Uno o dos días después, Mrs. Strickland me envió una nota rogándome que, si me era posible, fuese a verla aquella noche después de cenar. La encontré sola. Su vestido negro, de una sencillez rayana en la austeridad, sugería su estado de ánimo, y mi ingenuidad hizo que me sorprendiera al ver que, no obstante su sincero dolor, era capaz de vestirse según el papel que debía representar de acuerdo con su idea del decoro.
—Me indicó usted la vez pasada que le alegraría mucho poder hacer algo por mí —me dijo.
—Es cierto.
—¿Quiere usted ir a París a ver a Charlie?
—¿Yo?
Mi sorpresa no es para describirla. Sólo lo había visto una vez. No acertaba a comprender lo que Mrs. Strickland deseaba que hiciera.
—Fred está dispuesto a ir —Fred era el nombre de pila del coronel MacAndrew—, pero estoy convencida de que no es el hombre apropiado. Su visita empeorará las cosas. Y no sé a quién pedir ese favor.
Su voz tembló ligeramente y me pareció que sería dar pruebas de insensibilidad si vacilaba.
—Pero tenga presente que no he cambiado ni diez palabras con su marido. No me conoce. Probablemente, me mandará al diablo.
—Eso nada puede importarle a usted —me repuso Mrs. Strickland sonriendo.
—Bien, ¿qué quiere usted que haga?
No me contestó directamente.
—Creo que incluso es una ventaja que no lo conozca a usted. Fred nunca le fue simpático. Le creía un necio; no entendía a los militares. Fred, como si lo viera, montaría en cólera; los dos reñirían y las cosas se agravarían en vez de mejorar. Si usted le dice a Charlie que va a verlo en mi nombre, no se negará a escucharle.
—Nuestra amistad no data de mucho tiempo —repuse—, y no puede usted esperar que yo resuelva un asunto como éste sin antes conocer todos los detalles. Pero no quiero meterme en lo que no me importa. ¿Por qué no va usted misma a verlo?
—Se olvida usted de que no está solo.
Guardé silencio. Me vi con los ojos de la imaginación yendo a visitar a Charles Strickland y pasándole mi tarjeta; lo vi entrar en la habitación y dirigirse a mí con la cartulina en la mano.
«—¿A qué se debe el honor de su visita?
»—He venido a verle en nombre de su esposa.
»—¿Sí? Cuando tenga usted algunos años más aprenderá, seguramente, a no meterse en lo que no le importa. Si tiene usted la amabilidad de volver la cabeza hacia la izquierda, encontrará la puerta. Buenas noches.»
Preveía que sería difícil retirarme dignamente y lamenté con toda mi alma haber regresado a Londres antes de que Mrs. Strickland hubiese resuelto todas sus dificultades. Le lancé una mirada furtiva. Parecía ensimismada en sus pensamientos. De pronto, levantó la vista hacia mí, exhaló un suspiro y sonrió.
—El golpe no ha podido ser más inesperado —dijo—. Llevamos diecisiete años de matrimonio. Jamás creí que Charlie fuera uno de esos hombres que se encaprichan de una mujer cualquiera. Siempre nos habíamos llevado muy bien. Naturalmente, yo tenía muchos gustos que él no compartía.
—¿Ha averiguado usted quién… —no sabía cómo expresarme—, quién es la persona que le acompaña?
—No. Nadie tiene, al parecer, la menor idea. Es muy extraño. Por regla general, cuando un hombre se enamora de una mujer, no falta quien los vea juntos comiendo o algo por el estilo, y los amigos se apresuran a decírselo a la esposa. En cambio, yo no he tenido a nadie que me pusiera en antecedentes. Su carta ha sido para mí una bomba. Creía que Charlie era completamente feliz a mi lado.
La infeliz rompió a llorar. Confieso que en aquel momento me inspiraba una profunda compasión. Pero a los pocos momentos se calmó.
—De nada sirve perder la cabeza —dijo, secándose los ojos—. Lo mejor es que decidamos lo que debemos hacer.
Continuó charlando un poco al azar; al principio habló de su pasado reciente; luego, de cuando se conocieron y de su matrimonio, y poco a poco llegué a formar un cuadro bastante exacto de sus vidas. No había ido muy desencaminado en mis suposiciones. Mrs. Strickland era hija de un funcionario colonial que, al retirarse, se fue a vivir al campo; pero tenía la costumbre de llevar todos los años, en el mes de agosto, a su familia a Eastbourne, con el fin de cambiar de aires. Allí conoció, cuando tenía veinte años, a Charles Strickland. Él tenía veintitrés. Jugaron al tenis, pasearon por el malecón, oyeron juntos a los cantantes negros, y ella decidió aceptarle una semana antes de que Charles se le declarara. Vivieron en Londres; primero en Hampstead y más tarde, cuando prosperaron, en un lugar más céntrico. De aquel matrimonio nacieron dos hijos.
—Parecía estar muy encariñado con ellos. Admito que se hubiese cansado de mí, pero no comprendo cómo ha tenido corazón para abandonarlos. ¡Es increíble! Incluso ahora me cuesta creer que sea cierto.
Al fin me enseñó la carta de su marido. Sentía curiosidad por leerla, pero no me había atrevido a pedírsela.
Mi querida Amy:
Espero que lo encuentres todo dispuesto en el piso. He transmitido a Anne tus instrucciones y la cena estará preparada para cuando lleguéis. Yo no estaré en casa para recibirte. He decidido separarme de ti y esta mañana salgo para París. Echaré al correo esta carta cuando llegue. No pienso volver. Mi decisión es irrevocable.
Siempre tuyo.
CHARLES STRICKLAND.
—Ni una explicación, ni un lamento. ¿No le parece inhumana?
—Es una carta muy extraña, dadas las circunstancias —repuse.
—Sólo tiene una explicación, y es que se ha vuelto loco. Ignoro quién es la mujer que le ha sorbido el seso pero, sin duda, lo ha cambiado totalmente. Y esto, al parecer, viene de tiempo.
—¿Qué le induce a pensar así?
—Fred ha conseguido averiguarlo. Mi marido decía que iba al club tres o cuatro noches a la semana para jugar al bridge. Fred conoce a uno de los socios del club y hablando con él, Fred le dijo que mi marido era un gran jugador de bridge. El individuo se mostró sorprendido al oírlo. Jamás había visto a Charles en la sala de juego. Esto quiere decir que cuando creíamos que Charles estaba en el club se encontraba al lado de ella.
Permanecí silencioso un instante, pensando en los hijos.
—Debe de haber sido un poco difícil de explicarle a Robert lo ocurrido —dije.
—¡Oh!, no les he dicho una palabra. Llegamos el día antes de que tuvieran que volver al colegio, y conservé la presencia de ánimo suficiente para decirles que su padre había tenido que marcharse por un asunto de negocios.
No debía de haber sido fácil para Mrs. Strickland mostrarse alegre e indiferente llevando aquel inesperado secreto en el corazón, ni tampoco cuidar de que estuviesen a punto todas las cosas necesarias para que los muchachos fueran al colegio. La voz de Mrs. Strickland se quebró de nuevo.
—¿Qué será de los pobres? ¿De qué viviremos?
Trató de dominarse; vi cómo sus manos se abrían y cerraban nerviosamente. Aquello era desgarrador.
—Conforme. Iré a París, si usted cree que puedo serle de alguna utilidad. Pero debe usted decirme con exactitud lo que quiere que haga.
—Deseo que vuelva.
—El coronel MacAndrew me dio a entender que estaba usted decidida a pedir el divorcio.
—¡Jamás me divorciaré! —exclamó con súbita violencia—. Dígaselo de mi parte. No conseguirá casarse con esa mujer. Soy tan obstinada como pueda serlo él, y no quiero el divorcio. He de pensar en mis hijos.
Creo que añadió estas palabras para explicar su actitud, pero yo pensé que se debían más a los celos que a la solicitud maternal.
—¿Aún le quiere usted?
—No lo sé. Pero deseo que vuelva. Si regresa, olvidaremos lo sucedido. Al fin y al cabo, llevamos casados diecisiete años. Soy una mujer tolerante. No me importa lo que haga mientras yo lo ignore. Charles tendrá que comprender que su capricho no puede durar. Si vuelve, todo puede arreglarse nuevamente y nadie sabrá nada de lo ocurrido.
Me produjo una desagradable impresión descubrir que Mrs. Strickland se preocupaba tanto de las habladurías de la gente. Yo desconocía entonces el importante papel que juega en la vida de una mujer la opinión de los demás. Esto hace que sean un poco insinceras sus más hondas emociones.
Se sabía dónde se hospedaba Strickland. Su socio, en una violenta carta enviada al banco, lo había acusado de ignorar su paradero, y Strickland, en una cínica y humorística respuesta, había comunicado su dirección. Por lo visto, se alojaba en un hotel.
—Nunca he oído hablar de ese hotel —dijo Mrs. Strickland—, pero Fred lo conoce y me ha dicho que es muy caro.
Enrojeció vivamente. Debía de imaginar a su marido ocupando una serie de lujosas habitaciones, cenando en los restaurantes más distinguidos, divirtiéndose por las tardes en las carreras y por las noches en el teatro.
—No puede, a su edad, hacer esa clase de vida —dijo—. Tiene ya cuarenta años. Eso es explicable en un joven, pero es espantoso en un hombre de su edad, con hijos tan mayores. Su salud no podrá resistirlo.
En el corazón de Mrs. Strickland luchaba la cólera con el dolor.
—Dígale que nuestro hogar lo llama. Todo está igual y, sin embargo, todo es distinto. Antes me mataría que vivir sin él. Háblele del pasado y de todo lo que hemos sufrido juntos. ¿Qué diré a sus hijos cuando pregunten por él? Su habitación está exactamente igual que la dejó. Lo espera. Todos estamos esperándolo.
Me habló de lo que debería decir a su marido y me proporcionó las respuestas para cualquier objeción que pudiera hacerme.
—Hará usted por mí todo lo que pueda, ¿verdad? —me dijo con lastimero acento—. Háblele del estado en que me encuentro.
Comprendí que su deseo era que emplease todos los medios a mi alcance para conmoverlo. Lloraba con gran desconsuelo. Sus lágrimas me emocionaron. La fría crueldad de Strickland hizo que me sintiera indignado y le prometí hacer cuanto pudiera para que volviese. Quedamos en que yo saldría para París dos días después y que no regresaría hasta haber conseguido algo. Como ya era tarde y ambos estábamos agotados por tantas emociones, me marché.