8

Al releer lo escrito sobre el matrimonio Strickland temo haber sido un poco vago. No he sido capaz de dotarlos de ninguna de esas características que hacen que los personajes de un libro posean vida propia, y no sabiendo si la culpa es mía, me he devanado los sesos tratando de recordar algunas particularidades de su carácter que pudieran darle vida. Sé que fijándome en su modo de hablar o en algún otro detalle peculiar conseguiría darles un particular significado. Tal como los describo parecen las figuras de un viejo tapiz; no pueden separarse del fondo, y, vistos desde lejos, pierden su contorno, quedando convertidos en una mancha de color. Mi única excusa es que la impresión que me produjeron no fue otra. Poseía la misma vaguedad de las personas cuya vida íntima forma parte del organismo social y que sólo existen en él y por él. Son como las células del cuerpo, que, si bien son esenciales, dependen del todo mientras permanecen sanas. Charles Strickland y su mujer constituían un matrimonio típico de la clase media. Ella era una mujer muy agradable y hospitalaria, dominada por una inofensiva manía: la de las celebridades literarias. Él, un hombre anodino, que cumplía su deber en el lugar en que lo había colocado la compasiva providencia. El matrimonio tenía dos hijos simpáticos y pletóricos de salud. Nada más vulgar. No creo que existiera en la familia Strickland nada que pudiese reclamar la atención de un curioso.

Pero cuando pienso en lo que sucedió después, por fuerza he de preguntarme si no tenía una venda sobre los ojos para no ver que en Charles Strickland había algo fuera de lo corriente. Es muy posible que de entonces acá yo haya adquirido un conocimiento más profundo de los seres humanos, pero no creo que hubiese juzgado de distinta forma tanto a Charles Strickland como a su mujer, aunque hubiera tenido la experiencia que tengo ahora. Mas a pesar de que sé hoy que no se puede prever lo que en un momento determinado hará un hombre, no me hubiesen ahora sorprendido menos las noticias que me dieron entonces, cuando a principios de otoño, regresé a Londres.

No hacía veinticuatro horas que había llegado cuando me encontré a Rose Waterford en Jermyn Street.

—Tiene usted un aspecto radiante y jubiloso —le dije—. ¿Qué le ocurre?

Sonrió, brillando en sus ojos la mirada maliciosa que ya conocía. Quería indicar con ella que se había enterado de algún escándalo ocurrido entre sus amistades, y que su instinto de novelista permanecía alerta.

—Conocía usted a Charles Strickland, ¿no es verdad?

No sólo su rostro, sino también su cuerpo, daban una sensación de júbilo. Hice un signo de asentimiento. Me pregunté si el pobre diablo habría sufrido un serio tropiezo en la bolsa o lo había atropellado un autobús.

—¡Es terrible! Se ha separado de su mujer.

Indudablemente, Miss Waterford se dio cuenta de que en la acera de Jermyn Street no podía sacar todo el partido posible del tema. Por eso, como una artista, se limitó a darme la noticia escueta, afirmando que ignoraba otros detalles. Yo no podía hacerle la injusticia de suponer que tan insignificante circunstancia le impidiese ser más explícita, pero Miss Waterford era muy obstinada.

—Ya le he dicho que no sé nada más —repuso contestando a mis agitadas preguntas, y a continuación añadió, encogiéndose ligeramente de hombros—: Pero creo que una joven dependienta de una tienda de té ha dejado su empleo.

Sonrió y, alegando que el dentista la estaba esperando, se alejó con paso ligero. Me quedé más interesado que dolorido. En aquellos tiempos, mi experiencia directa de la vida era muy escasa, y me emocionó encontrarme ante un suceso de novela acaecido a personas que yo conocía. Confieso que los años me han acostumbrado a hechos de esta naturaleza entre mis amistades. Pero en aquella ocasión me sentía también algo indignado. Strickland tenía por lo menos cuarenta años, y me pareció absurdo que un hombre de su edad tuviera aún aventuras amorosas. Con la rigidez propia de la juventud, consideraba la edad de treinta y cinco años como límite máximo para que un hombre pudiera enamorarse sin hacer el ridículo. Por otra parte, aquella noticia me desconcertó bastante. Había escrito a Mrs. Strickland desde el lugar donde veraneaba, anunciándole mi regreso y añadiendo que, si no me indicaba lo contrario, iría a tomar el té en su casa el día que señalaba en mi carta. Precisamente era aquél el día en que había resuelto visitar a Mrs. Strickland, pero ésta no me había dicho una palabra. ¿Desearía que fuera a su casa, o no? Probablemente, el nerviosismo de aquellos momentos habría hecho que se olvidase de mi carta. Tal vez lo más prudente fuera no ir. Sin embargo, si Mrs. Strickland quería mantener en secreto lo ocurrido, sería muy indiscreto por mi parte dar a entender que las extrañas noticias habían llegado a mis oídos. Vacilaba ante el temor de molestar y herir los sentimientos de una mujer encantadora. Comprendí su angustia y no deseaba contemplar un dolor que me era imposible aliviar, pero en el fondo de mi corazón existía un deseo del que me sentía avergonzado, y era necesario ver cómo había reaccionado. En resumen, no sabía qué hacer.

Al cabo, decidí ir a su casa como si no supiese nada, y rogar a la persona que me abriera la puerta que preguntase a Mrs. Strickland si podía recibirme. Esto le permitiría inventar una excusa para no hacerlo. Pero cuando dije a la criada la frase que llevaba preparada, me sentí de tal modo turbado que mientras esperaba en el pasillo necesité de toda mi fuerza de voluntad para no salir corriendo. La criada volvió al poco rato. Mi fogosa imaginación me hizo ver en su actitud un cabal conocimiento de la tragedia doméstica.

—¿Quiere pasar por aquí, señor? —dijo.

La seguí hasta el salón. Las persianas a medio correr mantenían la habitación en la penumbra. Mrs. Strickland se encontraba sentada de espaldas a la luz. Su cuñado el coronel MacAndrew, de pie ante la chimenea, parecía calentarse la espalda en el fuego apagado. Me pareció que mi entrada en la habitación era intempestiva. Pensé que mi visita los había cogido de sorpresa y que si Mrs. Strickland me había recibido debíase a que se le había olvidado decirme que no fuera aquel día. Creí sorprender en el coronel MacAndrew cierto enojo por haberlos interrumpido.

—No sé si me esperaba usted —dije, tratando de parecer indiferente.

—Claro que lo esperaba. Annie traerá el té dentro de un momento.

A pesar de la penumbra en que se hallaba sumida la estancia, me di cuenta de que Mrs. Strickland tenía el rostro hinchado de tanto llorar. Su color, que nunca fue agradable, era terroso.

—Se acuerda usted de mi cuñado, ¿verdad? Lo conoció usted la noche en que cenó aquí, poco antes de las vacaciones.

El coronel y yo nos estrechamos las manos. Tan cohibido estaba que me fue imposible decir una palabra, pero Mrs. Strickland acudió en mi ayuda. Me preguntó qué había hecho durante el verano, y esto me dio tema para hablar hasta que sirvieron el té. El coronel pidió un whisky con soda.

—Deberías tomar otro, Amy —dijo.

—No, prefiero té.

Ésta fue la primera indicación de que algo desagradable había sucedido. Hice caso omiso y traté de interesar a Mrs. Strickland en la conversación. El coronel, que continuaba en pie ante la chimenea, permanecía silencioso. Mientras tanto, me preguntaba cuándo podría marcharme sin faltar a la cortesía. No conseguía explicarme la razón de que Mrs. Strickland me hubiese recibido. En el salón no había flores, y los objetos de adorno, recogidos durante el verano, no habían sido colocados de nuevo en su sitio: había algo triste y sombrío en aquella estancia que antes me había parecido tan alegre. Era como si al otro lado de la pared hubiese un muerto. Al menos, ésta fue mi impresión. Apuré mi té enseguida.

Mrs. Strickland me preguntó:

—¿Quiere un cigarrillo?

Buscó con la vista la caja de cigarrillos, pero ésta no aparecía por ninguna parte.

—Creo que no hay.

De pronto, Mrs. Strickland rompió a llorar, y salió precipitadamente de la estancia.

Quedé sobrecogido. Ahora creo que fue la falta de cigarrillos, que por regla general compraba su marido, lo que le hizo acordarse de él, y la sensación de que carecía de todas aquellas pequeñas comodidades a las que estaba acostumbrada le produjo un súbito dolor. Comprendió que la antigua vida había terminado para siempre. Después de aquello, ya no podíamos continuar fingiendo.

—Me parece que lo mejor será que me vaya —dije al coronel, poniéndome en pie.

—Supongo que estará usted enterado de que el sinvergüenza de su marido la ha abandonado —dijo con acento colérico.

Titubeé un momento.

—Ya sabe usted lo que son las habladurías de la gente —repuse—. En efecto, he oído que había ocurrido algo desagradable.

—Se ha ido. Se ha marchado a París con una mujer, dejando a Amy sin un céntimo.

—Lo lamento de veras —fue lo único que se me ocurrió.

El coronel apuró su whisky de un sorbo. Era un hombre de unos cincuenta años, delgado, de bigote lacio y pelo gris. Sus ojos eran de color azul pálido y tenía los labios extremadamente delgados. Recuerdo que cuando lo conocí me pareció que tenía cara de tonto y que se sentía orgulloso de haber podido jugar al polo tres veces por semana diez años antes de abandonar el ejército.

—No creo que Mrs. Strickland desee que se la moleste ahora —dije—. Dígale que estoy apesadumbrado. Si me necesita para algo, tendré un verdadero placer en ayudarla.

El coronel pareció no oírme.

—No sé lo que va a ser de ella. Porque, además, están los niños. ¿Es que van a vivir del aire? Diecisiete años…

—¿Diecisiete años? No lo entiendo. ¿Qué quiere usted decir?

—Son los que llevan casados —contestó—. Nunca me fue simpático. Naturalmente, era mi concuñado y no tenía más remedio que aceptarlo. ¿Le pareció a usted un caballero? Amy no debió casarse con él.

—¿Es definitiva su separación?

—Amy sólo puede hacer una cosa: pedir el divorcio. Esto es lo que yo le aconsejaba cuando usted entró. «Presenta la demanda, querida Amy. Debes hacerlo por ti y por tus hijos.» Será mejor que no le eche la vista encima. ¡Con qué gusto lo azotaría hasta dejarle sin un soplo de vida!

No pude menos que pensar que le sería bastante difícil hacer tal cosa; Strickland me había parecido un hombre robusto, pero preferí guardar silencio. Es lamentable que la moral ofendida no posea un brazo fuerte con el que pueda castigar directamente al pecador. Pensaba en la forma de marcharme, cuando apareció Mrs. Strickland. Se había secado los ojos y empolvado la nariz.

—Siento no haber podido contenerme —dijo—. Me alegro de que no se haya ido usted.

Se sentó. Yo no sabía qué decir. Experimentaba cierta timidez al hablar de asuntos que no me incumbían. En aquella época no conocía aún el vicio de la mujer, su pasión por discutir sus asuntos particulares con todo el que esté dispuesto a escucharla. Mrs. Strickland pareció hacer un esfuerzo para dominarse.

—¿Habla la gente de ello? —me preguntó.

Me sorprendió que me considerase enterado de todo lo referente a su tragedia doméstica.

—Acabo de llegar. La única persona que he visto ha sido Rose Waterford.

Mrs. Strickland juntó las manos.

—Dígame exactamente lo que le ha contado. —Y como yo vacilase, añadió—: Tengo mucho interés en saberlo.

—Ya sabe usted lo que son las habladurías de la gente. Rose no es una mujer muy de fiar, ¿no le parece? Me dijo que su esposo la había abandonado.

—¿Nada más?

Me pareció mejor no repetir la alusión de Rose Waterford a la dependienta.

—¿No dijo si se había marchado con alguien?

—No.

—Eso es todo lo que quería saber.

Sus palabras me intrigaron bastante, pero comprendí que había llegado el momento de despedirme. Al estrechar la mano de Mrs. Strickland le dije que me alegraría mucho poder hacer algo por ella. Mrs. Strickland sonrió débilmente.

—Muchas gracias. Pero no creo que nadie pueda hacer nada por mí.

Mi timidez me impidió que le demostrase mi simpatía y me volví para despedirme del coronel. Pero éste no me estrechó la mano.

—Yo también me marcho. Si sube usted andando por Victoria Street, podemos ir juntos.

—Perfectamente —repuse—. Vámonos, pues.