un saco, sus manos no estaban muy limpias y su rostro, en el que destacaban el rojizo rastrojo de su barba sin afeitar, los pequeños ojos y la larga y agresiva nariz, era tosco y grosero. Además, tenía la boca grande y los labios gruesos y sensuales. No, yo no podía situarlo.
—¿No piensa usted entonces volver al lado de su esposa? —dije al fin.
—Nunca.
—Ella está dispuesta a olvidar todo lo sucedido, como si empezasen una nueva vida. Nunca le hará el menor reproche.
—¡El diablo cargue con ella!
—¿No le importa que la gente lo crea un canalla? ¿No le importa que sus hijos tengan que mendigar el pan que se coman?
—No.
Hice una pausa para dar más fuerza a mis palabras, que pronuncié con deliberada intención.
—Es usted un redomado canalla.
—Bien, ahora que ya ha descargado usted su conciencia, podemos irnos a cenar.