—Ha sido algo terrible —me dijo el coronel en cuanto estuvimos en la calle.
Comprendí que si me acompañaba era para discutir una vez más sobre lo que había estado diciendo durante horas con su cuñada.
—Ignoramos quién es la mujer que lo acompaña —añadió—. Lo único que hemos podido averiguar es que el muy sinvergüenza se encuentra en París.
—Pues yo creí que el matrimonio se llevaba muy bien.
—En efecto, así era. Precisamente un momento antes de que usted llegase, Amy me decía que no habían tenido una discusión en toda su vida. Usted ya conoce a Amy. No hay en el mundo una mujer más buena que ella.
Al ver que me hacía estas confidencias, yo me atreví a hacerle algunas preguntas.
—Pero ¿es que ella no sospechaba nada?
—Nada. Charles pasó el mes de agosto en Norfolk con ella y con los niños. Seguía siendo el mismo de siempre. Mi mujer y yo fuimos a pasar con ellos dos o tres días, y yo jugué al golf con mi cuñado. En septiembre vino a Londres para que su socio pudiera marcharse de vacaciones. Amy continuó en el campo. Habían alquilado la casa por seis semanas, y, transcurridas éstas, Amy escribió anunciándole el día de su llegada. Charles le contestó desde París. En su carta decía que había resuelto separarse de ella.
—¿Qué explicación daba?
—No daba ninguna, mi querido amigo. He leído la carta. Constaba sólo de diez líneas.
—Pero eso es increíble.
Cruzábamos en aquel momento la calle, y el tráfico nos impidió seguir hablando. Lo que el coronel MacAndrew me estaba contando me parecía bastante alejado de la verdad, y sospeché que Mrs. Strickland, por razones particulares, le había ocultado parte de los hechos. Evidentemente, un hombre no abandona a su mujer tras diecisiete años de matrimonio, sin que ciertos detalles no hubieran hecho sospechar a la esposa que algo no marchaba como es debido en su vida conyugal. El coronel prosiguió:
—Naturalmente, no podía dar otra explicación que la de que se había ido con otra mujer, y debió de pensar que esto lo descubriría su mujer sin ayuda de nadie. De esto podrá usted deducir la clase de sinvergüenza que es Charles.
—¿Y qué piensa hacer Mrs. Strickland?
—Lo primero es obtener pruebas. Voy a ir yo personalmente a París.
—¿Y el negocio?
—Ahí es donde se ve la astucia con que ha procedido. Durante el último año retiró casi todo su capital.
—¿Comunicó a su socio que lo abandonaba?
—No. No le dijo una palabra.
El coronel MacAndrew tenía un conocimiento muy vago de los asuntos comerciales y a mí me eran completamente desconocidos, por lo que no pude hacerme una idea exacta de la situación en que Strickland había dejado su negocio. De las palabras del coronel deduje que su socio estaba muy irritado y que amenazaba con llevarlo a los tribunales. Al parecer, cuando todo estuviese resuelto, le habría costado el asunto cuatrocientas o quinientas libras.
—Ha sido una suerte que los muebles del piso estuvieran a nombre de Amy. Por lo menos le quedará eso.
—Pero ¿tan mala es su situación?
—Sí. Sólo le quedarán doscientas o trescientas libras y los muebles.
—¿Y de qué vivirán?
—¡Sólo Dios lo sabe!
El asunto parecía complicarse cada vez más, y el coronel, más que aclarármelo, me confundía con sus salidas de tono y su indignación. Así, pues, me alegré de que, al llegar a la vista del reloj de los almacenes Army and Navy, se acordase de que tenía en su club un compromiso para jugar a las cartas, por lo que me dejó al atravesar St. James’s Park.