La season tocaba a su fin, y todo el mundo se disponía a irse al campo o a la playa. Mrs. Strickland se marcharía con su familia a la costa de Norfolk, para que los chicos pudieran bañarse en el mar y su marido jugar al golf. Nos despedimos hasta el próximo otoño. Pero el último día de mi estancia en Londres encontré a Mrs. Strickland y a sus hijos al salir de los almacenes Army and Navy. Lo mismo que yo, había estado haciendo sus últimas compras antes de partir, y ambos sentíamos calor y estábamos cansados. Los invité a tomar un helado en el parque.
Me pareció que Mrs. Strickland se alegraba de que yo pudiese conocer a sus hijos, y en el acto aceptó mi invitación. Los muchachos eran más encantadores de lo que parecían en las fotografías. Mrs. Strickland tenía motivos para sentirse orgullosa de ellos. Yo era demasiado joven para que les cohibiera mi presencia y hablaron alegremente de mil cosas distintas. Eran unas criaturas rebosantes de salud y extraordinariamente simpáticas. Pasamos un rato muy agradable bajo los árboles.
Una hora después tomaban un coche para regresar a su casa y yo me dirigí a mi club sin saber qué hacer. Me sentía un poco solo y pensé no sin cierta envidia en la agradable vida familiar que acababa de entrever. Todos parecían muy unidos. Tenían sus bromas particulares, que, aunque ininteligibles para un extraño, a ellos los divertían enormemente. Quizá fuese Charles Strickland un hombre insípido juzgado desde ese punto de vista que exige, sobre todo, una conversación brillante, pero su inteligencia era adecuada al ambiente en que vivía y esto garantizaba no sólo un éxito razonable, sino, lo que vale más, la felicidad. Mrs. Strickland era una mujer encantadora que amaba a su marido. Traté de imaginarme sus vidas, nunca turbadas por enojosas aventuras, vidas honradas y serias, destinadas, a través de aquellas dos simpáticas criaturas, a mantener con gallardía las tradiciones de su raza y de su familia. Envejecerían insensiblemente; verían a su hijo y a su hija alcanzar la edad de la razón y casarse a su debido tiempo; la muchacha se transformaría en una bella joven, futura madre de saludables hijos, y el muchacho en un guapo y varonil joven, evidentemente un futuro militar; y, al fin, en un próspero y digno retiro, amados por sus descendientes, tras una vida larga, feliz y fecunda, se los llevaría la muerte.
Ésta es, probablemente, la historia de innumerables matrimonios, y el sentido de la vida que ello representa posee un sencillo encanto. Nos recuerda un plácido riachuelo deslizándose dulcemente entre verdes prados, bajo la sombra acogedora de los árboles, hasta hundirse al fin en el inmenso mar; pero el mar es tan silencioso, indiferente y tranquilo, que uno se siente turbado involuntariamente por un vago malestar. Tal vez se debiera a una particularidad de mi carácter, que ya se dejaba sentir en aquel tiempo, pero lo cierto es que yo pensaba que en una vida como aquélla —la vida de la mayoría de la gente— faltaba algo. Reconocía su valor social y la felicidad que entrañaba, pero mi sangre apetecía una existencia más inquieta. Creía descubrir algo alarmante en aquellos serenos placeres. Mi corazón deseaba vivir de una manera más arriesgada. No me importaban las rocas hirientes ni los traicioneros escollos si podía obtener un cambio; un cambio y la inquietud de lo imprevisto.